«Las noticias de hace 25 años fueron horribles. Los escolares participábamos en marchas por la paz. Yo tenía casi 13 años y estaba en octavo grado. Recuerdo haber oído muchas cosas que pasaron, pero no tengo fijado el horror de aquellos momentos».

Por Margarita Isaza Velásquez
Foto: archivo prensa de El Colombiano

Desde el sábado 7 de octubre las noticias del Medio Oriente nos han sobrecogido, como tantas otras. Oleadas de indignación por el golpe del grupo terrorista Hamás a Israel despertaron las redes sociales; luego, se sucedieron otras indignaciones por la respuesta, también terrorista, de ese país contra la población civil de Gaza. Bombas, tomas de rehenes, cortes de suministros, destierros, asesinatos, masacres, traiciones, todo lo que pasa en una guerra, aquí potenciado por tecnologías recién probadas.

Aquello desborda las comprensiones que algunos podemos tener de esa realidad, y se va haciendo más ininteligible con el correr de los días, a medida que emergen nuevas víctimas, inermes ante todos los fuegos. De este lado de los celulares y de las pantallas, en otro continente, ese horror no nos conmueve. Trata de hacerlo, produce parpadeos, lágrimas que se secan rápido, pero el instinto de autoprotección nos lleva a muchos a tomar distancia: no ver más el video, dudar de todos, cambiar de canal, esperar a que otra noticia (de fútbol o de corrupción, eso da igual) ocupe los titulares. Y si no fuera así, me lo pregunto genuinamente, ¿serviría de algo el dejarse tocar por lo que viven en ese pedazo del mundo millones de personas?

Escribo estas líneas el 18 de octubre de 2023, 25 años después del atentado contra un oleoducto en esta otra franja del planeta, donde murieron decenas de habitantes de Machuca, corregimiento de Segovia, en el Nordeste antioqueño. Tantísimos más entre los que sobrevivieron se convirtieron en desplazados del conflicto armado colombiano.

Visité este mediodía la colección de prensa de la Biblioteca Carlos Gaviria Díaz de la Universidad de Antioquia para tomarles fotos a los diarios de aquellos días. El 18 fue domingo; la última página contenía una nota más bien ligera, entre bucolismo y economía, sobre “la pérdida del campo colombiano”. El 19, lunes, el horror de Machuca tuvo que haber sacudido al país: “Voladura mortal”, esas dos palabras ocupaban la primera plana de El Colombiano, con una foto terrible, fiel a la barbarie: en la iglesia del pueblo, junto a un altar de velos rosados y azules, los sobrevivientes habían acomodado los cuerpos incinerados, carbonizados, de sus vecinos. No reparé mucho en la imagen. Creo que a primera vista no noté que esos objetos oscuros eran personas muertas. La foto es de Jesús Abad Colorado.

Lo que pasó en Machuca fue más o menos claro desde el principio: el ELN quiso dinamitar el oleoducto y un río incandescente acabó con todo a su paso. El ministro de Defensa, de apellido Lloreda, dijo que fue este grupo, y sí, sus jefes lo asumieron en un comunicado al día siguiente. El ELN, y también las FARC, llevaban una serie de atentados similares contra la infraestructura energética del país. Así lo recogió El Colombiano en una línea de tiempo. No obstante, ninguno había tenido los resultados catastróficos de lo que hoy puede nombrarse como la masacre de Machuca, donde asesinaron a un pueblo que dormía.

Miré también los diarios del 20 y el 21 de octubre de 1998. En una nota breve, los mandatarios de Israel, Benjamin Netanyahu, y de Palestina, Yasser Arafat, hablaban de paz. En otro recuadro, el dictador chileno Augusto Pinochet evitaba mediante contactos políticos que lo extraditaran a España. En la cartelera de cine, Rescatando al soldado Ryan de Steven Spielberg era el éxito del momento. Las centrales obreras del país estaban en paro, entre otras razones por el asesinato del vicepresidente de la CUT, Jorge Ortega. Alias “Tirofijo”, comandante de las FARC, fue invitado a hablar en el Congreso de la República. El país se preparaba para el despeje en el Caquetá y para el canje humanitario en las negociaciones con esa guerrilla. El ELN estaba también en diálogos de paz con el gobierno del presidente Andrés Pastrana. Colombia, según el DANE, tenía más de un millón de desempleados. Héctor Piedrahíta, el alcalde popular de Anorí, otro municipio del Nordeste antioqueño, fue asesinado junto a la personera municipal y al conductor que los traía a Medellín.

Las noticias de hace 25 años fueron horribles. Los escolares participábamos en marchas por la paz. Yo tenía casi 13 años y estaba en octavo grado. Recuerdo haber oído muchas cosas que pasaron, pero no tengo fijado el horror de aquellos momentos. Aun así, conservo cierta conciencia de que eso que salía en la prensa era el pan de cada día, lo normal. Y eso lo volvía quizás tan ininteligible y tan difícil de “sacarle utilidad o moraleja” como lo es la realidad a la que escapamos ahora cuando descartamos videos y noticias de la guerra en Medio Oriente.

Por todo esto, cuando estuve en la hemeroteca, pensé en Francisco De Roux, quien se preguntaba y nos preguntaba dónde estábamos, qué nos hicimos, mientras el conflicto armado les sucedía, o más bien les estallaba la vida, a tantos colombianos, a tantas familias. Pensé también en si acaso algo hubiera sido distinto hace 25 años, cuando los videos y los directos de la barbarie no se reproducían incesantemente ni había algoritmos que nos los trajeran como primera y última cosa del día.

Pensé y pensé, sin llegar a conclusiones, debatiéndome en la contradicción, haciéndome esa pregunta del para qué de la comprensión sobre el caos. Ese “si serviría de algo”, tan utilitarista y que pide resultados acaso inmediatos. Pero hay que ver de otra manera el pasado, que va perdiendo sus colores como las fotos de la prensa de hace 25 años, porque el blindaje emocional contra la barbarie, el no querer saber nada, produce, creo yo, arrepentimientos peores que la tristeza y deshonras insalvables, no solo frente a los golpeados por esa barbarie sino, peor que ello, frente a quienes somos como individuos, como ciudadanos, como humanos.

Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Unidad Hacemos Memoria ni de la Universidad de Antioquia.


*Margarita Isaza Velásquez, periodista y magíster en Ciencia de la Información con énfasis en memoria y sociedad, de la Universidad de Antioquia, es editora de Hacemos Memoria.