El 13 de septiembre de 2024, la Universidad de Antioquia fue sacudida por un ataque de encapuchados que retuvieron a empleados y detonaron explosivos. Estos incidentes, aunque diversos en su origen, se repiten con alarmante frecuencia, generando una peligrosa indiferencia en la comunidad universitaria.
Por Hacemos Memoria
Foto: cortesía Hugo Villegas
El viernes 13 de septiembre de 2024, la Universidad de Antioquia enfrentó un nuevo episodio violento cuando encapuchados retuvieron a empleados en el bloque administrativo, detonaron explosivos y generaron pánico. Pero este hecho no es aislado en la historia de la institución.
En diferentes épocas y circunstancias, la administración central ha sido blanco de acciones violentas impulsadas por actores tanto internos como externos a la Universidad.
El 20 de agosto de 1971, luego de una asamblea general, varios estudiantes ingresaron a la oficina del entonces rector, William Rojas Montoya, y amenazaron con lanzarlo por una ventana. Por aquellos días, la Asamblea General de Estudiantes discutía los avances de la movilización nacional que exigía al Gobierno cambios en los recursos destinados a la educación superior.
El 28 de septiembre de 1972, durante la administración de Luis Fernando Duque Ramírez, explotó una bomba molotov en la rectoría, en el que fue uno de los primeros episodios con explosivos dentro del campus, que había sido inaugurado en 1968.
El 3 de junio de 1980, dos explosiones casi simultáneas afectaron tanto a la Universidad de Antioquia como a la Universidad Nacional. En nuestra Alma Máter, la detonación ocurrió en la Oficina de Admisiones y Registro.
Un incidente aún más grave sucedió el 11 de septiembre de 1985, cuando un ataque con explosivos en el bloque 16 dejó siete heridos, destruyó vidrios, ventanas y parte del muro de la misma oficina atacada cinco años antes. Las personas heridas fueron los empleados administrativos Nidia Lucía Marín, Omaira Durango, John Jairo Echeverri, Marta Pérez y José Fernando Molina; y los estudiantes Fernando Ortega y Antonio Restrepo.
La Oficina de Admisiones y Registros fue nuevamente atacada con un petardo el 17 de octubre de 1990: “Se lo tiraron a mi jefe. Eso era en la mañana, yo estaba en la oficina principal con otro compañero cuando Rosita gritó ‘¡Petardo!’ y en cuestión de segundos se desocupó el administrativo”, le narró a Hacemos Memoria Olga Cecilia Arango, funcionaria jubilada que trabajó en esa sección.
En noviembre de 2011, en el contexto de las protestas contra la reforma de la Ley 30, encapuchados retuvieron al personal del bloque 16 (el administrativo), impidiéndoles su salida. La retención se produjo como medida de presión ante la reforma que comprometía la financiación de las universidades públicas.
El factor agravante en los hechos del pasado 13 de septiembre fue el amedrentamiento con armas por parte de los encapuchados. Dos episodios que resuenan fuertemente al respecto de este son el del 7 de mayo de 2008, cuando un grupo armado, que se identificó como integrantes de las FARC, realizó una parada militar en la plazoleta Barrientos; y el del 15 de marzo de 2024, en el que un estudiante fue herido por un encapuchado con un arma traumática en el bloque 14.
Aunque estos hechos no responden a una misma causa o contexto, la frecuencia con la que ocurren, las causas justas que reivindican sus ejecutores y la inscripción de ellas en el marco de otras modalidades de violencia parecen generar una especie de tolerancia colectiva en la que normalizamos estos episodios y los convertimos en parte de nuestro día a día. Como universitarios, hemos aprendido a pasar de largo, a mirar hacia otro lado, a vivir como si esto no tuviera un impacto real en nuestras vidas y en las de quienes visitan nuestra Universidad. Hemos perdido la capacidad de asombro frente a las acciones que ocurren en el bloque 16.
Esta indiferencia colectiva no solo nos desensibiliza, sino que también nos impide reflexionar sobre el significado de cada hecho en su contexto particular. Es en este punto donde cobra relevancia Elizabeth Jelin, quien señala que la repetición no existe: cada hecho es único en su contexto y significado. Sin embargo, esto no nos exime de la responsabilidad de rememorar esos hechos, de traerlos al presente y de preguntarnos sobre su utilidad, proporcionalidad, efectos y costos para aquellos que trabajan y habitan ese bloque administrativo.
Jelin afirma que la memoria es un derecho, no un deber, lo que implica que no puede imponerse como una obligación para evitar que los hechos ocurran de nuevo. La memoria, en sí, no es la respuesta definitiva para prevenir la violencia, pero sí una herramienta poderosa para comprender el pasado y no banalizar esos eventos que, con su especificidad, se repiten una y otra vez.