La memoria es otra forma de mirar

Adalberto Henao fue víctima del conflicto armado en Guarne, Antioquia. Por la violencia perdió al sostén de su vida y tuvo que desplazarse, como tantos vecinos de la vereda Yolombal, hacia el casco urbano. Hoy es un protagonista del museo local Raíces de la Memoria, donde cuenta historias de dolor desde un presente en el que siembra esperanza. 

Por Fabián Uribe Betancur* 

En medio de un espacio amplio, con un millar de objetos a su alrededor, está Adalberto Henao. Siente cómo el viento sopla con su calma habitual, acariciando las ramas de los árboles y los arbustos con una delicadeza que solo la naturaleza conoce. Es mediodía, la sensación del aire fresco envuelve el ambiente, brindando un respiro en medio del sofocante sol.  

Adalberto se deja llevar por la serenidad que lo rodea. Cada sonido, cada movimiento del entorno, parece diseñado para transmitir paz. Los aromas de la tierra húmeda y las flores silvestres llenan sus pulmones, intensificando la conexión con ese paraje casi mágico. Las sombras de los árboles juegan en el suelo, crean formas caprichosas que Adalberto percibe a través del cambio en la temperatura del aire y el susurro del viento. Se siente parte de esa danza eterna de la naturaleza. En ese instante, el tiempo se detiene, y él se pierde en la armonía del lugar, abrazado por la belleza simple y pura de su vereda, donde sus sentidos pintan un cuadro tan vívido como cualquier foto.  

Estas son algunas de las sensaciones que percibió Adalberto en su juventud y que hoy recuerda con añoranza, mientras recorre y palpa cada uno de los objetos distribuidos por el Museo Raíces de la Memoria de Guarne, en el Oriente de Antioquia. Allí trabaja como guía y, en sus recorridos, les narra a los visitantes cómo fue el conflicto armado en su municipio y, en algunas ocasiones, cómo este cambió su vida. “En la vereda yo me defendía bien. Por allá no utilizaba bastón, no utilizaba nada. Montaba a caballo, ordeñaba vacas y ayudaba a la familia con las labores del campo”, rememora.  

Adalberto, el menor de nueve hijos de María Lucila Duque y Jesús Henao, nació el 12 de junio de 1979. Su infancia transcurrió en la vereda Yolombal, a cuarenta minutos en chiva del casco urbano de Guarne. Su hogar, una modesta casa de tapias con paredes blancas, ventanas y puertas rojas, y un techo de tejas de barro que lo resguardaba de las inclemencias del tiempo, se alzaba cerca de la carretera. La familia, fiel a las tradiciones de la región, se dedicaba a las labores del campo. 

Cerca de la casa había una pequeña tienda, que pertenecía a la familia, un lugar de abastos que parecía casi un altar a la vida cotidiana de la vereda. Allí, los habitantes se proveían de alimentos y otras necesidades, mientras compartían charlas y risas. “Mi mamá era la encargada de atender el negocio, que ya estaba en funcionamiento mucho antes de que yo naciera. Ella se dedicaba a vender una variedad de productos, desde arroz y papas hasta carne y licor. Recuerdo que, en esa época, el lugar era siempre concurrido, y las ventas eran constantes”, dice. 

El bullicio de aquel lugar y el aroma de la tierra recién labrada creaban una atmósfera de calidez y familiaridad, donde cada encuentro era una pausa en el tiempo, una celebración de la vida rural y de los pequeños placeres que, aunque simples, tejían la esencia de la existencia en este espacio. “En ese entonces, yo tenía ocho años. La vereda era un sitio tranquilo, donde uno podía moverse con libertad y salir a caminar por las trochas. Recuerdo cómo solía acercarme a los caballos para montarlos”. 

Para llamar a los caballos, Adalberto Henao tomaba un tarro viejo, que en sus manos se transformaba en un instrumento de llamado. Hacía sonar ese tarro con un ritmo peculiar, casi mágico, un lamento que parecía arrastrar los ecos de tiempos remotos. Minutos después, los caballos aparecían, atraídos por ese canto familiar. Adalberto se acercaba a ellos con sigilo, como un amante secreto en una danza silenciosa, y, con la destreza de quien conoce cada gesto del ritual, los ensillaba, preparándolos para una nueva jornada en el vasto escenario de su vereda. “Mis hermanos y mi madrina tenían caballos. Aprendí a montarlos por mi cuenta y solía cogerlos solo”. 

Esa era la vida de Adalberto, un mundo tejido de recuerdos y vivencias que lleva en el corazón como un tesoro escondido. Recuerda con cariño las caminatas que realizaba junto a su madre María Lucila, esos paseos lentos y plenos de conversación que se entrelazaban con el zumbido del viento y el canto de las aves.  

También evoca con nostalgia los momentos en que se aventuraba solo a explorar los caminos de trocha y las quebradas. En cada rincón, en cada curva, encontraba un pedazo de sí mismo, un eco de su infancia que resonaba en la serenidad del paisaje, como si la tierra misma le susurrara secretos de tiempos pasados. “Recuerdo que los vecinos me ponían palos y costales llenos de tierra para que yo no cruzará hacia la quebrada, pero hubo momentos en los que me escapaba”.  

Hizo su primaria en la escuela Ezequiel Sierra de la vereda Yolombal. A pesar de las limitaciones académicas que dificultaban la enseñanza, logró culminarla. En 1994, con 15 años, comenzó a estudiar en el Instituto Nacional para Ciegos, INCI, en Medellín. Allí dio un nuevo paso en su camino educativo, abriendo puertas hacia nuevas oportunidades. En el instituto, aprendió a leer en braille y a moverse con el bastón, habilidades que se convirtieron en herramientas esenciales para su crecimiento personal. “En casa me dejaban ir solo a estudiar a Medellín. Allí aprendí a moverme por diferentes lugares con independencia y seguridad”.  

Recuerda Adalberto que, para esas fechas, empezaron a circular rumores sobre la llegada de la guerrilla a las veredas La Enea y El Palmar de Guarne. Los violentos obligaban a los líderes sociales y campesinos a reunirse en secreto, bajo una sombra de inquietud que envolvía a toda la comunidad. “En ese tiempo, reunían a los habitantes y a los presidentes de juntas de acción comunal, pero no ocurrían hechos graves. La violencia comenzó a hacerse sentir con fuerza después de 1995, y en 1997 asesinaron al personero del municipio”.    

Para finales de los noventa, el Oriente antioqueño se encontraba bajo la sombra ominosa de grupos armados ilegales como las FARC-EP, el ELN, y los bloques Metro, Cacique Nutibara y Héroes de Granada. Estas estructuras habían establecido su dominio territorial y político en la región, creando un panorama de incertidumbre y temor. Los paramilitares, sin distinción de áreas, llevaban a cabo sus atentados con una brutalidad desmedida, tal como lo hicieron, entre otros hechos ya marcados por la memoria colectiva, con el asesinato del personero municipal Giovanny Carlos Guacchi Espinosa.  

Los paramilitares sembraron la muerte a su paso, acusando a muchos de ser colaboradores de los guerrilleros, de proporcionarles comida o refugio. La desolación se extendió en un periodo especialmente oscuro, desde 1996 hasta 2006. “La gente hablaba de las camionetas blancas que salían tarde en la noche. Decían que en esos vehículos transportaban a personas para matarlas o torturarlas. Los paramilitares se adueñaron de muchas fincas en el municipio para operar desde allí, y en esos lugares, escondían los cuerpos de sus víctimas”, relata el guía. 

Cuando estos grupos armados se enfrentaban con los guerrilleros, utilizaban el transporte público para trasladar a sus heridos y combatientes, y sembraban así el miedo en las veredas del municipio. El temor se apoderaba de los habitantes, muchos de los cuales se refugiaban en el monte o en las casas de vecinos y familiares para evitar quedar atrapados en el fuego cruzado. “En esa época mataron a mucha gente en el pueblo. Se escuchaba a cada rato que habían matado a alguien en El Palmar, en La Enea o en El Yarumo”, recuerda.  

Algunos integrantes de las estructuras guerrilleras, paramilitares o del Ejército aseguraban que los campesinos eran colaboradores de sus adversarios por brindarles refugio, pero esto distaba de la realidad. La gente se encontraba atrapada en un juego de fuerzas que les era ajeno, obligados a permanecer cerca de sus hogares para no perder lo poco que les quedaba, temerosos de la mirada de los violentos y de la llegada de aquellos que decían protegerlos. “Nosotros dejamos de dormir en la tienda porque ellos se quedaban a dormir en el corredor. Por eso, comenzamos a amanecer en la casa de mi hermana Gloria, que quedaba cerca de allí”.  

Adalberto relata que la tienda estaba situada en la carretera principal que conectaba con las veredas La Enea y El Palmar, así como con los municipios de Girardota, Copacabana, Bello, San Vicente Ferrer, Concepción, Rionegro y la autopista Medellín-Bogotá. Este entramado de rutas se volvió un corredor crucial para las estructuras armadas, que facilitaba el tránsito de sus fuerzas por la región. 

En la noche del 20 de enero de 1999, la oscuridad se vio rasgada por la explosión de una bomba cercana a la casa de la hermana de Adalberto. Poco después de las nueve, los violentos llegaron, exigiendo saber el paradero de su madre. Adalberto abrió la puerta y les dijo que ella se estaba poniendo los zapatos y que pronto saldría a atenderlos. Sin embargo, cuando María Lucila emergió de la casa minutos después, el silencio sepulcral de la noche se vio desgarrado por el retumbar de tres disparos consecutivos, que sellaron con su estruendo la tragedia. “Nadie quería subir por el cuerpo, ni siquiera la policía. Conseguimos una bolsa grande y la llevamos a la morgue a las dos de la madrugada”, comenta hoy.  

Adalberto recuerda que los días siguientes al asesinato de su madre fueron difíciles; “nada volvió a ser como antes”. Al regresar a la tienda, encontraron que todo estaba destrozado, pues los violentos habían ido primero a buscarla allí. Él y sus hermanos se vieron obligados a desplazarse a la zona urbana, aterrorizados por las posibles represalias de los grupos armados. La vida, como un río que se desbordó, arrastró consigo la tranquilidad y la normalidad en aquel hogar. “En ese primer mes, todo me asustaba; no podía dormir. La vida cambió por completo, porque yo dependía de mi mamá; era quien veía por mí. Pasar a depender de otra persona fue complejo”.   

A partir de ese momento, Adalberto empezó a recibir el apoyo de sus cuatro hermanas, especialmente de Ofelia y Gloria, con quienes se mudó a la zona urbana de Guarne.  

Adalberto rememora que, durante esos años, continuó con la validación del bachillerato en Medellín, en el colegio Francisco Luis Hernández Betancourt (Instituto de Sordos y Ciegos). Allí no solo cursó las materias habituales, sino que también aprendió a fabricar traperos, escobas y cepillos. “Terminé mis estudios en 2002. Con el tiempo, conocí a más personas del pueblo, entre ellas al director de la emisora local. Él me ofreció un espacio radial, que se llama Siesta vallenata”, dice.  

Mientras Adalberto presentaba su programa radial en la emisora Guarne Estéreo, en 2012 empezó a oír hablar de una organización donde las víctimas del conflicto armado se reunían para compartir sus historias: la Asociación de Víctimas de Guarne, Asovigu, despertó su interés.  

Siesta vallenata es el programa musical al que Adalberto Henao le pone voz y alegría desde hace casi veinte años. En él, por la emisora Guarne Estéreo, ofrece también información de interés para las víctimas del conflicto. Fotos: Fabián Uribe B.

Cada primer viernes del mes, asistía a sus encuentros en colegios y otros espacios públicos del municipio, donde los integrantes realizaban eventos conmemorativos y de homenaje a sus familiares desaparecidos. “Los vecinos de la vereda, quienes eran víctimas del conflicto, me animaron a unirme a la asociación. Ellos me recogían en la emisora y juntos asistíamos a las reuniones y jornadas de la luz, donde se encendía una vela en honor a las víctimas en el parque principal”.  

Asovigu, con más de una década de trayectoria, ha sobresalido en la reivindicación de la memoria de las víctimas y en la promoción de procesos de paz y no repetición en Guarne. Este esfuerzo ha sido realizado en colaboración con la Mesa de Víctimas, en la cual Adalberto también participa, para crar un tejido de resistencia y esperanza frente a la adversidad. 

Uno de los logros recientes, por el que lucharon durante más de ocho años los integrantes de estas dos organizaciones, fue la creación del Museo Raíces de la Memoria. Inaugurado el 6 de abril de 2024, con el apoyo de la Alcaldía, este museo se ha convertido en un hito en la historia local. Con este espacio, se busca promover la reflexión sobre el conflicto y sus víctimas, fomentar la reconciliación y asegurar la no repetición de los hechos violentos en el municipio. 

Adalberto se ha unido recientemente al equipo de la Alcaldía de Guarne encargado de las visitas guiadas por el museo. Con su voz pausada y llena de experiencia, relata las historias detrás de cada pieza exhibida, evocando recuerdos y vivencias del conflicto armado en el municipio. Su presencia en este lugar no solo informa, sino que también conecta a los ciudadanos con una parte crucial de su historia, lo que teje un relato de resistencia y esperanza que invita a la reflexión y al compromiso con la paz. “Hay quienes afirman que en este municipio no hubo violencia ni asesinatos. Con este espacio mostramos que sí hubo víctimas y muchas veredas fueron las afectadas”, dice.  

Han transcurrido 25 años desde aquel suceso que cambió su vida: el asesinato de su mamá. Hoy, Adalberto ha aprendido a recordar con menos dolor y a honrar la memoria de sus seres queridos a través de su trabajo en las diferentes organizaciones sociales del municipio.  


Nota: Este texto fue elaborado como trabajo central en el XII Diploma en Memoria Histórica: Narrativas de la Memoria, que se ofreció en modalidad virtual entre mayo y julio del 2024.

* Fabián Uribe Betancur es periodista de la Universidad de Antioquia y locutor. Actualmente es director del proyecto periodístico digital Breve Medio, especializado en temas sociales, ambientales y culturales. Contacto: fabianuribe.b@gmail.com.