Humanizar a las personas que participan de los conflictos armados es lo que ha hecho Gervasio Sánchez durante los más de cuarenta años en que ha documentado las tensiones de cuatro continentes y ha construido su propia forma de ser periodista y fotógrafo, cronista visual de la guerra.
Por Margarita Isaza Velásquez
Foto portada: Andrés Ángel
Él es uno que escribe y hace fotos, que en el lugar de los hechos se acerca y se queda cuanto puede, que recorre las calles o campos aledaños, que toma nota, que entrevista a la gente y se hace amigo de quienes se lo permiten, que entra y sale para reconocer lo que ha ido cambiando, e incluso vuelve al cabo de los años para entender, con un criterio más complejo, todo aquello que ha pasado.
Gervasio Sánchez nació en Córdoba, España, hace 65 años. Desde los once comenzó a trabajar de la mano de su abuelo que era cartero, y luego, en otra época dorada del turismo de playa, trabajó por décadas como camarero; lo hacía por dos o tres meses sin descansar ni un día, y con el salario ahorrado se pagaba viajes de aventuras como también los estudios de periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona, de donde se graduó en 1984. También compró alguna cámara y se dio sus propias becas para hacer reporterías en Yugoslavia, Israel, Cisjordania, Argelia, Túnez y Centroamérica, países y regiones que serían protagonistas de la convulsión no solo en los ochenta sino hasta el presente.
“Cuando acabé periodismo era muy fácil conseguir trabajo en un medio en España, porque había pocas facultades y buenas plazas. Pero no quería calentar un asiento en un diario; yo quería viajar. Y lo que hice fue hacer mi vida, mi propio camino”, cuenta sobre sus orígenes en la jornada del curso Fotografía y Memoria, ofrecido el 31 de octubre por Hacemos Memoria con el apoyo de Comfama en la Universidad de Antioquia, en Medellín.
Gervasio tiene más anécdotas y fotos que palabras y es generoso con todas ellas para compartir lo que ha aprendido a lo largo de su trayectoria. Desde 1987 viene a Colombia para documentar el conflicto y sus daños, y ahora en 2024 regresó para ofrecer algunos talleres y cursos, como este al que asisten 30 reporteros, fotógrafos, profesionales y estudiantes, que lo escuchan y le hacen preguntas sobre decisiones gráficas, políticas y éticas que tomó en algún momento, o sobre las opiniones que se fue formando de cada país en guerra.
“Trabajar en guerra —como un rubro o una rama laboral— te da una perspectiva muy crítica del ser humano. La verdad es que me gustaría ser más optimista, pero no lo voy a ser. Llevo más de cuarenta años viendo a la gente matarse, y he conocido a muy pocas personas que prefieran morir antes que matar. Y matan por no morir, cosa que haríamos nosotros para sobrevivir”, explica antes de mostrar sus fotos del genocidio de Ruanda, un conflicto armado que tuvo un millón de muertos entre el 7 de abril y el 19 de julio de 1994, “a machetazo limpio, sin armas de fuego”. Y agrega: “Para que algo así ocurra tiene que participar toda la población. Y para que participe la población en una masacre o genocidio como este, lo primero es que tienes que deshumanizar al enemigo”.
Y plantea una de las reflexiones que le ha dejado su experiencia: “Las guerras ocurren casi siempre porque hay personas muy inteligentes que acaban casi siempre confundiendo al resto de la población, para que vea al vecino, al de más allá, como alguien que quiere atentar contra ti, y que si no te defiendes, te va a matar”.
Por eso, más que documentar el producto del horror con imágenes y palabras, Gervasio ha querido reflejar en sus trabajos cómo viven las personas en medio de las circunstancias e imposiciones de cada conflicto, cómo van haciendo y rehaciendo sus vidas aunque estén al límite de sus posibilidades, y eso en sí mismo es una denuncia contra los poderosos del mundo, esos líderes inteligentísimos que se lucran de la muerte a través de la industria armamentística y de los programas millonarios de reconstrucción de las infraestructuras que ellos mismos han instado a destruir. Cuando en 2008 recibió el Premio Ortega y Gasset de Periodismo, puso el dedo en la llaga sobre ese tema con un discurso que incomodó a políticos y monarcas, pero se hizo viral y aún sigue vigente.
En medio de las guerras, lo ha atestiguado Gervasio, hay personas y puentes de convivencia derribados. Sobre el genocidio de 1994 sigue contando: «En Ruanda, un país muy analfabeto, en la región de los grandes lagos de África, un millón de tutsis y de hutus moderados fueron liquidados en tres meses. Y a los que estuvimos ahí obviamente nos costaba mucho trabajo dar crédito a lo que estábamos viendo. Uno piensa que en esta época, en que hay normas morales y éticas que nos protegen, eso no podía suceder. Y ellos era como si dijeran: ‘Yo no maté a mi vecino, maté a una cucaracha’. Porque la propaganda radical hutu había convertido a los tutsis en cucarachas”.
En la pantalla del auditorio 2 del Edificio Extensión, el maestro muestra fotos de personas que enterraban a sus familiares en fosas comunes. Los estudiantes aprovechan y preguntan por el permiso, “consentimiento informado”, de hacer fotos como esas, tan cercanas al dolor, a la intimidad de la muerte. Él responde que el hombre que sostiene la pala estaba enterrando a sus hijos y quería que ese momento sirviera como prueba de la desproporción de la guerra, de la injusticia que sufrió. Más adelante, con otras fotografías de El Salvador, en las que un soldado apuñala a un joven ya por él asesinado, amplía la respuesta: un reportero, un fotógrafo, en un momento de excepción de lo cotidiano, como esos crímenes, está en la obligación de documentar, porque ese es su trabajo. Publicar, aclara, es otra cosa y debe pasar por filtros éticos tan básicos como “no publicaría una foto que no quisiera que se publicara de mí o de mi familia”. La explicación, por supuesto, es más honda.
De Ruanda pasa a Yugoslavia, que no era África —“no había negros ni analfabetismo”, dice— sino el patio trasero de la Comunidad Europea, y de igual manera tuvo una guerra terrible, porque “se habían perdido los puentes de convivencia entre vecinos”.
“En 1981 con 22 años viajé durante un mes a la antigua Yugoslavia. Había muerto el dictador, el mariscal Tito; y fui allí porque en aquel momento ese era el mejor país del mundo en todos los deportes colectivos. La gente es además guapísima. Hablaban mejor inglés que nosotros. Tenían los mismos gustos musicales de nosotros los españoles. Leían la misma literatura, veíamos el mismo cine, teníamos el mismo estilo de vida. Yo estuve allí, me quedé alucinado, me enamoré de Yugoslavia”, se entusiasma con el relato.
“Si alguien me hubiera dicho que diez años después iba a empezar la descomposición de la antigua Yugoslavia, que iba a acabar con siete países después de cinco guerras, lo hubiera creído loco. Esto saltó por los aires. De pronto había gente matándose con una brutalidad absurda, con violencia sexual, con una limpieza llamada étnica… Y sucedieron cosas que estaban prohibidas desde los juicios de Nuremberg. La gente se estaba matando porque una pandilla de bestias salvajes, de personajes nefastos para Yugoslavia, muy inteligentemente se habían quitado el disfraz de comunistas para ponerse el disfraz de ultranacionalistas y quedarse en el poder”, introduce así las fotografías y documentales que ha producido o en los que ha participado sobre los habitantes de los Balcanes, que le mostraron otras posibilidades estéticas en la realización de ejercicios de memorias: lo que va en color y lo que va en blanco y negro, lo que pone un énfasis de belleza en la ruina, lo que se ensombrece o se ilumina según se trate de la vida cotidiana de quienes están en medio de la confrontación o de lo que esta marca como acción violenta.
Gervasio es fotorreportero, pero hace también trabajos de memoria, es decir que ese presente que ha ido documentando a lo largo de los años, en vivo y en directo, por el que ha recorrido tantos países, que ha sido publicado en medios como El Heraldo de Aragón, La Vanguardia, BBC y la Cadena SER, y con el que se ha acercado a la población civil y a los combatientes de todos los bandos, y que poco a poco se ha ido convirtiendo en pasado, le ha permitido tender puentes temporales en cada contexto para comprender mejor ese devenir y profundizar en los modos de vida de la gente, en lo que les quitó o les dejó el conflicto, en lo que recuerdan que vivieron, en lo que se plantean como perspectiva de futuro.
En el documental Álbum de posguerra, por ejemplo, el fotógrafo va a Sarajevo —capital de Bosnia y Herzegovina que en 1992 declaró su independencia de Yugoslavia— para buscar a los que eran niños treinta años antes y sin saberlo protagonizaron las imágenes que daban cuenta del cerco que sufrió esa ciudad entre 1992 y 1996. A través de medios locales y con una pesquisa en los mismos lugares de las fotos, halla a las hermanas que jugaban en un mataculín (balancín o subeybaja) al pie de un tanque de guerra, a Edo que era dueño y guía de las ruinas incendiadas de la Biblioteca Nacional, a los muchachos que saltaban por los muros inventándose que custodiaban el barrio, a otros más que décadas después le contaron qué fue pasando a lo largo de los años, cómo los afectó el haber sido parte de ese cerco, qué se les quedó como trauma y cómo lograron sobreponerse al haber dejado de ser niños, así tan de golpe, en medio de la guerra.
Ese impacto brutal de la violencia lo ha explorado también en los niños que fueron obligados a ser soldados, en Sierra Leona, Colombia, El Salvador y Guatemala. Muestra fotos de muchachos del país africano, del que ha publicado los libros Sierra Leona: Guerra y paz (2004) y Salvar a los niños soldados (2005). Al respecto relata: “Acudí a un proyecto de rehabilitación de niños soldados. Estuve cinco años yendo y viniendo, y conociendo a los chicos que dejaban las armas y que luego se intentaban rehabilitar. Conocí a unos niños cuya primera misión era matar a sus padres. Los secuestraban, los convertían en máquinas de matar, y con diez años volvían a la aldea para que mataran a sus padres. Es una estrategia de guerra muy sencilla: obligas a tus combatientes a matar a su gente y luego el grupo es la única familia que les queda; su única opción de sobrevivir es obedecer para siempre a lo que diga el grupo armado”.
El curso de Fotografía y Memoria fluye entre reflexiones, historias y exploración de imágenes. Puede comprenderse de lo que cuenta el maestro un recorrido que parte del interés humano del reportero o corresponsal, en el contexto más sobresaltado, y transita hacia la búsqueda de lo esencial y lo profundo tanto en las personas como en sociedades laceradas por la violencia.
De eso quizás tratan las ediciones de su proyecto inacabable Vidas minadas, que comenzó en 1995, dos años antes de que se firmara el Tratado de Ottawa para la Prohibición de las Minas Antipersona, un artefacto explosivo al que siguen recurriendo los grupos armados de distintas latitudes, incluso en Colombia. En este proyecto, que consta de libros y exposiciones, Gervasio muestra los retratos de hombres y mujeres que fueron víctimas de minas en países como Mozambique, Bosnia, Camboya, El Salvador, Afganistán y Angola, y a quienes ha seguido por años para conocer y acompañar la evolución de sus vidas, más que de sus heridas.
En este viaje a Colombia, en el que también ofrecerá un taller en Cartagena con la Fundación Gabo, visitará de nuevo, en Bucaramanga, a Mónica Paola Ardila, de 28 años, una de las protagonistas de Vidas minadas, que cuando tenía siete años perdió la vista y la mano en San Pablo (Bolívar) y ha atravesado por otras injusticias vinculadas al contexto rural y de carencias que es común a los millones de víctimas del conflicto armado colombiano.
En la conversación surge la pregunta de por qué ser testigo de todo esto, de para qué hacerlo. Gervasio Sánchez ya ha dado varias respuestas, pero una más, al final del día, sirve como conclusión: “He ido a recoger la humanidad que se desmorona en tantos lugares, y a facilitar que otros comprendan su consecuencia”.