Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexievich, desmonta la desmemoria, capa tras capa, en una paciente labor de excavación con cada uno de sus entrevistados.
Por: Daniel Jerónimo Tobón Giraldo*
Foto: Antiguo parque de atracciones de Pripyat/Jorge Franganillo
Durante los últimos años han circulado imágenes de Chernóbil como paraíso postapocalíptico. En la zona de exclusión, la naturaleza ha reconquistado los edificios, los animales ocupan las habitaciones abandonadas, algunas especies que estaban al borde del colapso ecológico se han multiplicado y vagan entre las ruinas, ya sin temor de los humanos. Porque humanos no se ven por ninguna parte. Tampoco se ve la radiación, pero ahí está: sepultada en el “sarcófago”, ese domo de concreto y acero que cubre los restos del reactor; distribuida desigualmente por el territorio; en los animales y las hierbas; en las zanjas a las que apresuradamente arrojaron muebles, ropa, ladrillos y bosques enteros. La radiación es invisible, pero los contadores Geiger aúllan cada vez que tocan un objeto.
La memoria de lo que ocurrió allí también es invisible, aunque por otras razones. No sólo los objetos contaminados fueron sepultados. En 1985 el Estado soviético estaba muy cerca ya de la disolución; aun así, le alcanzaron las fuerzas para encubrir sistemáticamente la experiencia de Chernóbil: alteró y ocultó los registros médicos, dilató las noticias, dispersó la población, hizo circular historias heroicas que apelaban a la infinita capacidad de sacrificio del pueblo soviético y al mito de una tierra patria indestructible, capaz de absorber cualquier radiación y cualquier desgracia que la historia trajera. El trabajo de la desmemoria requiere toda la minuciosidad y capacidad de control de la que es capaz el Estado totalitario. Pero Chernóbil no se deja eliminar.
Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexievich, desmonta esa desmemoria, capa tras capa, en una paciente labor de excavación con cada uno de sus entrevistados.[1] Alexievich cuenta que durante las primeras horas de sus entrevistas siempre aparecen las “memorias recibidas”: “los recuentos de los periódicos, las historias de otras personas, y cualquier otra cosa que corresponda a una narrativa pública que inevitablemente se ha arraigado. Sólo debajo de todas esas capas se encuentra la memoria personal”.[2] La paciencia y el don de Alexievich es encontrar aquellos momentos que siguen estando vivos para sus entrevistados, los que no les dejan de doler: los puntos en los que la memoria sigue siendo puro presente. Esos instantes son grietas en la desmemoria oficial, y a través de ellos respira el pasado. Detrás del sacrificio sublime de un bombero está el sufrimiento de su esposa, que lo cuidó en el hospital durante las semanas de agonía y que perdió su embarazo por la radiación que emanaba de su marido. Un hombre abandonado por su mujer que vio en los trabajos en Chernóbil la oportunidad de un suicidio lento. Un médico que recuerda cómo los niños enfermos de cáncer corrían por las salas de los hospitales gritando «¡Soy la radiación! ¡Soy la radiación!». Un cazador contratado para matar gatos y perros, que no puede olvidar el momento en que entierran vivo a un perrito simplemente porque nadie tiene una bala con la cual rematarlo. Un camarógrafo que sueña todavía con la película que podría salir de todo aquello que no lo dejaron filmar, lo que fue decomisado y borrado para siempre.
Aparte de algunos fragmentos de noticias y una entrevista de la autora consigo misma, el núcleo de Voces de Chernóbil es un conjunto de testimonios. Alexievich trabaja sobre ellos con mucho respeto, los selecciona y los reduce a la médula, los distribuye, pero no los comenta. El único comentario son quizá los títulos, de una cualidad enigmática y poética: “Monólogo acerca de cómo san Francisco predicaba a los pájaros”, “Monólogo acerca de la filosofía cartesiana y de cómo te comes un bocadillo contaminado con otra persona para no pasar vergüenza”, “Monólogo junto a un pozo cegado”. El monólogo es una técnica predominantemente teatral, y esta es justamente la imagen que evoca cada una de estas piezas: un personaje rodeado de oscuridad, que medita en voz alta y discute consigo mismo, en un espacio de absoluta intimidad, sin esperar respuesta ni poder recibirla. El médico, la enfermera, el cazador, la niña, la madre… todos ellos se convierten en médiums que en los que el pasado aparece con inmediatez y fuerza sobrecogedoras.
A la tragedia griega le interesaban las relaciones entre ciudadanos y Estado, entre el pueblo, el tirano y la ley. Al comienzo de Edipo Rey, el pueblo de Tebas se presenta ante Edipo para pedir su ayuda y la de los dioses para que curen la peste que arrasa la ciudad. El coro de ancianos canta: “La población perece en número incontable. Sus hijos, abandonados, yacen en el suelo, portadores de muerte, sin obtener ninguna compasión.”[3] Son palabras que podrían pronunciar los ciudadanos de Chernóbil. Sin embargo, en el libro de Alexievich el coro pasa a primer plano y se convierte en protagonista; o, más bien, se descompone en decenas de protagonistas, cada uno con una historia y una vida propia, cada uno con una visión particular de los acontecimientos. Este coro ya no confía en los dioses, en los héroes ni el Estado, pero sigue hablando sobre la catástrofe en la polifonía de sus propias palabras, sin ocultar las llagas todavía abiertas, sin reducir sus tragedias a una narración única, sin cerrar su historia en un final de redención o apocalipsis. Voces de Chernóbil es un libro que sabe que el “sarcófago” respira a través de miles de grietas, y no le permite al lector olvidarlo.
[1] Svetlana Alexievich, Voces de Chernóbil: Crónica del futuro, trad. Ricardo San Vicente (Madrid: DEBOLS!LLO, 2015).
[2] Macha Gessen, “Svetlana Alexievich’s Nobel Win”, The New Yorker, el 10 de agosto de 2015, https://www.newyorker.com/books/page-turner/svetlana-alexievichs-deserved-nobel-win.
[3] Sófocles, Tragedias, trad. Assela Alamillo (Madrid: Gredos, 2000), 206, versos 180-182.
*Daniel Jerónimo Tobón es candidato a Doctor en Ciencias Humanas y Sociales, Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín.