Esta es la historia de Lida, que se enamoró de Robinson, un muchacho paramilitar. En San José, La Ceja, el conflicto fue sintiéndose de a poco: los actores armados llegaron en 1998 y desde entonces trastocaron las vidas de los campesinos locales. Unas familias perdieron a sus seres queridos o tuvieron que huir; otras, como la de Lida, vieron a sus hijos e hijas acercarse al fuego de la violencia.  

Por Emmanuel Zapata Bedoya
Foto: Fiestas del Campesino Cejeño (sept 2024), de Alcaldía de La Ceja

Era domingo, y como de costumbre, el corregimiento de San José parecía de fiesta. La gente de las once veredas se juntaba en la cabecera y, además de conversar, tomarse una cerveza y uno que otro aguardiente desde temprano, entraban a misa y rezaban. Ese día, 11 de enero de 1998, rezaban y entregaban los dolores y penas a su Dios.  

“Ellos llegaron y casi que todo el corregimiento estaba en misa. Al salir los vimos, pero pensamos que eran militares hasta que empezaron a pedir papeles. Entonces un muchacho que estaba como traguiadito, Olimpo Villada, les preguntó que por qué estaban pidiendo los documentos y así, sin más, le dispararon en plena plazoleta. Ahí los paramilitares mataron al primero. El primero de nuestros muertos fue Olimpo”, narra dieciséis años después de ese domingo terrible Orfilia Osorio, víctima y lideresa del único corregimiento de La Ceja, llamado San José.  

Orfilia habla rápido, como si al acelerar sus palabras el recuerdo doliera menos. “Contarlo ahora es fácil”, dice. Luego toma aire, hace una pausa y continúa: “Antes recordar todo esto nos dolía mucho. Éramos un corregimiento pequeño, entonces cualquier cosa que pasaba se sabía con rapidez. A una le contaban y lo único que podíamos hacer era pedirle al cielo para que nadie más muriera”.  

La llegada de los grupos armados, sin duda alguna, marcó un antes y un después en San José. Muchas familias tuvieron que empezar a entender, sin quererlo y sin pedirlo, ese nuevo entorno violento que les generaba dolor, tristeza y un cambio en la cotidianidad de sus vidas.  

San José limita con los municipios de El Retiro, Montebello y Abejorral. A finales de los noventa fue zona de influencia y corredor estratégico utilizado por diferentes grupos armados, entre ellos las guerrillas del Frente 47 de las FARC y del Frente Carlos Alirio Buitrago del ELN, y los paramilitares de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), el Bloque Metro (BM) y el Bloque Cacique Nutibara (BCN).  

Antes de la llegada de estos hombres armados, antes de ese domingo en el que asesinaron a Olimpo Villada, en el corregimiento los vecinos se consideraban parte de la familia. Las plegarias eran por y para todos, y la alegría personal era un sentimiento compartido. “Nos teníamos confianza. Con la llegada de los paramilitares, eso se perdió. Llegaron el miedo, el recelo y la tristeza”, detalla Orfilia.  

Ella es una lideresa del corregimiento y hace parte de la organización de mujeres Palmas Unidas, que trabaja por el reconocimiento y la visibilización de la mujer campesina en La Ceja. Toda su vida ha habitado San José y sufrió de primera mano la violencia impuesta por los paramilitares en esa zona. “A todos nos tocó muy duro. Tanto a hombres como a mujeres, pero luego de un tiempo se asentaron de tal forma que hasta se volvieron parte de la misma comunidad. Por ejemplo, mi hija, Lida, fue una de las primeras mujeres en San José en tener descendencia con uno de ellos”, explica.  

Después de asentados, los paramilitares se convirtieron en figuras representativas del orden, que muchas veces brindaban una tensa sensación de seguridad, pero también eran quienes llenaban los hogares de miedo, ausencia y llanto. Y aunque algunos de ellos empezaron a ser parte de la comunidad, como lo afirma Orfilia, su hija Lida cuenta que con los “paras” en San José era difícil ser mujer: “Yo estaba muy joven cuando pasó lo del muchacho del parque, pero sí recuerdo que los paracos eran muy violentos con nosotras. Nos acorralaban, nos pedían que les diéramos picos, que estuviéramos con ellos. Y cuando alguna se negaba, le tiraban los carros encima, la amenazaban y la perseguían. Una vez, por no sentarme con ellos me hicieron un tiro en los pies”.  

Con la violencia como rutina, las muertes y las desapariciones como primeras noticias del día y la desesperanza como sentimiento más frecuente, San José continuó construyendo la historia de cada uno de sus habitantes, hasta la de los mismos paramilitares.  

“A ellos los iban cambiando, los rotaban. Años después, los paracos que estaban en San José ya no eran tan violentos como los primeros que llegaron. Los primeros parecían odiar a la comunidad. Los de años después no: se sentaban con una a tomar cerveza, a reír, a conversar y cumplían casi que el papel de la ley. Así fue como conocí a Robinson. Y aun sabiendo que era paramilitar me enamoré de él, y él se enamoró de mí. Aun sabiendo lo que era, decidí tener una hija con él. Nunca nadie me obligó a nada”, explica Lida.  

En la investigación Los niños nacidos en la guerra, una problemática interdisciplinar, los docentes Juana Acosta, Ana María Idárraga, Cindy Espitia y José Miguel Rueda, de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de la Sabana, identificaron cuatro escenarios en los que han nacido niños en medio de la guerra o después de esta: el primero es cuando los padres son excombatientes y deben ser separados de sus hijos para que continúen en combate; el segundo, cuando los padres son considerados enemigos dentro del conflicto armado y son separados de sus hijos; el tercero, los hijos que nacieron luego de actos de violencia sexual por alguno de los actores activos del conflicto; y el cuarto, los hijos de los soldados o los niños reclutados por los grupos armados.   

Ahí no está el caso de la hija de Lida y Robinson; su historia es diferente. Con todo en contra, en medio de las tragedias diarias, la negativa de los papás de Lida y las ganas de sentir algo distinto en un pueblo que parecía encerrarlos a ambos, se enamoraron. Ella: una campesina joven, con un liderazgo natural como virtud, a la que le gustaba trabajar por el medio ambiente y su comunidad; y él, un joven alto y alegre, paramilitar del Bloque Metro que luego pasaría a enfilarse en el Bloque Héroes de Granada, y al que solían llamar ‘El Primo’.  

“Al corazón nadie lo manda. Yo conocí a Robinson y poco a poco nos fuimos enamorando. Nadie nunca me obligó a estar con él. Yo lo quería y él me quería. La guerra empezó a doler menos y de ahí nació mi hija, Camila”, cuenta Lida sin hacerse reproches.  

Entre la violencia y el amor 

Fue en el pueblo, en La Ceja, donde se vieron la primera vez. Una amiga en común los había invitado a una fiesta. Bailaron antes que cualquier cosa y de ahí fueron surgiendo conversaciones entre banales e interesantes. Después hubo algunos de esos silencios que se dan mientras un par de personas se están conociendo, se miraron un par de veces y volvieron a bailar. Hasta ese día Robinson y Lida nunca se habían visto y, hasta ese momento, ella no sabía que él hacía parte de un grupo armado.  

A la semana siguiente volvieron a coincidir. Lida estaba en San José y notó que un grupo de muchachos atravesaba en camioneta por la única calle del pequeño corregimiento. Lo vio. Ahí estaba él. Cruzaron un par de palabras, dos o tres respuestas a secas.   

“Al otro día yo debía ir a trabajar, era promotora ambiental, y cómo es que cuando salgo de la casa él pasa en la camioneta otra vez. Iba solo y me insistió en llevarme al trabajo. Yo acepté, pero se me hizo raro que me dejara a mitad de camino, entonces le pregunté que por qué no podía pasar de la zona de Rancho Triste y me dijo que él era un paramilitar y no podía bajar a La Ceja sin ser autorizado”, narra Lida.  

Lida no sintió miedo, pues algo le decía que Robinson era buen muchacho. Él era primo de Diego Berrío, paramilitar conocido en San José como ‘Cachetes’, quien se encargaba de cobrar las vacunas en Abejorral. Según Lida, Robinson le contó que él no era paramilitar hasta que fue a visitar a su primo. El día que llegó, ‘Cachetes’ le pidió el favor de acompañarlo a ese pueblo a cobrar, pero cuando llegaron a Abejorral la policía los capturó.  

Semanas después, en medio de un combate entre los paramilitares y la policía de Abejorral, Robinson y Diego se fugaron de la cárcel con ayuda de algunos compañeros de ‘Cachetes’, quienes “hicieron que Robinson se quedara acá en La Ceja y se hiciera paramilitar. Lo obligaron a quedarse, pero él ni siquiera es de por acá, es de Cisneros”, cuenta Lida.  

Entre conversaciones, salidas a comer, encuentros acordados, otros inesperados y un par de ellos clandestinos, Lida y Robinson se hicieron pareja. Para muchos en el corregimiento era algo raro, y el estigma no se hizo esperar: “¿Cómo se va a meter con un paraco?”, decían algunos y solo la culpaban a ella. “¿Acaso no ve todo lo que la gente sufre por culpa de la violencia? Vea, enrollada con un paramilitar…”.  

Pero para otros era algo que podía pasar en cualquier momento: “Claro, esa gente tanto tiempo por acá, antes se estaban demorando”, replicaban unos. “Pero ella no fue la única. Muchas niñas de estos lados se metían con paracos. Unas se veían felices, otras tendrían miedo después, pero ¿qué hace uno ahí?”, dicen hoy muchos otros.  

Por su parte, Orfilia nunca pudo aceptar esa relación. No hubo oración, ni súplica ni santo que la escuchara o que le cumpliera su petición: que dejara a ese muchacho. “¡Cómo era posible que mi hija estuviera con un paramilitar!, esa gente que tanto daño nos hizo a nosotros como comunidad. Mi esposo Hernando y yo la aconsejábamos mucho, le decíamos que ella merecía a alguien mejor, pero no, nunca nos hizo caso. Se veían al escondido y eso a mí me daba mucho miedo. Al final entendí que en esas cuestiones del amor nadie lo hace entrar a uno en razón”, dice ahora en tono resignado. 

Y como prueba de que con amor todo se puede, con algunos familiares en contra, con algunos amigos a favor, la relación continuó y el 28 de febrero de 2002, en uno de los años más complejos del conflicto armado colombiano, nació Camila. Robinson no pudo asistir al parto o al hospital en el que se encontraban su mujer y su hija, pero allí sí estaba Orfilia que, por mucho que se opuso, nunca dejó sola a Lida.  

“Él estaba en el monte en ese momento. Estaba lejos de la casa y lejos de su nueva familia. Físicamente ha sido un papá ausente, pero siempre ha respondido por la niña”, lo defiende Lida y con eso coincide Orfilia: “¡Para qué!, pero siendo lo que es, Robinson siempre ha sido un muy buen papá. Les ha ayudado mucho a Lida y a la niña”. 

La vida sin un papá 

Camila ahora tiene 22 años y es mamá de Emanuel, de cuatro años. Robinson es abuelo y no conoce a su nieto personalmente, solo lo ha visto por fotos y en videollamadas que Camila le hace en algunas ocasiones. “Crecer sin mi papá al lado ha sido difícil. A una le pasan cosas buenas, como graduarse del colegio, los cumpleaños, el estar rodeado por la familia… Y tener esa incertidumbre de cuándo vas a volver a ver a tu papá o cuándo lo tendrás cerca al menos para un abrazo, eso es muy duro”, dice Camila.  

La figura de un padre siempre la suplió Hernando, su abuelo. Él era y es ese hombre presente en cada uno de los momentos importantes de la vida de Camila y Emanuel. Las primeras palabras, sus primeros pasos, las primeras fotografías y los primeros abrazos se los dio a él. “Camila le dice papá. Y a mí me dice mamá, porque Lida también se vio obligada a estar ausente mucho tiempo, pues le tocaba trabajar y llegaba muy tarde en la noche. Nosotros la criamos y fue un proceso muy duro”, narra Orfilia.  

Y a pesar de la ausencia de Robinson, a Emanuel, a Camila y a Lida no les ha faltado nada. Lida continuó con su trabajo como promotora ambiental en el municipio, logró realizar estudios de Primera Infancia con la Universidad EAFIT y actualmente está sometida a un tratamiento contra un cáncer de útero que le descubrieron en septiembre del 2023.  

Camila, por su parte, se graduó de bachiller en un colegio de Rionegro, municipio vecino de La Ceja, y ahora es manicurista, labor que le permite sostener a su familia y tener tiempo para dedicarle a Emanuel, su hijo. 

En cuanto a Robinson, en 2008, cuando se había desmovilizado y creía que contaba con una vida corriente, lo capturaron en Medellín por la fuga de la que hizo parte en Abejorral y por una masacre cometida por un grupo armado en el municipio de Montebello, vecino al corregimiento de San José.  

“Cuando nos dieron la noticia de su captura nos pareció raro. Él hizo parte del proceso de desmovilización en Ralito, donde se suponía que le borrarían todos los antecedentes para que volviera a la vida civil, pero no fue así. En 2008 lo capturaron en Medellín y le dijeron los cargos que tenía: cuando se voló de Abejorral con ‘Cachetes’ y una supuesta masacre en Montebello, cosa que nunca pasó porque esa masacre se dio cuando él se estaba desmovilizando”, dice Lida.  

Desde eso, Robinson ha pasado de una cárcel a otra. De Medellín a Jamundí, en el Valle del Cauca, y de Jamundí a Valledupar, en el Cesar, donde se encuentra actualmente. “A pesar de todo, de que no me gustara esa relación, de que haya hecho parte de un grupo armado, del estigma por tener una hija con paramilitares, de que la niña que tuvieron lo vea pocas veces, de que no conozca a su nieto… A pesar de todo eso, no puedo negar que fue un muy buen marido y papá. Y aunque no sabemos cuándo salga o cuándo vuelva, todo esto nos da a entender que en medio de la guerra la gente sigue sintiendo, se enamora y se quiere entre ellos”, va concluyendo la historia Orfilia.  

Desde ese domingo de enero de 1998, cuando el miedo y la tristeza llegaron a San José, las cosas han cambiado: el conflicto ya no azota al corregimiento y Camila no es la única hija que ha dejado la guerra. Son más, muchos más, los hijos nacidos de entre quienes estuvieron armados y quienes hacían parte de la vida civil, pero no hay una cifra exacta ni una entidad que se atreva a precisarlo. Sin embargo, algunas mujeres de la organización Palmas Unidas dicen que en San José hay entre 10 y 15 hijos e hijas de paramilitares que nacieron en medio del conflicto armado.  

En casos como el de Lida y Robinson, el amor dio sus frutos, pero no ha sido suficiente. “Ahora somos felices. Camilita también es feliz, pero hay mucho por sanar todavía”, agrega su abuela Orfilia.