Aunque se escriben y suenan diferente, “La Violencia” y “el conflicto” se han convertido en dos formas de nombrar el pasado de violencia política que carga Colombia. Ambas ocultan desde el lenguaje la responsabilidad social, política y moral de quienes impulsaron e infligieron el daño.
Por Andrés Suárez*
Decir conflicto armado en minúsculas parece en sí mismo un acto de reconocimiento del pasado violento, orientado a sugerir que como sociedad no estamos repitiendo los errores del pasado y que sí reconocemos la violencia política, a diferencia de las generaciones anteriores que negaron la violencia bipartidista y por eso le dieron un status de entidad propia: “La Violencia”.
Como sociedad reclamamos el crédito de crear toda una institucionalidad de justicia transicional para reconocer el conflicto armado. Pero más allá de las disputas que aún persisten sobre si lo ocurrido fue un conflicto armado o una amenaza terrorista, asumimos que el nuestro no es un pacto de olvido como lo fue el acuerdo del Frente Nacional en la violencia bipartidista entre liberales y conservadores.
Esa convicción por la diferenciación parece olvidar que el Frente Nacional también creó mecanismos de justicia transicional como los que se crearon recientemente, con la particularidad de que lo hizo sin que mediara un contexto internacional que lo exigiera casi imperativamente, como en la actualidad. Por supuesto que no hubo un tribunal de justicia ni una unidad de búsqueda de los desaparecidos, pero sí hubo un tribunal de tierras, una comisión nacional de reconciliación, programas gubernamentales de rehabilitación social y económica a las regiones más afectadas por la violencia, y hasta una comisión de la verdad que luego quedó a la deriva y cuyo informe nacional fue rechazado por el Estado, lo que lleva a pensar en lo que podría pasar en 2021 cuando la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la no Repetición entregue su informe final a la sociedad. De modo que olvidamos ese antecedente porque el resultado fue el fracaso y perdemos de vista que crear una institucionalidad no es suficiente para garantizar un resultado exitoso.
Inquietos por la diferenciación, podríamos indicar que la violencia bipartidista se nombra como “La Violencia”, mientras que la confrontación armada contemporánea suele nombrarse de manera genérica como “el conflicto”. La primera escrita en mayúsculas y en género femenino, el segundo en minúsculas y en género masculino. Se podría esperar que esas diferencias revelaran mucho de las sociedades en que se escenificó la violencia, que La Violencia en mayúsculas es una externalización que contrasta con el conflicto en minúscula; que la primera se separa de la sociedad y el segundo hace parte de la misma.
Estos matices no deberían soslayarse, pero habría que decir que nombrar a “La Violencia” con mayúsculas también podría connotar el reconocimiento de un fenómeno social que alteró la cotidianidad con tal excepcionalidad, que se marca como un periodo históricamente diferenciable y singular para la sociedad colombiana. Esto contrasta con el conflicto en minúscula que no parece ser relevante ni marcar ninguna inflexión en la historia del país, por lo que algunos podrían, no sin razón, pensar que el uso de las minúsculas en el lenguaje es una forma de naturalizar, invisibilizar y minimizar.
¿Nombrar un periodo o crear una entidad?
Más allá de la controversia de una y otra interpretación, La Violencia y el conflicto comparten una característica relevante. Ambos dan cuenta de un fenómeno social que se inscribe en un proceso histórico pero, dependiendo de cómo son nombrados, los procesos pueden convertirse en entidades. Esto se puede constatar en los dos casos, ambos son nombrados como sujetos, lo que les da el carácter de una entidad que parece cobrar vida propia y que, a la larga, despoja a los fenómenos que nombra de las responsabilidades políticas, sociales y morales derivadas de la agencia humana, que es la que entra en conflicto o perpetra la violencia contra otros.
Carlos Miguel Ortiz constató esa particularidad sobre cómo se nombraba la violencia bipartidista en su extraordinario libro Estado y subversión en Colombia: la violencia en el Quindío, años 50, en el que señaló que las víctimas se referían a La Violencia como si se tratara de un demiurgo, una entidad espectral que llegaba a las comunidades y las destruía, como una suerte de espíritu maligno que arrasaba todo a su paso. Esta representación de las víctimas despolitiza las responsabilidades humanas en la violencia, pues algo superior a los humanos obra el mal, y si los humanos llegan a ser reconocidos, lo son bajo el atenuante de que un espíritu maligno se apoderó de ellos para hacerlo.
Esta idea del demiurgo que Ortiz constató para la violencia bipartidista no dista mucho de lo que se dice en los testimonios de algunas víctimas del conflicto armado: algo más allá de lo humano que viene, arrasa y destruye. Hay una elusión deliberada en los relatos, de uno y otro momento, a la responsabilidad social, política y moral de quienes impulsaron y perpetraron la violencia e infligieron daño, lo que puede comprenderse en ambos casos por el terror impuesto por los grupos armados y el miedo a las represalias, o por la cercanía con los verdugos, miembros de una misma comunidad o personas conocidas.
El demiurgo hace parte de los dispositivos de exteriorización de la culpa en sociedades inmersas en fenómenos de violencia, puedo conocer a los culpables pero la imposibilidad de nombrarlos no me puede impedir narrar la destrucción y el daño causado, no puedo comprender que un ser humano sea capaz de tanta barbarie ante otro ser humano, y, ante el derrumbamiento de las certezas que me permitían controlar el mundo, solo puedo atribuir tanto mal a un espíritu maligno que se apoderó de las almas de los hombres para restituir mi fe en el mundo y seguir viviendo, o simplemente no tengo otra forma de tramitar mi dolor y mi daño ante el reconocimiento de que los verdugos eran parte de mi comunidad, de mi historia y de mi cotidianidad.
Todo esto es comprensible en las víctimas, pero como mensaje público para la sociedad que afronta su pasado violento, el riesgo de suprimir las responsabilidades sociales, políticas y morales derivadas de la agencia humana es muy alto, y no hay nada más riesgoso para una transición que reconocer a las víctimas sin nombrar ni sancionar a los victimarios, sin reconocer las responsabilidades frente a lo que ha sucedido.
Insisto en que quizás “el conflicto” si reconozca grupos en disputa, a diferencia de “La Violencia”, pero éstos se diluyen rápidamente, se reconoce una divergencia, una diferencia, pero se pierden los agentes que son sus protagonistas, sus identidades.
Sin embargo, ninguna de las dos logra sustraerse al hecho de que el proceso que se está nombrando no identifica la naturaleza del mismo, sobre todo su dimensión política, la cual es explícitamente negada. “La Violencia” con mayúsculas no tiene ni siquiera un apellido en minúsculas que diga “bipartidista”, como tampoco ocurre con “el conflicto”, frecuentemente despojado de su apellido o de ese adjetivo que refiere su naturaleza: “armado”, una dimensión con acento militar, pero cuidadosamente formulada para no comprometer una dimensión política. Ver: Un conflicto sin apellido, una deformación del pasado
Violencia y conflicto, sí; guerra, no
El lenguaje de la memoria abandonó de su vocabulario a la guerra hace más de una década. Recuerdo que el último que se lo preguntó fue el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales con su libro Nuestra guerra sin nombre. Si hay una palabra disputada políticamente, esa es la guerra, pero pasamos de disputar el apellido, guerra contra la sociedad, guerra civil, guerra ideológica o guerra antiterrorista, para simplemente no hablar más de guerra. Y no fue un debate solo académico, era ante todo político, porque guerra es un concepto con un significado indisociable de la política, así que la fórmula del conflicto armado, desde la normatividad del Derecho Internacional Humanitario, acabó imponiéndose como una vía alterna para confrontar argumentativamente a quienes querían nombrar a la confrontación armada como amenaza terrorista. Así se configuró una interpelación en la que se eludía cualquier reconocimiento político a las causas de los grupos contendientes y se ponía el acento en la organización y la capacidad militar de quienes desafiaban al Estado.
¿Pero no cabría llamar guerra al conflicto armado solo como un acto de reconocimiento de sus dimensiones y sus daños? No deja de parecer extraño que Colombia ocupe los primeros lugares en cuanto a las dimensiones de la violencia de su conflicto armado en comparación con países que se reconocen en guerra y, no obstante, no llamarla guerra.
La guerra desapareció del lenguaje porque es el tabú del reconocimiento político del pasado violento, por ahora parece haber un consenso tácito en que el conflicto armado no arrasó la democracia y que la sociedad nunca se dividió en dos bandos opuestos, pero que era una realidad fáctica que las guerrillas eran aparatos militares con algún grado de control territorial que, si bien no podían derrotar al Estado, tampoco podían ser derrotados militarmente sin una confrontación largamente prolongada.
Esta tendencia a nombrar los fenómenos sociales y políticos ligados a la violencia como entidades con vida propia, tiende a reforzarse con un lenguaje cotidiano que narra los fenómenos de violencia desde los medios de comunicación, y aún desde la academia, en una analogía persistente con los fenómenos naturales. Nos hemos habituado entonces a leer y a escuchar que la violencia es una ola, una oleada, una marea, una avalancha o hasta un torbellino, una fuerza natural con visos extraordinarios que llega y arrasa sin que haya rastros de responsabilidad humana y todo pareciera responder a ese demiurgo que ahora se manifiesta en los desastres naturales.
Valga decir que ha sido un enorme avance en nuestro tiempo reconocer a las personas afectadas por el conflicto armado como víctimas, puesto que, en la violencia bipartidista, y hasta hace muy poco, se les nombraba como damnificados, asimilando la violencia política con los desastres naturales. Con todo, el lenguaje cotidiano que opera por analogía a los fenómenos naturales no desaparece cuando se nombra la violencia.
De modo que si bien “La Violencia” y “el conflicto” se escriben y suenan distinto, sus continuidades son mayores de las esperadas y por eso incomoda tanto pensar que estamos ante un déjà vu y no ante la ruptura que tanto invocamos.
* Andrés Suárez es sociólogo y magister en estudios políticos de la Universidad Nacional de Colombia. Fue investigador y asesor del Centro Nacional de Memoria Histórica, así como coordinador del Observatorio de Memoria y Conflicto de la misma entidad. Actualmente es el Director del Museo de Bogotá.
Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de Hacemos Memoria ni de la Universidad de Antioquia.