El poder de la imagen para comunicar es continuamente referido con la frase “una imagen vale más que mil palabras”. La pregunta es: ¿cuáles son las repercusiones de la imagen en la construcción de la memoria colectiva del conflicto armado?
Por Andrés Suárez*
Foto de portada: El Colombiano, 25 de abril de 1996. Imagen tomada del Centro Nacional de Memoria Histórica
“Una imagen vale más que mil palabras”. Esta expresión que resalta el poder de la imagen en el mundo contemporáneo está estrechamente relacionada con la cobertura periodística del conflicto armado, proceso en el cual el uso de las imágenes, principalmente en los medios impresos y audiovisuales, ha tenido un lugar central en la manera como los medios de comunicación informan los acontecimientos de violencia y materializan sus narrativas. Pero, ¿es verdad que una imagen siempre vale más que mil palabras?
El acto de informar no implica reproducir una realidad, más bien involucra reconstruir acontecimientos que luego se presentan como una noticia, y los recursos para contar e informar no son solo elecciones procedimentales, sino ante todo opciones éticas y políticas con consecuencias en las narrativas del conflicto armado que se imponen en la esfera pública.
Las imágenes de la violencia son centrales en las narrativas del conflicto armado que construyen los medios de comunicación, pero ¿qué imágenes son las que prevalecen en esa narrativa?, ¿cuáles han sido descartadas?, o ¿qué pasa con los hechos a los que se despoja de las imágenes o a los que no se les reconoce alguna?
Los atentados terroristas, el sabotaje y la toma de pueblos, que son hechos perpetrados por las guerrillas, tienen la particularidad de ser eventos que generan imágenes en las que prevalece la devastación material. Los secuestros también producen muchas imágenes, pues como la finalidad de este tipo de violencia es convertir a la libertad en moneda de cambio para lograr otro fin, sea económico o político, la lógica del evento implica la exposición pública de la víctima, por lo que presentarla en cautiverio es parte de la estrategia para negociar la finalidad de la acción, y al hacerlo se puede generar miedo en la audiencia.
Pero las imágenes del secuestro también generan indignación y rechazo, porque en ellas se construyen potentes símbolos que se vuelven icónicos, como el silencio y la postura corporal con la que protestaba la ex candidata presidencial Ingrid Betancur, secuestrada por las FARC, en la última prueba de supervivencia antes de su rescate en medio de la Operación Jaque. O la imagen de los militares y policías encerrados en cárceles rudimentarias hechas con alambre de púa que evocaba fácilmente los campos de concentración. O las pruebas de supervivencia de los secuestrados con cadenas y cándanos sobre sus cuerpos, símbolos de la violencia y el terror.
Esta situación también ocurre con los eventos de las minas antipersona, pues el cuerpo de la víctima sobreviviente se erige en sí mismo como imagen desde el cuerpo mutilado, y a partir de éste se forjan símbolos comunicativamente potentes, los cuales se pueden constatar, por ejemplo, en iniciativas sociales como la campaña de remangarse el pantalón para reconocer a las víctimas de este tipo de eventos.
En contraste con lo anterior, las imágenes que produce la violencia paramilitar son todo lo opuesto, pues en su repertorio, a diferencia de lo que algunos piensan, la acción de quemar los pueblos no fue una práctica generalizada en el conflicto armado, se pueden contar entre las excepciones la quema del caserío en la masacre de El Aro y la de algunas casas en la masacre de Chengue. Pero si reparamos las imágenes de televisión y de prensa acerca de las masacres, observamos que el entorno material del lugar en el que ocurrió el evento no está destruido o devastado materialmente, habría que decir que muchas veces está vacío, y no pocas veces, por un criterio ético, los cuerpos de las víctimas no se presentan por considerar que las imágenes afectan la sensibilidad de la audiencia, o en otros casos porque los medios de comunicación llegan a la escena del evento violento cuando los cuerpos ya han sido levantados, así que la imagen que se presenta no muestra los cadáveres de las víctimas, por lo que en ocasiones solo se sugiere lo ocurrido con una mancha de sangre en el piso, pero en un entorno material que no está destruido ni devastado.
El cuerpo en las masacres, a diferencia del secuestro o las minas antipersona, es negado, su laceración y su destrucción no se vuelve imagen, y esa ausencia se refuerza con un cuerpo que no puede narrarse porque ha sido privado de la vida, suprimiendo totalmente esa agencia con la que sí cuenta el sobreviviente.
Así que esa ausencia de devastación y letalidad parece sugerir todo lo contrario a lo que ha provocado la violencia paramilitar porque, opuesto a lo que muestran algunas de esas “imágenes sugerentes”, sus masacres son más letales que los eventos con mayor destrucción material ocasionados por las guerrillas. Además, en algunos casos, pese a la impresión de vacío que denota la imagen, queda invisibilizada para el público una de las consecuencias del hecho violento: el desplazamiento forzado masivo; pueblos enteros que han sido desocupados sin que hubiese una destrucción total o una quema de la infraestructura, es decir, un lugar materialmente construido, pero socialmente inhabitado y simbólicamente arrasado.
Por otra parte, si en este análisis comparamos la alta prevalencia de la violencia paramilitar en la desaparición forzada con la recurrencia de las guerrillas al secuestro, emergen dos imágenes altamente contrastantes: la del secuestrado que se ve y los símbolos de su privación de la libertad como las cadenas o las cárceles con alambre de púa, frente a la no imagen del desaparecido, que literal y materialmente no se ve, la violencia imposible de captar en la imagen en tanto hecho violento. Así que la sobre exposición de un tipo de hecho violento contrasta con la invisibilización total del otro, con el agravante de que puede parecer incluso que el segundo ni siquiera ha ocurrido o, por lo menos, eso es lo que razonablemente puede pensar la audiencia al ver los noticieros y periódicos.
Esta diferenciación en el uso y publicación de las imágenes para distintos tipos de hechos violentos impacta lo que se comunica a la opinión pública, dada la diferenciación de repertorios de violencia de los actores armados; una mayor prevalencia en los delitos contra la libertad y los bienes por parte de las guerrillas, frente a los delitos contra la vida y la integridad física por parte de los paramilitares. Así que las imágenes de la violencia no se distribuyen por igual entre los actores armados y eso condiciona las percepciones ciudadanas sobre las responsabilidades de los actores armados.
¿Una imagen vale más que mil palabras? Hay muchas imágenes que construyen un lenguaje simbólico que rebasa las palabras, la naturaleza y las características de los hechos violentos. Los medios de comunicación han sido una plataforma importante para apalancar esos lenguajes, pero en otros casos la imagen ha sido editada, o ella misma es limitada, o incluso es una imagen ausente, así que no pueden valer más que las palabras, más bien mil palabras se necesitaran para suplir lo que la imagen no cuenta o lo que ella misma oculta o invisibiliza.
De modo que el lenguaje visual puede en ocasiones invisibilizar la magnitud y la letalidad de los hechos violentos, así como la responsabilidad de sus perpetradores, lo que se da, o bien porque los hechos violentos posibilitan la inexistencia de imágenes del horror y el daño causado para mostrar, como en el caso de la desaparición forzada, o bien porque los medios de comunicación con sus decisiones editoriales, sean éstas éticas o políticas, deciden no mostrarlas aunque existan, sin agotar los recursos y los medios para representarlas ante la opinión pública.
Dadas las diferencias en los repertorios de violencia de los actores armados, podría concluirse que la imagen vale más que mil palabras en la mayoría de los hechos violentos de las guerrillas, pero que mil palabras valen más que una imagen en los hechos de la violencia paramilitar que en muchas ocasiones carecen de un referente visual para exponer su magnitud, sea por edición, por limitación para acceder al sitio del acontecimiento o porque los perpetradores se han asegurado de que su hecho violento sea despojado de una imagen.
Esto último, despojar al hecho violento de un referente visual, hace parte de las estrategias de los actores armados para tender el manto de la duda y la incredulidad sobre la violencia perpetrada y así facilitar su negación, porque el complemento de la frase “una imagen vale más que mil palabras” sería aquella que reza “ver para creer”.
El poder de la imagen produce entonces asimetrías en el impacto público de la cobertura periodística, lo que implica que el medio de comunicación debería optar por recursos comunicativos alternativos y sobre todo creativos que permitan contrarrestar el efecto de distorsión de la realidad que contienen las imágenes, así como el efecto de jerarquización del horror que pueda instalarse con visos de certeza entre la audiencia, situación que pocas veces ocurrió bajo el argumento de que el medio solo reflejaba lo que ocurría sin ningún filtro, por lo que el debate ético y político se pospuso indefinidamente a medida que avanzaba el conflicto armado.
* Andrés Suárez es sociólogo y magister en estudios políticos de la Universidad Nacional de Colombia. Fue investigador y asesor del Centro Nacional de Memoria Histórica, así como coordinador del Observatorio de Memoria y Conflicto de la misma entidad. Actualmente es el Director del Museo de Bogotá.
Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de Hacemos Memoria ni de la Universidad de Antioquia.