Nombrar al conflicto colombiano sin su apellido: armado, es una práctica que se ha normalizado en la sociedad colombiana. ¿Se trata de una omisión irrelevante o, por el contrario, de un cuestionamiento a la naturaleza bélica del pasado?
Por Andrés Suárez*
La memoria se teje y se fija mediante el lenguaje que empleamos en nuestra cotidianidad, a veces lo hace mediante luchas abiertas y encarnizadas que buscan imponer una versión totalizante del pasado (en el caso colombiano, la pugna entre conflicto armado y amenaza terrorista), otras de manera discreta y silenciosa, en una dimensión más imperceptible pero no menos profunda, muchas veces no problematizada, pero contradictoria o ambigua, incluso frente a aquello que decimos aceptar cuando nos alineamos con una u otra versión del pasado.
Entre quienes reconocen el pasado violento como conflicto armado, se ha hecho recurrente nombrarlo como “el conflicto”, como si fuese casi natural que cuando hablamos de éste aludimos al conflicto armado. Periodistas, líderes de opinión, políticos, funcionarios públicos e incluso académicos, han adoptado esta manera de nombrarlo sin cuestionarse o problematizar las implicaciones que tiene quitarle su apellido o, simplemente, han decidido abreviarlo por la tendencia creciente a decir más con menos palabras. Llamarlo por su nombre completo define su carácter, dejar de hacerlo implica navegar en la frontera porosa entre el negacionismo y el eufemismo.
La palabra conflicto hace parte de nuestra cotidianidad y la hemos naturalizado para referir ese pasado de violencias que nos precede, pero los cuestionamientos emergen cuando nuestro lenguaje se expone en contextos distintos a los nuestros. Así surgió mi inquietud por interrogarme sobre los efectos de llamar conflicto a nuestro conflicto armado.
Durante los espacios de diálogo e intercambio que se establecieron entre el Centro Nacional de Memoria Histórica y la Fundación Casa de las Ciencias del Hombre de París entre 2014 y 2017, el intelectual francés Michel Wieviorka insistía preocupado en llamar sobre la recurrencia de los colombianos en llamar “posconflicto” a la etapa que comenzaba luego de la firma del acuerdo de paz, recalcando que era más exacto hablar de “posviolencia”, y enfatizando en que superar una confrontación armada no podía implicar, en ningún caso, renunciar o negar el conflicto si el horizonte de la transición política era la profundización democrática, porque el conflicto es la esencia misma de la democracia.
Estas palabras de Michel Wieviorka deberían resonar en nosotros porque revelan una implicación del uso del lenguaje en la cotidianidad que tiene profundas repercusiones sobre lo que estamos comunicando, dado que desde el lenguaje empieza la reparación de los daños causados por la confrontación armada y se cimenta la transición a la paz.
La estigmatización de los conflictos
Si el conflicto armado pierde su apellido, entonces éste queda igualado con todos los tipos de conflictos que vive la sociedad, lo que genera una indiferenciación que acaba por reforzar la estigmatización de los conflictos que tanto alimentaron y justificaron la violencia perpetrada en el conflicto armado.
La instrumentalización y la estigmatización del conflicto social, político y económico, por parte de los actores armados, han dejado una huella que hace parte de la manera como representamos el pasado desde el presente. Pero esa huella no se borra ni desaparece cuando el conflicto armado decrece o transita hacia su superación, puesto que sus referentes políticos, sociales y culturales, instalados durante décadas, llenan de contenido el lenguaje que usamos cotidianamente en la transición. El pasado está muy presente y por eso hay que interpelar todos los supuestos, porque ninguna palabra puede darse por obvia, ya que el lenguaje de la guerra ha alterado sus significados.
Por lo anterior, no se puede esperar que en la transición un paro cívico o una manifestación pública queden automáticamente desprovistos de la estigmatización, a la que se apeló tantas veces para ver en ellas las estrategias de los actores armados, lo que puede provocar que parte de la sociedad se anime a rechazarlos o limitarlos porque los considera un riesgo para la paz, cuando justamente puede ser unos de sus más sólidos cimientos.
Una consecuencia de la estigmatización ha sido que las víctimas y las comunidades en las regiones asocien todo conflicto social, político y económico con una carga de violencia física y simbólica. Por eso es importante diferenciar los conflictos desde el lenguaje al momento de nombrarlos, porque así se posibilita la irrupción y manifestación legitima de los diferentes conflictos que permanecieron reprimidos y continuamente aplazados por la violencia del conflicto armado.
Hay que reconocer que el lenguaje de la paz pone tanto acento en la reconciliación que tiende a silenciar u opacar la existencia de los conflictos por considerarlos perturbadores o erosivos frente a los esfuerzos de paz, cuando la reconciliación lo que debería promover es el reconocimiento de los mismos como parte de la naturaleza de las relaciones sociales que se están recomponiendo al margen de la violencia. Harto de Vera ha propuesto el concepto de “paz imperfecta” para reconocer que el conflicto es el motor que va permitiendo lograr los cambios que cimentan la paz; un efecto democratizante que se posibilita por la manifestación de los conflictos, su trámite por canales institucionales y los acuerdos que se van logrando progresiva pero acumulativamente.
Para comprender cuán erosiva y cuán potente puede ser la desnaturalización que provoca quitarle el apellido al conflicto armado, compartiré una anécdota de mi trabajo con las víctimas cuando era investigador del Grupo de Memoria Histórica. En la socialización de un informe de investigación se describía la existencia de conflictos entre las víctimas, algunos por el alcance de la reparación, otros por la relación con la institucionalidad, otros por la interpretación de los hechos y unos más por la atribución de responsabilidades; a lo cual éstas replicaron señalando que sus diferencias no eran conflictos sino tensiones.
Este énfasis de las víctimas permite reconocer el efecto de contagio que provocó el conflicto armado sobre el reconocimiento del conflicto en sí mismo, de ahí que la palabra haya quedado casi proscrita para muchas personas que siempre la asocian con una dimensión armada y violenta. Sin embargo, el intercambio de palabras era más profundo en su alcance, pues una tensión es un conflicto latente, que no se puede expresar, que ni siquiera puede ser comunicada y que da cuenta de esa acumulación de desconfianzas que se incuban subterráneamente en las comunidades y las víctimas, y que alimenta el mundo de los rumores, el miedo y la incertidumbre, lo cual dificulta la recomposición de una esfera pública en la que el conflicto pueda manifestarse, desenvolverse y resolverse sin el signo trágico de la violencia.
De modo que hay un miedo al conflicto que hay que desaprender y para hacerlo hay que empezar por reconocer su importancia para la construcción de paz, porque conflicto y paz son socios, no opuestos, hay que en insistir en la legitimidad de la ecuación cuando se habla de reconciliación.
¿Economizar lenguaje o limitar el pensamiento?
Nombrar el conflicto armado sin apellido hace inevitable pensar en si esto puede tener que ver o no con la transformación de la comunicación humana en la era digital, en la que se intercambia mucha información que privilegia las imágenes y los textos cortos, razón por la cual las redes sociales tienden a limitar el número de palabras o caracteres bajo la premisa de economizar lenguaje para comunicar rápida y eficientemente.
Hace un par de años descubrí que los jóvenes apelaban cada vez más a la abreviación de palabras dentro de esta lógica de comunicación, por ejemplo, supe que en sus mensajes de texto la abreviatura “xq” correspondía a las palabras porque o por qué.
Esta simple constatación me hizo pensar en cómo el lenguaje que impone el presente puede influir en las marcas de la memoria, con la duda razonable sobre si en tiempos de economía del lenguaje alguien está dispuesto a perder una palabra por considerarla innecesaria, y quizás por eso se decida inconscientemte que al conflicto armado es mejor llamarlo simplemente “el conflicto”.
Reconozco que todo esto me ha hecho pensar indefectiblemente en la novela 1984 de George Orwell, particularmente en el dispositivo de control político del régimen totalitario basado en la imposición de un nuevo lenguaje: «lengua-piensa”. Como su nombre lo sugiere, el lenguaje está asociado con el pensamiento, así que el régimen totalitario decidió que era importante modificar el lenguaje, crear un nuevo vocabulario, para lo cual buscó reducir el número de palabras hasta el mínimo posible, incluyendo la supresión de los antónimos, los sinónimos o los artículos, o juntando palabras que significaran dos cosas opuestas. El argumento esgrimido para intervenir, recortar y modificar el lenguaje era que “si se recortaba el lenguaje, se limitaba el pensamiento” y con ello se aseguraba el poder absoluto porque se suprimía cualquier interpelación, oposición o crítica.
Recortar el lenguaje limita el pensamiento y con ello nuestra comprensión del pasado violento. Recortamos el lenguaje cuando dejamos el conflicto armado sin apellido, cambiamos el lenguaje cuando permitimos que la economía de las palabras cambie el significado y el alcance de una idea.
Por supuesto que comunicar una idea con menos palabras puede ser más eficiente y más contundente que un largo discurso, los mensajes públicos hoy en día funcionan mejor diciendo más con menos, porque una frase puede tener mucho más impacto que un discurso —aunque hay discursos memorables que han marcado el horizonte de cambio de muchos momentos históricos—, pero una idea que se exprese con menos palabras siempre debe obrar con la precaución de no simplificar la realidad hasta el punto de acabar distorsionándola.
Parece simple y hasta banal, algunos pensarán que no vale la pena perder tiempo en ello, pero la transición empieza con la reconstrucción del lenguaje, con interpelar los supuestos, con restituir o renegociar los significados de las palabras, porque el conflicto armado no se hubiese podido prolongar sin imponerse o prevalecer en el lenguaje, porque la guerra no está hecha solo de acciones, también está plagada de palabras, las mismas que dieron carta blanca a la violencia. Quizás debamos cuestionarnos si no estamos negando o desconociendo la naturaleza del conflicto armado, que decimos reconocer y aceptar, cuando simplemente lo llamamos “el conflicto”.
* Andrés Suárez es sociólogo y magister en estudios políticos de la Universidad Nacional de Colombia. Fue investigador y asesor del Centro Nacional de Memoria Histórica, así como coordinador del Observatorio de Memoria y Conflicto de la misma entidad. Actualmente es el Director del Museo de Bogotá
Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de Hacemos Memoria ni de la Universidad de Antioquia.
Aunque se escriben y suenan diferente, “La Violencia” y “el conflicto” se han convertido en dos formas de nombrar el pasado de violencia política que carga Colombia. Ambas ocultan desde el lenguaje la responsabilidad social, política y moral de quienes impulsaron e infligieron el daño.