En el II Coloquio Internacional Hacemos Memoria, el profesor Manuel A. Alonso disertó críticamente en torno al “giro memorial” y sus implicaciones en la comprensión de las violencias. Sostuvo que la memoria no constituye un antídoto contra la repetición, lo que plantea la necesidad de repensar críticamente sus usos políticos y sociales. 

Por Manuel Alberto Alonso E., director de Hacemos Memoria

Elizabeth Jelin nos advierte, en su libro La lucha por el pasado, que al decir memoria decimos presente, pues “la memoria no es el pasado, sino la manera en que los sujetos construyen un sentido del pasado, un pasado que se actualiza en su enlace con el presente”. Este presente, que abarca ya varias décadas, ha sido calificado como el momento del giro memorial, de las historias singulares según Enzo Travero; del testimonio al decir de la misma Jelin; del testigo como menciona Wieviorka, y de las víctimas según lo refieren Gatti y Giglioli.  

En el II Coloquio Internacional Hacemos Memoria podemos aceptar —con variados matices, algunas advertencias críticas y no pocas opiniones disidentes muy calificadas— que lo más valioso del giro memorial es que nos permite situar la mirada en aquello que quieren decirnos quienes han padecido las violencias. Al respecto, la profesora María Teresa Uribe, en su ensayo “El Estado y la sociedad frente a las víctimas de la violencia”, señala que, en los trabajos sobre la memoria, muchas víctimas encontraron un espacio para “ponerle palabras al dolor, expresar los sentimientos, simbolizarlos y contarlos a otros”. El giro memorial nos permitió, también, reconstruir y configurar relatos fragmentados, pero razonables, creíbles y verosímiles, sobre las causas y desarrollo de los conflictos armados y las guerras; entender la naturaleza de las violencias que allí se desplegaron; conjurar algunos silencios y olvidos; buscar algo de verdad y justicia; encontrar nuevas explicaciones sobre el pasado; reescribir la historia oficial, y aportar valiosos legados documentales, audiovisuales, museísticos y espaciales, para allanar el complejo proceso de construcción de eso que denominamos las memorias colectivas. 

Aunque tenemos claro que hay afectaciones que son irreparables, hoy podemos afirmar que los trabajos de la memoria, en los que ocupa un lugar central la producción audiovisual, tienen un valioso sentido reparador para aquellos que han padecido la violencia política. A través de esos trabajos hemos logrado rescatar del olvido muchos aspectos de esas violencias que se pretendían silenciar y acallar, y hemos logrado escuchar lo que la voz de las víctimas nos quería contar. La producción audiovisual, como otros artefactos de la memoria, nos posibilita acercarnos y rememorar eventos e imágenes distintas del pasado; y renovar las miradas a los dramas, formas y fechas de eso que aconteció.  

En ese proceso de rememorar, no podemos pasar por alto que lo que conocimos y compartimos en este II Coloquio, dedicado al lenguaje audiovisual, son puntos de vista subjetivos e intersubjetivos, anclados en experiencias, en “marcas” materiales y simbólicas y en marcos institucionales muy precisos. Son historias singulares y únicas, cuyo fin central es rememorar, encarar y resignificar, en y desde el presente, el pasado violento al que estuvieron sometidos individuos y colectivos muy concretos. Complementariamente, el giro memorial nos ha entregado los puntos de referencia y trazos centrales de múltiples memorias colectivas en las cuales es posible, citando a la profesora Uribe, “[…] que los diferentes actores armados y civiles, [y las víctimas —sobre todo ellas—] puedan reconocer su verdad, confrontarla y matizarla con otras verdades, y […] verse como elementos constitutivos de esa historia común que  […] ya no será una historia de héroes y villanos, de glorias y fracasos, sino de gentes corrientes atrapadas en los laberintos de la guerra y las violencias endémicas”. 

Hasta acá, el valor de la memoria nos resulta más o menos familiar. Sin embargo, los individuos e instituciones inscritos en el giro memorial, solemos cargar a la memoria con fuertes imperativos éticos y horizontes de futuro que pueden resultar sin sentido, excesivos y desbordantes. Decimos que hay que recordar para no olvidar, para no repetir, para establecer en nuestro imaginario colectivo el imperativo del Nunca Más.  

La Comisión de la Verdad colombiana nos ilusionó cuando categóricamente afirmaba que Hay futuro si hay verdad. Un futuro que se supone como un tiempo en el cual, como mínimo, habremos logrado cesar nuestras violencias de carácter político, reparar a las víctimas, garantizar la no repetición y construir sociedades más democráticas. Esta carga pasa por alto la advertencia que nos hizo Elizabeth Jelin según la cual “la memoria no es un antídoto contra nada” y, principalmente, olvida el llamado de atención de Primo Levi cuando anotaba que “si ha sucedido puede volver a suceder”.  

Lo que queremos recordar, para que no vuelva a suceder, funciona siempre como un deber y un imperativo moral, algunas veces como una ilusión, pero nunca como una garantía. Tal como lo advierte Vinyes en el diálogo que sostuvo con Jelin y que fue titulado Cómo será el pasado. Una conversación sobre el giro memorial, “no debemos tratar y usar la memoria desde el punto de vista de lección moral y profiláctica, según lo cual, el conocimiento nos protege de las atrocidades, o nos ayuda a impedir que se repitan”.  

Si volvemos a la autora argentina y afirmamos que la memoria es una evocación del pasado que se hace desde el lugar que ocupamos hoy, podríamos afirmar, con algún desconcierto —pero sin sorprendernos en exceso—, que tenemos mucha memoria y, a la vez, fuertes retrocesos democráticos y humanitarios, pues ese giro memorial coincide, en el momento actual, con el renacer de sociedades profundamente iliberales en las cuales crece la desconfianza frente a la democracia, se debilita la institucionalidad y se consolidan narrativas comunitaristas, nacionalistas o identitarias que priorizan la pertenencia y la lealtad colectiva por encima de la autonomía del sujeto. Vertiginosamente, la lógica del mercado ha mutado en un sistema de vigilancia algorítmica que captura los hábitos, deseos y decisiones personales, generando formas de sujeción que contravienen el ideal ilustrado del ciudadano libre y racional. La concentración del poder político y económico en élites tecnocráticas o populistas es cada vez más alta, socavando principios elementales de la vida política como la separación de poderes, la deliberación pública y la noción de bien común.  

En paralelo, el marco normativo de los derechos humanos es desafiado por discursos que apelan a la seguridad, la identidad cultural o la “voluntad popular” para justificar el recorte de libertades civiles, el control de la disidencia y la estigmatización del “otro”. Hoy, de frente y con mucho cinismo, se restringe la libertad de prensa, se hostiga al poder judicial, se instala el discurso de lo políticamente incorrecto, se persigue a los migrantes, raros, caóticos, heterodoxos y distintos, y se abre la posibilidad sin límites para que las normas del Derecho Internacional Humanitario puedan ser quebrantadas, ignoradas y pisoteadas.  

Sería muy torpe, ingenuo y malintencionado imputar o asociar esta catástrofe al giro memorial. Sin embargo, aquellos que trabajamos temas de memoria no podemos dejar de inquietarnos y preguntarnos por los significados, desafíos y riesgos que trae este contexto para las formas cómo rememoramos. Definitivamente, no podemos pasar de agache e ignorar los llamados de atención que nos hacen autores como Gabriel Gatti y Daniele Giglioli, en sus respectivos títulos Un mundo de víctimas y Crítica sobre la víctima, acerca de los peligros que acarrea la difusión o extensión extraordinaria del concepto de víctima a todos los campos de la vida social; no podemos desdeñar los peligros de hacer un uso instrumental y ficticio del victimismo, banalizando el sufrimiento y promoviendo la resignación y pasividad en lugar de la acción política; no podemos desconocer los problemas de construir a la víctima como una figura social glorificada y crear comunidades sufrientes con identidades reforzadas por el dolor; no podemos dejar de advertir sobre lo inconveniente que es otorgar a las víctimas una suerte de “inmunidad moral” que las despoja, a todas y sin excepción, de la posibilidad de ser criticadas; y, sobre todo, no podemos guardar silencio ante los desastres a los que nos puede llevar establecer como un imperativo incuestionable la transmisión del victimismo de generación en generación, convirtiendo el dolor en una herencia imborrable.  

Tampoco podemos dejar de preguntarnos por los sentidos e implicaciones que tiene para la acción política el giro memorial. En tal sentido, no es conveniente omitir los llamados de atención sobre los riesgos de colocar a la memoria como una categoría metahistórica y usarla como sinónimo de historia; no es apropiado sacralizar el concepto de memoria y generar una “topolatría” en torno a él, como diría Peter Reichel; no es presentable emplear la categoría de memoria para producir una reificación del pasado que se transforma en un objeto de consumo —embellecido, neutralizado y rentable—, para el turismo y la industria del entretenimiento, como lo advierte Traverso, y, finalmente, no es útil alimentar el fetichismo del relato memorial y abandonar toda matriz explicativa de los contextos, temporalidades y dinámicas relacionales de aquello que rememoramos. Sin negar el papel de la memoria como elemento fundacional de la crítica al negacionismo, debemos tener presente que no basta saber qué pasó, a quién, cómo, cuándo y dónde. Es necesario conectar la memoria con el por qué pasó, es decir, con la historia. 

Tampoco debemos pasar por alto los paralelismos existentes entre el giro memorial y lingüístico, los abusos de la memoria —de los que nos habla Tzvetan Todorov—, el posicionamiento avasallante de los pasados singulares y el eclipse de la historia y la utopía.  

En sus reflexiones sobre la memoria vertidas en el libro Regímenes de historicidad. Presentismo y experiencias del tiempo, François Hartog advierte sobre los riesgos de la pérdida de referentes y el posicionamiento de la política del presentismo, esto es, ese nuevo régimen de historicidad, engendrado por el proyecto neoliberal y las tesis sobre el fin de la historia, que nos empuja hacia proyectos de futuro individuales, frágiles y volátiles. Habitamos un tiempo comprimido en el presente que se cristaliza a través de múltiples arroyos fragmentados y dispersos que nos llegan del pasado en la forma de la memoria —de los pasados singulares—, y cuyos rasgos centrales son la ausencia de futuro, la ruptura de la dialéctica entre pasado y utopía y el posicionamiento de una narrativa sobre el futuro visiblemente melancólica, nostálgica y apolítica. Tal como lo señala Enzo Traverso en su libro El pasado, instrucciones de uso, esta política del presentimos hace que hoy experimentemos una profunda atrofia de la imaginación utópica o la sustitución de la utopía por el peso constante de las “memorias enlutadas”.  

Insisto, aquellos que habitamos el giro memorial no podemos esquivar estas advertencias, sobre todo, porque el presagio de Primo Levi se hizo realidad, y aquello que había sucedido está sucediendo de nuevo. Los dirigentes del pueblo victimizado y muchos de sus ciudadanos, aquel pueblo que dio origen a lo memorial, lo testimonial, al testigo, a la época del humanitarismo occidental y a la representación más descarnada de la víctima, hoy se convierte en un victimario que se abroga el derecho de cometer un genocidio apelando a su calidad de víctima primera, indiscutible y hereditaria. Una víctima perpetua a la que no se le puede interpelar por masacrar civiles, asesinar niños y niñas, arrasar ciudades, atacar infraestructura protegida por el Derecho Internacional Humanitario y condenar a un pueblo a la muerte por hambre e inanición. Interpelarla se lee, nada más y nada menos, que como un acto de revictimización, una nueva apología al Holocausto, una expresión del antisemitismo y una intencional política negacionista que pretende olvidar sus sufrimientos extremos.  

Si el Holocausto fue la metáfora del siglo XX sobre el sentido último y final de los crímenes contra la humanidad, Gaza es, en el siglo XXI, la evidencia de un genocidio amparado y justificado en los excesos de memoria de un pueblo, y en la actitud complaciente de aquellos europeos que los victimizaron en el pasado.  


Manuel Alberto Alonso Espinal, director de la Unidad Hacemos Memoria de la Universidad de Antioquia, es Doctor en Historia por la Universidad Nacional de Colombia, magíster en Ciencias Sociales de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales de México y sociólogo de la Universidad de Antioquia.