Resignificar una fosa común implica nombrarla, ubicarla, narrarla. Pero también implica tejer en torno a ella nuevas formas de habitar y de recordar. Este artículo recoge historia y análisis de las fosas comunes en América Latina y las observa como espacios de posibles significados afines a la memoria y a la búsqueda de justicia.

Por Carlos Salamanca Villamizar y César Andrés Ospina
Ilustraciones: Guadalupe Marín Burgin

De La Escombrera en Medellín se dice que es la fosa común urbana más grande de Colombia. Este artículo propone un breve análisis sobre lo que significan las fosas comunes como práctica de deshumanización, pero también como lugares en los que es posible construir las condiciones para resignificar los espacios del terror y de las memorias. Esta breve reflexión pretende sumarse a las voces de las víctimas, de las mujeres buscadoras y de los colectivos que denuncian y reclaman justicia.

Se afirma que las fosas comunes emergen en el siglo XVIII como parte de un proceso de modernización en Occidente vinculado a una impronta higienista y al consecuente tratamiento y disposición de grandes cantidades de cadáveres, producidos en epidemias y catástrofes o como resultado de guerras y confrontaciones. Higiene, salud, planificación, procedimientos burocráticos y distancia necesaria se conjugan así en el gobierno sobre los muertos para la seguridad y garantía, sanidad y limpieza de los vivos.

En América Latina y otros contextos marcados por relaciones y experiencias coloniales, las fosas comunes también fueron parte de procesos de conquista y colonización, antes y después de la emergencia de los Estados nación.

Decisión pragmática en la confrontación, práctica ejemplificante, forma de la muerte sistemática y a gran escala, la fosa aparece una y otra vez actualizándose. En esos contextos la deshumanización del otro como enemigo va de la mano de la deshumanización de sus restos apilados, lanzados, ocultados, a veces con pragmatismo, a veces con estrategia, en pantanos, ríos, descampados, basurales, esteros y escombreras.

Una línea de continuidad histórica conecta la fosa común con el tratamiento de ignominia de los cuerpos de esos otros entre los siglos XVI y XIX en los contextos de colonización. Las fosas comunes eran a menudo una de las consecuencias materiales de conquistas violentas, trabajos forzados y la propagación de enfermedades a las que los indígenas no eran inmunes y que, por lo tanto, enfrentaron verdaderos colapsos demográficos. ¿Dónde y cómo fueron tratados y sepultados esos cuerpos?  

La trata transatlántica de esclavos introdujo otra capa de violencia brutal en América Latina. Los africanos esclavizados en el continente estaban sujetos a duras condiciones de explotación y con frecuencia eran asesinados en levantamientos violentos, fugas o castigos. Algunas fosas comunes están vinculadas a los sistemas de trabajo forzado, en particular en las economías mineras y de plantación.

Por su parte, las poblaciones indígenas y afrodescendientes se resistieron al régimen colonial mediante levantamientos o revueltas, y esa resistencia a veces dio lugar a ejecuciones en masa, seguidas del entierro de grandes cantidades de cadáveres. Se realizaban sin ceremonias y se dejaban pudrir, lo que ilustra la naturaleza brutal del poder colonial con cuerpos tratados como excesos. En algunas regiones hay informes de “fosas de ejecución” utilizadas por las autoridades coloniales para deshacerse de los líderes rebeldes o de grandes grupos de insurgentes.

En México, por ejemplo, se han identificado fosas comunes de la época colonial, como las asociadas con la conquista del imperio azteca. Se cree que algunas de estas fosas fueron el destino de cuerpos de guerreros indígenas que lucharon contra las fuerzas españolas. Durante el periodo colonial en Perú, se informó del uso de fosas comunes como consecuencia de las rebeliones lideradas por grupos indígenas contra el dominio español. Las islas del Caribe, donde las plantaciones de azúcar eran fundamentales para la economía, vieron morir a un gran número de africanos esclavizados debido a las duras condiciones. Si bien muchas de estas personas fueron enterradas en tumbas pequeñas y sin marcar, los estudios arqueológicos han descubierto grandes fosas, algunas de las cuales pueden haber contenido los cuerpos de africanos esclavizados que murieron por enfermedad, castigo o rebelión.

La experiencia colonial es un mecanismo del que las fosas son un elemento central; no es algo que quede allá lejos, en las fronteras. De la misma forma, la violencia a gran escala y deshumanizante es un dispositivo de efectos múltiples tanto sobre víctimas y victimarios como en el seno de las instituciones y los aparatos de Estado involucrados.

Es sobre esos precedentes de experiencia histórica y sobre estas constataciones que toma la mala muerte en nuestra contemporaneidad que las formas de la violencia contra los vivos y muertos corre por los mismos cauces de la ignominia y de la deshumanización.

Las fosas comunes sin nombre ni localización pueden pensarse como la consecuencia visible y, simultáneamente, como la contracara de la desaparición convertida en una eficaz forma de violencia que perdura en el tiempo al impedir el enterramiento ritual y el duelo. Sobre la base de esa enorme producción de espectros a gran escala, las fosas comunes y las formas de la violencia asociadas retornaron décadas después como elemento central en el dispositivo de la desaparición en relación con la impunidad.

Pero no solo eso. Como en un ciclo que se reencuentra con su origen y en su acumulación, las fosas retornaron también con su lenguaje de higiene y limpieza al hacer uso de la metáfora del “cuerpo social” y de los agentes conflictivos, disonantes y discrepantes como síntomas de una peligrosa enfermedad que hay que “tratar”: barrer, erradicar, extirpar, limpiar, purificar… Los argumentales de la muerte y de la vida se suelen conjugar también en esa clave de lo limpio, lo puro; y la fosa en su clandestinidad es la condición que hace posible ese mundo ascético y luminoso. En un caso y en otro, esas fosas alojaron cadáveres que también eran prueba de atrocidades y violaciones de derechos humanos.

En Colombia, el trato deshumanizado de los restos humanos que se expresa, entre otros, en el uso de las fosas comunes, está presente en casos emblemáticos de violencia como la masacre de las Bananeras, las violencias contra los indígenas en el contexto de la fiebre del caucho, la época de la Violencia y en el contexto de la expansión y consolidación de la violencia paramilitar. En ese sentido, una historia situada de las fosas comunes debería incluir las experiencias coloniales que contribuyeron a construir las formas de las violencias que marcan los paisajes de nuestros presentes.

La relación de las fosas comunes con la violación de derechos humanos, las guerras y conflictos armados ocurre en lugares donde se arrojan y ocultan los cuerpos. Pero allí, en esos lugares, también se produce una marcación en el paisaje, que, si bien es del dolor y del terror, también puede convertirse en espacio de memoria y resignificación, en una tensión constante con los discursos que intentan negar lo ocurrido.

Las topografías del terror y de la memoria son marcas desde las que se disputan el lugar de la memoria y el olvido. De allí que las fosas comunes, en tanto tales, suelen encontrarse en zonas de frontera que pueden ubicarse así en sitios remotos o de difícil acceso como en zonas urbanas sometidas a profundos procesos de estigmatización y violencia.

Las fosas son expresión de aquella dimensión de la violencia que destruye, mata, aniquila y desaparece. Pero esa dimensión no es la única y su naturaleza se entiende solamente al insertarla en complejos materiales y de significación más amplios.

La evidencia nos muestra que muchas fosas comunes han sido ocultadas bajo infraestructuras modernas como carreteras, edificios e hidroeléctricas, hasta poder ser pensadas como los cimientos de un nuevo orden. La fosa es evidencia de esa violencia en el espacio, aquella que destruye y la que constituye el proceso de construcción de un nuevo orden.

En el caso de La Escombrera, se utilizó una zona de depósito de escombros de la ciudad de Medellín. El escombro es lo que queda después de la destrucción. Es también elemento constitutivo del concreto con el que se construye ese mundo nuevo.

Las fosas marcan el paisaje con cicatrices históricas que redefinen el significado del espacio, en el marco de las disputas por el uso y significación del mismo. Pueden convertirse en lugares de memoria colectiva, tal como lo han venido proponiendo en Colombia, pero también en México, las mujeres buscadoras. En todo caso, las fosas son cicatrices del paisaje que marcan el territorio reflejando violencias históricas y conflictos. Se enmarcan en disputas por la memoria, donde hay grupos que intentan resignificar dichos espacios y otros que quieren borrarlos o negarlos.

Finalmente, las marcas en el paisaje trascienden el lugar mismo de la fosa, extendiéndose a otros lugares que hacen y borran memoria. Por ejemplo, las intervenciones artísticas y comunitarias como los murales, instalaciones y performances, han servido para la resignificación del imaginario colectivo. Intervenciones que también entran en la tensión por la disputa de las narrativas sobre los acontecimientos.

En el caso de La Escombrera muchos de los murales sobre “Las cuchas tienen razón” fueron borrados al poco tiempo de ser realizados, tanto por orden de la administración municipal como por personas o colectivos que intentan negar lo sucedido. Sin embargo y tal vez por la misma razón, es una intervención que se extendió por el país y en otras partes del mundo, haciendo un llamado fuerte y colectivo en busca de justicia.

Fosa en Lituania
Fusilamiento de judíos durante las ejecuciones masivas de los Einstazgruppen, Babi Yar, 29 al 30 de septiembre de 1941.

Lo que instala y garantiza la violencia sobre los cuerpos y los espacios, a corto y largo plazo, es la producción y reproducción de Estados y estadios donde la normalización de la inhumanidad es parte de la estructura central que sostiene e institucionaliza cualquier práctica de destrucción de la posibilidad de una humanidad plena. Es necesario, pues, una acción que ponga en evidencia estas estructuras y las impugne en su estructura original, el pensamiento y la sensibilidad que la sostiene.

Pensar la relación entre las fosas comunes y los espacios donde ocurrieron los hechos implica abordar los territorios como palimpsestos de memoria. Las fosas no son meramente puntos en el paisaje: son nodos en redes más amplias de conflictos, silencios y disputas simbólicas. El mapeo de estos lugares —del duelo, la conmemoración, la negación o la resignificación— permite dimensionar la huella que dejan sobre el imaginario social y entender cómo afectan nuestra percepción del territorio, de la historia y de lo humano.

Desde el punto de vista científico-forense, los mapas son claves para la localización de fosas y cuerpos: ayudan a cruzar datos, sistematizar testimonios y establecer patrones de ocultamiento. Pero más allá de su utilidad técnica, los mapas son también objetos simbólicos. Como tales, portan memorias: permiten reconstruir trayectorias de violencia, pero también de búsqueda, solidaridad y verdad.

Un mapa puede ser evidencia, pero también homenaje. Puede contener rutas de la desaparición, pero también caminos de retorno simbólico. En él se entrelazan memorias fragmentadas y luchas persistentes por justicia. Por eso, la cartografía de la memoria no es neutra: es una forma de tomar posición frente al olvido impuesto, de reconfigurar el sentido del territorio desde quienes han sido históricamente silenciados.

Resignificar una fosa común implica nombrarla, ubicarla, narrarla. Pero también implica tejer en torno a ella nuevas formas de habitar y de recordar. En este proceso, el mapa se vuelve un dispositivo vivo, dinámico, atravesado por el duelo, el arte, la ciencia y la política. Es, en sí mismo, una herramienta de resistencia.

Las fosas comunes, entonces, no son únicamente huellas del horror. Son también puntos de partida para una cartografía crítica que desafía las narrativas oficiales. Reconocerlas, representarlas y dignificarlas es un acto ético y político. Porque allí donde se intentó borrar, persiste —férrea— la lucha por recordar.


Sobre la ilustración de portada: Los holandeses Jan Thielen y Harry Van der Aart tomaron la serie fotográfica del entierro de varios cadáveres en una fosa común en la mañana de un miércoles en el Cementerio del Sur de Bogotá, en 1986. Varias fuentes han señalado la vinculación de esta fosa con los desaparecidos del Palacio de Justicia.


Carlos Salamanca Villamizar hace parte del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, CONICET, y el Instituto de Geografía de la Universidad de Buenos Aires. Es investigador asociado a la Red Contested Territories. Correo: salamanca.carlos@gmail.com

César Andrés Ospina es docente del Instituto de Estudios Regionales, Universidad de Antioquia, en el campus El Carmen de Viboral. Es investigador del Grupo Estudios del Territorio. Correo: cesara.ospina@udea.edu.co

Guadalupe Marín Burgin se formó en México, España y Argentina en el campo de la escultura, pintura, escenografía, video, diseño y comunicación. Contacto: https://guadalupemarinburgin.com/