Ya va siendo hora en Colombia de acudir a ese recurso simbólico de “matar al padre”, de dejar de defender a esa figura, que se manifiesta en múltiples rostros; de dejar de besar sus manos untadas de sangre; de parar las alabanzas a su arbitrariedad, al imperio de su orden y su ley.
Por Nubia Rojas* – nubiarojas.org
En enero de 2019, un cable de la Agencia de Noticias France Presse (AFP) publicado en varios periódicos del mundo registró el encuentro público, propiciado por una organización suiza, entre los hijos de dos nazis y los de varios miembros de la resistencia asesinados por el régimen de Hitler. Uno de ellos era Ulrich Gantz, quien habló de la marca de dolor que se imprimió en él para siempre cuando supo la verdad, tras la muerte de su padre. Decidió expiar esa culpa, que no es suya, dando testimonio, contando la verdad que conocía y luchando contra el negacionismo, aunque eso significara oponerse a algunos miembros de su familia.
En un libro publicado hace veinte años, “Tú llevas mi nombre”, el periodista alemán Stephan Lebert reconstruye las historias de los hijos e hijas de varios colaboradores de Hitler, habla con ellos y explora sus trayectorias vitales. Sus maneras de lidiar con el peso de sus apellidos son diversas. Algunos optan, contrario a Gantz, por la negación: afirman que el Holocausto nunca sucedió o, al menos, no como lo cuentan los sobrevivientes y los libros de historia. Otros apoyan acríticamente a sus padres y se dedican a reivindicarlos, dándoles la categoría de héroes; los hay, también, que guardan silencio, buscan el anonimato y sienten vergüenza, como algunos descendientes del Führer que, en un documental reciente, cuentan cómo decidieron cambiarse el apellido para no ser estigmatizados y hacer el pacto de no tener hijos para que la mancha muera con ellos.
El nombramiento de Jorge Tovar como director de la instancia responsable del trabajo con víctimas del conflicto del Ministerio del Interior desató esta semana una encendida polémica en Colombia: el funcionario es hijo de Rodrigo Tovar Pupo, alias “Jorge 40”, comandante del Bloque Norte de las Autodefensas, confeso autor de al menos 600 crímenes y extraditado a los Estados Unidos por el delito de narcotráfico.
Pese a haber sido excluido de los beneficios de la Ley de Justicia y Paz -creada durante el mandato presidencial del hoy Senador Álvaro Uribe Vélez- por negarse a colaborar con las investigaciones de ese tribunal, contribuir a la verdad sobre los nexos del paramilitarismo con ciertos sectores políticos y reparar a las víctimas, Tovar padre podría recuperar su libertad durante la primera semana de junio, por pena cumplida en los Estados Unidos.
Reacciones diversas emergieron tan pronto como se conoció la noticia: hubo quienes, desde varios sectores, defendieron el nombramiento de Tovar, viéndolo como un acto de reconciliación; recordaron que ha trabajado en el pasado con otras víctimas y hasta pidió perdón en un acto público. Reivindicaron, así, su derecho a no ser juzgado por ser hijo de “Jorge 40”: “el delito de sangre no existe en Colombia”, “los hijos no son responsables de los crímenes de sus padres”, fueron las frases más recurridas.
Desde la otra orilla, la mayoría de quienes se opusieron al nombramiento -entre ellos, los familiares de varias víctimas que se sitúan en la orilla ideológica contraria a la de los Tovar y sus simpatizantes y aliados políticos- aclararon que, aunque no se puede endilgar al nuevo funcionario ninguna culpa por ser hijo de un victimario, varios trinos suyos -pero en especial uno, en el que insistía en que su padre era “un preso político”- plantean un conflicto de interés y que son sus declaraciones, no sus lazos de sangre, los que generan serias dudas sobre la independencia, imparcialidad, empatía con las víctimas de todos los sectores y rechazo tajante a la violencia que le exige su nuevo cargo. A eso se suman recientes cuestionamientos a su idoneidad profesional. La Ministra del Interior, su jefe, salió a defenderlo.
“Rechazo la violencia armada, venga de donde venga; incluso, la de mi padre”, dijo Jorge Tovar en una breve entrevista en un noticiero de televisión, insistió en que su trino fue descontextualizado y pidió comprensión: no está llamado, dice, a condenar a su padre, reivindicó que no es culpable de sus crímenes, e insistió en que no lo representa.
Dice Freud que el deseo de “matar al padre”, además de ser parte del complejo edípico y que serviría como mecanismo simbólico para que el progenitor deje de interponerse entre el amor de un hijo por su madre, es una necesidad psicológica para la madurez, para el triunfo de la independencia y de la autonomía, para entrar a la adultez. Para desmarcarse del adoctrinamiento paterno y buscar el propio camino.
El libro de Lebert y el testimonio de Gantz, entre muchos otros ejemplos, muestran que varios hombres capaces de los actos más aberrantes, asesinos sanguinarios, eran considerados buenos hombres de familia, incluso, padres amorosos. Quizá sea mucho pedir que el hijo de un victimario -que, claramente, es mucho más que eso, como lo es el hijo de una víctima- pueda seguir amando al padre sin justificar, defender o reivindicar al perpetrador. Quizá pueda parecer insensible y desconsiderado pedirle que gestione sus emociones personales de la manera que mejor satisfaga sus necesidades, pero sin afectar los derechos y la dignidad de las víctimas de su padre ni los de otras víctimas en situación similar. Pero quizás haya que hacerlo. Gantz es una prueba viviente de que es posible.
El debate no es sobre el “delito de sangre”, que ya sabemos que, en Colombia, no existe: es sobre el lugar que el actual Gobierno da a todas las víctimas, su evidente negacionismo del conflicto -que legitima la narrativa dominante de los violentos-, y la ausencia de una política de paz, porque la estrategia parece ser dejar morir de inanición y descuido al Acuerdo alcanzado por el Presidente anterior. Y porque es tal la indiferencia del gobierno Duque ante los asesinatos de líderes sociales, defensores de derechos humanos y excombatientes, entre otras víctimas, que raya, si no en la complicidad, al menos sí en la aprobación de estos hechos.
Para sorpresa de propios y extraños, en Colombia son muchos quienes sienten una especial e inexplicable simpatía por quienes ejercen el poder a través de la violencia. País de padres ausentes y madres solas, otorgó el título de “padres de la patria” a los miembros del Congreso, en su mayoría, personajes igualmente ausentes, egoístas e indiferentes a su sufrimiento; eligió como “padre de la Nación” a una figura ultraconservadora, ultracatólica, energúmena, intolerante y dictatorial, de mano dura -el expresidente y actual senador Álvaro Uribe- que, consciente del poder conferido por sus seguidores de “regir los destinos de la patria”, aún en la sombra, se refiere como “hijitos” a quienes aún siente como sus subordinados.
Ya va siendo hora en Colombia de acudir a ese recurso simbólico de “matar al padre”, de dejar de defender a esa figura, que se manifiesta en múltiples rostros; de dejar de besar sus manos untadas de sangre; de parar las alabanzas a su arbitrariedad, al imperio de su orden y su ley. Ya va siendo hora de deshacernos de esa necesidad de tener y amar a “padres” autoritarios y violentos. Seremos buenos hijos liberándonos de su yugo y de su influencia. Es probable que, liberándonos de esos arquetipos y reemplazándolos por figuras que representen el respeto y la bondad, nos liberemos de la violencia.
“Solo he sido dueño de mi vida tras revelar la de mi padre nazi”, dijo Ulrich Gantz en una entrevista. Ya va siendo hora de que Colombia sea, como Gantz, dueña de su vida, de la vida.
*Periodista especializada en temas de paz, derechos humanos, y asuntos sociales, políticos y humanitarios.
Esta columna de opinión fue publicada originalmente el 23 de mayo de 2020, aquí.