El actor y director de teatro, Jesús Eduardo Domínguez Vargas, describe en este relato los momentos que vivió su familia por la injusta detención de su padre, Hernando Domínguez Gómez, en septiembre de 2003, durante la Operación Everest en Urrao, Antioquia.
Por: Jesús Eduardo Domínguez Vargas*
A mi padre.
“Aunque, al fin y al cabo, nada me preocupa más que la sensación de que no sé cómo contar lo que quisiera. […] La desesperación, digo, la desesperación de no saber contar lo que sí importa”.
Lacrónica de Martín Caparrós.
6 de septiembre de 2003, 5 am, Urrao, Antioquia.
Sobre el valle del Penderisco, río principal de Urrao, baja la neblina del páramo cobijando cada colina con un tejido vaporoso y frío. Las garzas están prestas a abandonar los árboles donde tienen sus nidos, son como copos grandes de nieve que flotan sobre el amarillo pantanoso del río cuando alzan el vuelo. Las vacas emanan calor y su cuerpo vaporoso es una de las primeras señales de vida en la zona.
Ahora la niebla arropa el casco urbano.
Si uno viera una foto panorámica de Urrao o pasara su mano sobre él, sentiría altos y bajos constantemente en el palpar, porque tiene un gradiente altitudinal entre 300 metros (desembocadura del río Penderisco en el río Murrí) que asciende a 4,080 metros en el Alto de Campanas en el Páramo del Sol (la mayor altura de Antioquia), por lo tanto, tiene diferentes tipos de suelos y climas (desde el valle hasta el páramo); es el segundo municipio más grande de Antioquia después de Turbo (cuenta con una extensión de 2,558 kilómetros cuadraros), figura oficialmente con 58 veredas (en el Plan de Ordenamiento Territorial —POT— se tienen reconocidas 103 veredas y parajes) con un aproximado de 42,000 habitantes para el 2003. Fue reconocido en un tiempo por su granadilla, es rico en diversidad en flora y fauna, productor de leche, queso dulce, fríjol cargamanto, entre otros.
La neblina ahora recorre las calles, entre ellas, la principal del pueblo: la peatonal, donde está nuestra casa. Tocan la puerta. Pienso que debe ser Rocío, la señora que trabaja hace una decena de años con mis padres. Es temprano para que llegue. Pero hoy presento las pruebas de Estado Icfes y quizá llegó temprano para despacharme. Hace frío, la niebla del Páramo del Sol bajó al valle. Mi padre se levanta para abrir. El perro de la casa ladra constantemente.
Desde el último atentado, un pequeño explosivo, mi familia optó por poner una barra en la puerta principal y tener un sistema de seguridad con aldabas, cerrojos, un ojo mágico, para ver quién está detrás y toca. Hace frío, es intenso cuando se resguarda y fermenta entre la tapia. Mi padre abre la puerta: “Miré por el ojo mágico y observé que eran varias personas de la policía y alguien con un chaleco caqui. Supuse que venían por Clara Elena para que asistiera a algún operativo como garante de derechos humanos, como lo hacía muchas veces. Les dije que en unos momentos abría, porque tenía que encerrar el perro en la parte de atrás. Lo hice, y cuando entraron les dije que esperaran en el zaguán que ella ya iba. Habló con ellos y me llamó, confundida, a decirme que me necesitaban era a mí”.
—Hágale rápido, que se nos vuela.
—R.
—¡Muévalo, muévalo!
Popeye, nuestro shar pei, mueve los pliegues de sus arrugas con cada ladrido. Se abre la puerta del zaguán.
—Buenas noches, señores, me nece…
—¡Buenos días!
—Buenos días.
Mi perro ladra de nuevo desde atrás. Voy, lo tranquilizo y lo agarro de las arrugas para cerrar la puerta y poder regresar al primer patio. Mis padres están en pijama. Mi madre pregunta por lo que sucede. Entre los ladridos y los ojos tensos, el ambiente retuerce la calma del amanecer.
Los telarañeros comienzan a llegar, agujeran la neblina del patio para buscar entre las esquinas de la casa, entre los cables y las paredes, arañas o bichos para comer.
—Es una detención.
—¿Dónde está la orden de allanamiento? Ustedes no pueden entrar así.
—¿Quién dice eso?
—Yo. Soy abogada y defensora pública.
—Disculpe, doctora… acá está.
El fiscal encargado, vestido de civil, con un chaleco caqui y con un chaleco antibalas debajo, parece nervioso cuando mi madre, entre somnolienta y asustada, le dice que es defensora pública y que durante nueve años fue personera municipal. Él se enreda con las hojas. La luz eléctrica falla, como venía fallando desde el amanecer. Los policías, con armas largas, cascos, aparatos infrarrojos, entre otros, se ponen nerviosos y toman posiciones por toda la casa. Yo miro a mi mamá. Le digo que voy a estar pendiente para que no pongan nada en ninguna parte (desde niño entendí las prácticas de la violencia en Colombia por lo que se comentaba en la casa, sucedía, veía y me contaban mis padres). Mi hermano despierta, tiene ocho años. Llora. Los soldados entran a uno de los cuartos, donde hay dos amigos de él, de la misma edad, que se quedaron la noche anterior amaneciendo, los alumbran directamente a los ojos con las lámparas y los ciegan. Los dos niños están impactados. Mi hermano los insulta y llora. Los calmo y le digo a él que me acompañe, sus amigos se quedan asustados en la cama. Somos dos centinelas en una casa de tres patios, doce cuartos, más de diez hombres armados, un fiscal, seis civiles (cuatro de ellos menores de edad) y un perro arrugado.
—Muy bien. ¿Para qué es la orden?
—Es para el señor Hernando Domínguez Gómez, actual secretario de planeación municipal, por los crímenes de rebelión, concierto para delinquir y extorsión (luego, en el proceso, le extienden otros cargos, entre los cuales lo acusan de ser uno de los jefes ideológicos del frente 34 de las FARC).
Una sensación de sorpresa, incredulidad y duda nos invade. No entendemos el porqué de todo.
*
La luna acaba su transcurso por el tercer patio de la casa. El sol comienza a verse por el primero y deshace la neblina. Mi madre discute con el fiscal.
Urrao ha sufrido la violencia desde la conquista, cuando el Caciqué Toné, del pueblo ancestral Emberá, llevó a cabo una de las resistencias armadas más fuertes en contra de los españoles. Llegaron, incluso, sus proezas hasta el libro Elegía de los varones ilustres de las Indias (1589) del cronista Juan de Castellanos, donde describió a dicho cacique como uno de los más aguerridos en contra de los españoles, sabiendo usar como cualquier hidalgo, sin conocerla, la espada española. Luego vino la guerra entre liberales y conservadores (La Violencia), donde el suboficial del ejército y policía Juan de Jesús Franco Yepes, autoproclamado el Capitán Franco, lideró una de las guerrillas liberales más fuertes de la región desde la vereda Pavón, proyectándose hacia el suroeste y occidente antioqueño. Desde 1965 hasta 2016 entraron al territorio las guerrillas: EPL, M19 y FARC. Esta última llegó en 1987 aproximadamente. Desde 1993 a 1995 hubo un primer grupo paramilitar conformado por varias personas del municipio y policías, para realizar “limpiezas sociales” (asesinatos selectivos). Los policías fueron sentenciados por diferentes asesinatos como parte de un ejercicio fuera del servicio. Del 1996 al 2000 se afianza el poder paramilitar en el pueblo y comienzan a darse asesinatos de indígenas, rectores de colegio, campesinos, personas del casco urbano y barrios periféricos, entre otros. Para el año 2000 ingresan al territorio un grupo del ejército apodado Los Alacranes, homónimo del grupo paramilitar que entró por esas mismas fechas, dando a deducir la complicidad y conformación de estos mismos militares con este grupo ilegal. Se decía que algunos de sus miembros tenían alacranes tatuados en el cuerpo. Por un reporte del CTI se confirman 39 asesinatos entre el 3 mayo y el 20 de junio del 2000, los cuales hacen parte del 48 % de los homicidios de dicho año (70 asesinatos en todo el año como total). El sicario reconocido de dicha época era apodado como Cementerio, enviado por los grupos paramilitares aposentados en los municipios vecinos de Betulia y Concordia para realizar asesinatos selectivos: un hombre afro, alto y flaco, que le gustaba jugar baloncesto y que caminaba, con aparente tranquilidad, por las calles del municipio. Tenía un compañero, que era el que manejaba la camioneta en la que se desplazaban; ese vehículo se convirtió en símbolo de muerte para aquella época. A todos los conflictos políticos de esta violencia se suma la importancia del territorio por su conexión geoestratégica de la zona andina con la zona del Pacífico (cuenca del Atrato) y con la zona Caribe (cañón del Cauca, Santa Fe de Antioquia y salida al mar), siendo uno de los corredores más importantes de Antioquia. Desde tiempos anteriores, Urrao y los municipios aledaños fueron usados como corredor para el contrabando de licor y de tabaco. Luego se convirtió en un corredor estratégico para la movilización de grupos ilegales y de drogas.
Durante muchos años mi mamá (abogada) “tumbó” procesos a las fuerzas de inteligencia del Estado (falsos positivos judiciales en cuanto a drogas, rebelión, etc.) como parte de la Defensoría del Pueblo. Fuera de esto, ayudó a enterrar y darle misa a varios NN o a guerrilleros dados en baja, aún a regañadientes de los comandantes del ejército y algunos personajes del pueblo, en la época que fue personera municipal. Años atrás su destino fue “marcado”, en la época en que Álvaro Uribe fue gobernador de Antioquia, después de una reunión de la REDIS en el municipio (reunión de inteligencia y seguridad) donde llevó la lista de los asesinados y sucesos violentos acaecidos (que negaban las autoridades). Al acabarse la reunión, dos funcionarios de la gobernación se le acercaron y le dijeron “¿usted está de acuerdo con implantar las convivir en el municipio?”. Ella respondió que no, que “jamás”. Después de su respuesta, le preguntaron si tenía hijos. Dijo que sí, que ellos sabían que tenía familia y que no permitiría que se la tocaran. Salió para su oficina y grabó un casete con todo lo que pasó y se lo entregó a un compañero de la Personería de Medellín como una estrategia de protección. Después de todo esto, durante varios años seguidos, llegó un sufragio a la casa (enviado desde Medellín; descubrimiento hecho por mi padre por el seguimiento que le hizo al paquete en la empresa de envíos), explosivos en la puerta, entre otros. Ella, mujer pequeña, con un corte de cabello hasta los hombros, de ojos expresivos y labios pequeños, de voz aguda, un semblante aparentemente frágil, es una roca en su carácter, lo cual le ayudó a mantener sus posiciones firmes ante todo lo que pasó. Mi padre (zootecnista) fue trabajador del Instituto Colombiana de la Reforma Agraria (INCORA) durante más de veinte años, conocedor como pocos del suroeste antioqueño y amigo de los campesinos, afrodescendientes e indígenas, defensor de sus derechos. Por eso él también fue “marcado”. Ayudó a crear la casa afro y el tambo indígena dentro del casco urbano, para que estas comunidades tuvieran un sitio donde llegar después de los largos viajes para arribar a la zona central del municipio. También ayudó a crear un sistema comunitario en la vereda Pavón con un proyecto de autogestión comunitaria, el cual ganó varios premios, con ello, dinero y dotaciones en comunicaciones (proyectores, teléfono para la caseta municipal, entre otros), que luego fueron destruidos por una incursión de un grupo paramilitar a dicha vereda en los años noventa, donde realizaron varios asesinatos.
El sol comienza a resaltar los tonos de las paredes de tapia.
Mi padre no entiende qué pasa. Parece estar tranquilo, siempre parece estarlo. Esa forma de ser se denota en su mirada: tierna, calma, de ojos café claros y cejas grandes; aunque el bigote tupido, que nunca se ha quitado, le da un aire de autoridad (se lo dejó crecer desde joven para que lo contrataran, pues por la cara de niño no le daban trabajo en ninguna parte). Trata de hablar para que le expliquen los cargos, las razones. Lo único que dice el fiscal: “Tenemos un testigo que lo señaló. Hay pruebas: grabaciones, fotos, videos”.
No pueden llevarse a mi padre porque no hay luz, necesitan hacer copia de todos los archivos del computador. Me voy, junto con mi hermano, detrás los que van a hacer el allanamiento. La casa es grande, es casi de una cuadra. Los acompañamos para que no puedan implantar pruebas falsas.
—Señor, faltan dos cuartos.
—No hay necesidad de mirar más.
—Pero todavía faltaban dos cuartos, agente.
—Yo sé que aquí no voy a encontrar nada, fresco, pelado… Bonito perro, yo tengo un shar pei en la casa también, allá en Medellín.
Mi padre alcanza a comer algo, a ducharse y a empacar algunas cosas: una muda de ropa, una cobija y una ruana (la de mi abuelo). Todo esto lo perdió luego cuando lo repartió en los calabozos a los cuales fueron llevados en la primera parte del proceso.
Se reestablece la luz, hacen copia de los archivos. Le dicen que es la hora de llevarlo al comando de policía, al calabozo. “Yo les manifesté que no había necesidad de las esposas, que no era culpable de nada y que la estación de policía quedaba a tres cuadras, sobre todo, que no lo hicieran delante mi familia. De todas maneras, me las pusieron en la puerta. Ahí sentí rabia por primera vez”. Al símbolo de rectitud en mi vida, le ponen el sello de la deshonestidad y la esclavitud. Mi padre llora, pero se contiene, trata de disimularlo. Todos lloramos. Alcanzo a verlo esposado en la puerta, porque mi hermano quiere salir tras él. Él, de pelo lacio en forma de hongo, de ojos grandes y expresivos, comienza a decirles groserías a los policías. Sus gritos son más grandes que su cuerpo. Yo tengo un sentimiento de impotencia enorme. Un calor sube desde mis piernas y hace que mis dientes se aprieten como dos boas de piedra que se devoran, contienen el grito de desespero que guardo para mostrar un atisbe de calma ante mi hermano menor. Soy el hombre de la casa ahora, un chico de diecisiete años que está a punto de presentar las pruebas del Estado, Icfes, que miden la capacidad cognitiva, cultural, científica y social de cada estudiante y de cada institución educativa.
El fiscal encargado se para junto a mi padre.
Los telarañeros son reemplazados por los azulejos y luego por los gorriones, que llegan a comer el alpiste que cae de las jaulas de los pericos.
Mi padre nos alcanzó, antes, a dar un abrazo. Nunca nos besa al despedirse. Su figura se pierde de la visual de la puerta principal. Mi madre se para a verlo irse y llora. Cierra la puerta principal y luego la del zaguán. Entra frenética a llamar a su hermana, mi tía. “Gloria, no podían hacerme nada a mí por mi cargo, se lo hicieron a él, se lo llevaron”. Llora de nuevo. Cierro los ojos. Imagino tener algún súper poder y así parar todo… pero no. Abrazo a mi hermano.
Tengo que presentar mi examen. Lloro mientras me baño. Me pregunto el porqué de todo. No veo sino un epíteto para todo: injusticia. Desde hoy decido nunca volverme a nombrar como colombiano. Me imagino saliendo al exterior algún día: “Nacionalidad, por favor” “De Colombia” “¿Colombiano?” “Sí, de Colombia”. Después de varias promesas con lo metafísico en la iglesia del pueblo para que liberara a mi padre y no tener solución por parte de la divinidad, no creí más en ello: ahora sería apátrida y ateo. Luego decidiría no participar en ningún grupo político colombiano al ver que ninguno hizo nada por esta situación.
Salgo de casa con mi madre. Mi hermano está alterado, se queda con Rocío que llega y no puede creer lo que pasa. Mi madre llama a todo el mundo, a veces su llanto entrecortado no posibilita que la persona al otro lado de la línea la entienda. Tiene que repetir varias veces lo mismo. Le llevamos comida al calabozo. Un cuarto pequeño, con la pintura de la pared descascarada por la humedad. Mi padre fue el tercero en llegar. “Cuando iba por el parque principal, comencé a ver a varios que también llevaban esposados. Fui el tercero en entrar en la celda. Luego éramos veinte y teníamos que estar de pie, apretados como murrapos. La cifra aumentó, pero sólo había dos calabozos. Muchos gritaban e insultaban. Algunos los calmamos. Ahí volví a sentir rabia”. Ahora mi padre reparte el desayuno entre sus compañeros de celda.
Nos enteramos de que los únicos que habían sido capturados con armas o dinero eran cuatro presuntos guerrilleros. Luego, que habían sido arrestados otro día, en otro lugar de Antioquia, en Medellín. Son 97 los capturados (aunque en el informe reportaban más de cien): el gerente del hospital, un médico, un candidato a la alcaldía (que fue capturado días después), vendedores de verdura, carniceros, comerciantes, el jefe de planeación municipal (mi padre), un veterinario, entre otros. “No faltó sino que arrestaran, junto a nosotros, al cura y a las prostitutas. Estaban todas las representaciones de los oficios y personajes del pueblo”.
Después de llevar el desayuno, voy al examen de Estado Icfes. Mis amigos no preguntan nada, solo me abrazan. Me siento a responder los cuestionarios. Tras unas horas, siento los helicópteros encima del tejado, sé que mi padre va en uno de ellos. Cada hélice astilla un pedazo de mi conciencia, de mi concepción de justicia. Salgo al baño a llorar, no aguanto más.
Flecheros danzan una algarabía mañanera en el patio del colegio.
Allí, en los baños, lloro y no me contengo, me dan espasmos y tirito entre la rabia y la impotencia de no poder hacer algo, enjuago mi cara, y con el agua que se va por desagüe de un colegio de un pueblo alejado, dejo ir mi nacionalidad.
Al salir, tras ver los noticieros, sé que la operación es nombrada Everest, como el sitio más alto del planeta. Muestran también la llegada a Medellín de los helicópteros y las tanquetas donde los transportaron hasta el CTI. Un operativo a gran escala. “En el helicóptero nos dejaron amarrados uno con uno. Si el otro jalaba, a uno le dolía la muñeca, se aporreaba. Ahí me dio rabiecita. En el helicóptero no nos desamarraron. Si había una emergencia, no había forma de que nos salváramos por estar así… y eso que nos llevaron en helicóptero, todo porque algunas ONG internacionales se enteraron y presionaron para que no nos llevaran por tierra. Todos temíamos que los paramilitares hiciera un retén en Altamira, Cangrejo o Bolombolo, donde los solían hacer, y que nos mataran. Llegamos a Medellín. Las tanquetas donde nos iban a transportar eran nuevas. Adentro hasta las sillas estaban lustradas. Todo muy bonito como una obra de teatro. Iban rápido, muy rápido. A los lados de cada tanqueta iban cuatro motos de policía. Todo parecía un libreto de teatro”.
**
Los palomos se resguardan del calor del medio día bajo las canoas del primer patio de la casa.
La familia en Medellín, tanto paterna como materna, logra comunicarse con mi padre. Lo visitan en una celda del CTI. Los tienen allí durante varias semanas: decenas personas en celdas de unos pocos metros con un solo baño, que está expuesto a la vista de todos. Un sitio que supuestamente solo es para un paso temporario y no para reclusión. “Fue muy difícil todo, porque siempre nos tomaban fotos con el número que lo ponen a uno a sostener a la altura del pecho. Cuando llegamos a Medellín, el general Castro Castro hizo una rueda de prensa para hablar sobre los resultados. Nos pararon a un patio, frente a los periodistas. Comenzó a llover muy fuerte. Nos estábamos mojando. Solo por la presión de los periodistas al general (muchos nos conocían porque habíamos trabajado juntos cuando necesitaron ayuda con datos sobre el municipio) nos hicieron entrar a un salón. Allí nos pusieron las tablas con los números de nuevo. Todo parecía parte de un libreto. Luego, volvimos a los calabozos. Uno tiene que resaltar lo bueno también, los del Inpec nos trataron bien, fueron humanos. Pero las condiciones no eran las mejores. Siempre nos estaban cambiando porque llegaban más y más personas de otras partes y con otros arrestos. Unas celdas eran oscuras y húmedas, otras eran pequeñas y no cabíamos. En una nos metieron a veinte personas y luego nos dijeron que nos tocaría compartir una celda con otros capturados en otro operativo en Medellín: sicarios y paramilitares de una comuna de la ciudad. Ahí nos asustamos todos. Nadie tuvo la menor precaución que los dos grupos que iban a estar en la celda estaban sindicados de pertenecer a grupos ilegales rivales. Nos habían llevado unas gaseosas y decidimos guardar algunas para ofrecerlas a ellos cuando llegaran y así calmar las cosas. Así fue. Éramos muchos en la misma celda. Un guarda del Inpec nos dijo que había otras celdas y que qué grupo quería irse para allá para estar más cómodos. Los del otro grupo dijeron que nos fuéramos nosotros, que ellos sabían que no iban a estar mucho tiempo. Nos fuimos. Sin embargo, no cabíamos en la nueva celda, así que el guarda nos ofreció la celda de los que él llamaba desechables, pero que le daba pena porque estaba sucia y cochina. Varios aceptamos irnos para allá, unos seis. Barrimos. Trapeamos lo que pudimos, porque la trapeadora estaba sucia y no había cómo lavarla. Tiramos la cobija, chaquetas, ruana, al suelo y nos pusimos de cabecera lo que nos quedaba: zapatos, camisas, entre otros. Allá llegaron varias personas. Uno era un joven, un sicario que logró burlar el primer control del aeropuerto, que saltó el último alambrado y que al llegar al avión donde iba a cometer el asesinato, lo detuvieron. Tenía una pistola y un revólver. Nos contó que él sí era culpable. Pero que no se preocupaba, porque él sabía que iba a salir rápido. Luego llegó otra persona que venía de Manizales y le habían propuesto robar un carro de alta gama en Medellín para llevarlo a dicha ciudad. Lo cogieron en un puesto de control. Se veía que nunca había cometido otros crímenes, que seguro lo había hecho porque estaba desesperado por algo. Nosotros seguíamos en el día en el patio, un día de sol -lo dice con ironía- y en la noche al calabozo. Ellos salieron más rápido que nosotros”.
Se organizan, no como “guerrilleros”, que es lo que la justicia colombiana espera, sino como coterráneos, como sufrientes de una misma injusticia; reparten lo que les llevan las familias (comida, ropa, cobijas, etc.), ya que no todos tienen familiares en la ciudad. “Llegaron abogados extraños a decir que nos querían representar. Aconsejaban a algunos que aceptaran el cargo con menor tiempo de cárcel y que dijeran algunos nombres. Esa propuesta se la hicieron a dos del grupo. Ahí nos dimos cuenta de la trampa y todos negaron las supuestas ayudas”.
La infamia “escala” más y más hacia los fondos de un Everest tenebroso. “En la indagatoria me interpela una fiscal. Dice que tiene una prueba reina y que tengo que aceptar los cargos. Le digo que me muestra la foto. Ella la saca y dice que soy yo con Luís Ernesto, el candidato a la alcaldía capturado después de la operación, que allí nos veíamos los dos en el atrio de la iglesia conspirando algo”. Miro la foto. Al instante se la muestro a mi abogado, luego le digo al juez y a la fiscal que la miren con detenimiento. Ella dice que soy yo, que no mienta. Le digo que la miren bien y que me miren a mí, que miren mi nariz, si tenía ojeras y mis orejas. Les digo que miren al que está con Luis. No caen. Les muestro. El de la foto usaba gafas. Yo no usaba para la época. Solo hasta hace unos años las comencé a usar y solo para leer en casa. Luego les dije que miraran la estatura de Luis, que estaba en la parte de arriba del atrio. Luego les dije que miraran a la persona que supuestamente era yo, que estaba en las escalas de abajo. Quedaba casi de frente con Luis. Si yo fuera esa persona, tendría que mirar a Luis Ernesto con la cabeza hacia arriba, pues soy pequeño… Además, que dos personas estén conversando en un pueblo no es raro, todo el mundo se conoce, le dije. Ahora muéstreme las otras pruebas” La foto es desvirtuada como prueba reina, ven que mi padre tiene razón. La fiscal, desesperada, llama al encargado de la operación para que busque más elementos probatorios. Las fotos, grabaciones, testimonios, entre otras “pruebas”, no aparecen. Solo hay un testigo que lo único que dice es: “yo oí que…” “a mí me dijeron que…”. Luego el encargado de la operación se queda en la audiencia. “Yo vi que él se puso a hacerse el que estaba buscando pruebas, pero estaba era escuchando lo que yo decía. Entonces le dije al juez que ese señor qué hacía ahí, que ese tipo no podía estar en la sala. El juez lo sacó y él salió con rabia”. Escalada a escalada la operación Everest no llega a una cima sino a un socavón enorme, queriendo tapujar el error fatal y mal planeado del rescate del gobernador, Guillermo Gaviria, y su asesor, Gilberto Echeverri, quienes fueron secuestrados por las FARC el 21 de abril de 2002 en una marcha por la paz cerca al municipio de Caicedo, y luego asesinados por este mismo grupo tras un desastroso operativo de rescate por parte del ejército, llamado Operación Monasterio, que se llevó a cabo el 5 de mayo del 2003. Fueron fusilados junto con ocho militares secuestrados al sentir que los helicópteros se acercaban al campamento (uno de ellos, el sargento Heriberto Aranguren, fue el único sobreviviente, aún después de recibir dos disparos en la cabeza y uno en la pierna). De la cima a la sima, estas dos operaciones fueron un desastre, tanto para las personas capturadas y sindicadas como para el Estado, que luego fue demandado por casi todos los que salieron libres, que fueron la mayoría.
Dejan pasar los términos para juzgar y el caso pasa de un juzgado a otro, como una ruleta rusa, pero sin ninguna bala. Así alargan los tiempos y mi padre no puede salir libre. En los medios de comunicación no hay ninguna investigación sobre esto.
***
Siguen llegando y pasando los telarañeros, azulejos, gorriones, flecheros y palomos por los tres patios, así como la luna y el sol cada día.
Durante estos meses la operación Everest abre una trocha entre mi familia y la creencia en la justicia colombiana. Mi madre defiende varios casos de dicho operativo, pero no es capaz de llevar el proceso de mi padre. Solo después de muchas denuncias, cartas a varias instituciones, habeas corpus y otros procesos, y de gastar dinero en abogados particulares, mi padre sale libre el 11 de diciembre del 2003 por la falta de cualquier tipo de prueba. Lo dejan libre en el día 99, faltando un día antes de vencer los términos. Esperan hasta el último momento para presentar una prueba que nunca llegó.
Mi padre no pudo asistir a mis grados de bachillerato. El cumpleaños de mi madre fue sombrío. Las vacaciones estuvieron llenas de tensiones, noticias, llantos y rabias, pero de unión familiar y de amistad. “La familia fue un apoyo muy grande. Amigos del Incora, incluso, que no veía desde mi retiro muchos años atrás, estuvieron pendientes y ayudaron en lo que podían… Ya pasaron dieciséis años. Ganamos la demanda contra el Estado, pero van muchos años sin pagarla. Yo no quería presentar ninguna demanda. Pero faltando dos meses para que se venciera el plazo de hacerla, algunos compañeros me dijeron que lo hiciera como un acto simbólico. Me demoré mucho tiempo para poder viajar tranquilo. Guardé por dos años en mi billetera un papel que le exigí a la fiscal el día de mi liberación, donde manifestara que no tenía orden de captura. Al amigo médico lo volvieron a capturar porque no tenía ese papel. Luego lo liberaron de nuevo a los días. Tuve miedo mucho tiempo, porque salí en libertad condicional y se demoraron dos años en acabar por total el proceso. Eran las fiestas de diciembre el día de mi liberación, el once, y había policía por todas partes, me decían los guardas. Para acabar de ajustar, me dijeron que bajara en un taxi a la fiscalía. Yo dije que no. Tenía miedo de que me hicieran un atentado bajando. Les dije que me garantizaran la seguridad. Mandaron un carro blindado. Les dije que me esperaran y llamé a mi abogado para que vinera en su carro y se fuera detrás de nosotros, escoltado, viendo todo, porque tenía miedo de que me fueran a desaparecer en Medellín; en esos momentos, la ciudad estaba convulsionada. Allí me dio la orden y el papel que le pedí, me dijo que tenía muchas inquietudes porque le habían hablado mucho sobre mí y quería conocerme más. Yo le pregunté que si no le bastaba con todo lo que me habían preguntado e investigado. Entonces me fui. Al supuesto testigo que me señaló me lo he encontrado por el centro de Medellín. En un café, incluso me lo topé de frente. Al verme, esperó un momento corto y se fue. En los juicios, yo le decía al abogado que era todo o nada. Le comentaba que no había hecho nada malo, que, si lo había hecho, que me lo comprobaran. Todos los días en la cárcel repasaba una y otra vez mi vida para buscar en qué me había equivocado. Llevaba un cuaderno con notas. Pero no encontraba nada que justificara lo que estaba viviendo. Toda mi familia sufrió y nunca tuvimos asistencia psicológica del Estado. Un psicoanalista y mi cuñada nos ayudaron, porque no teníamos dinero para pagarlo, para ver los impactos psicológicos y sumar el informe de él a la demanda. No nos han pagado nada a pesar de haber ganado en dos estancias. Hasta el día de hoy, dieciséis años después, sigo esperando las pruebas que dijeron que tenían en mi contra.”
Lo primero que hizo, al salir, fue darnos un abrazo, a lo que le sumó un beso. Desde ese día nos comenzó a besar en la mejilla al saludarnos y al despedirnos, y como un apasionado por la memoria del conflicto, decidió que su vida sería investigar sobre los procesos de violencia que había sufrido y sufre Urrao, el municipio en el que vivió, decidió ver crecer a sus dos hijos y servir a la sociedad en procesos comunitarios y agrarios, los cuales le apasionan, pero por los que fue señalado. “Antes yo era totalmente abierto, le ayudaba a cualquiera que llegara a pedir una consultoría, asesoría para un proyecto, información sobre algún trámite. Ahora desconfío. Soy esquivo, miro mucho primero quién es esa persona”. Mi padre hasta el día de hoy teme que nos tengan intervenido el teléfono. Prefiere hablar personalmente cuando tratamos temas políticos y conversamos sobre información personal de nuestra familia; mi hermano se demoró años en opacar su odio hacia los policías y militares y desconfía plenamente del sistema gubernamental; mi madre quedó temiendo durante mucho tiempo que fueran por ella o por uno de nosotros como venganza por su trabajo y por no haber podido inculpar a mi padre en algo; me demoré en votar en unas elecciones, más de diez años después de cumplir la edad reglamentaria, me auto inculpé durante años por no haberle gritado o haber hecho algo a los policías cuando esposaron a mi padre, y aún no me considero colombiano; adopté una frase de Darío Fo para mi vida: “Nuestra patria es el mundo entero. Nuestra ley es la libertad. Sólo tenemos un pensamiento: la revolución en nuestros corazones”.
En la actualidad, mi padre está pensionado y vive en Medellín, se separó de mi madre que se quedó en Urrao; ella fue durante muchos años defensora pública y luego se pensionó. Él se dedica a aconsejar a mi hermano, que viaja por todo Colombia buscando especies nuevas de orquídeas y ayudando a su conservación por medio de la investigación, uniendo a las comunidades donde hace trabajo de campo en torno a la botánica. Yo creo (obras de teatro), escribo e investigo, sobre memoria del conflicto, como él.
La operación Everest nunca logró ascender, lo único que hizo fue socavar el fondo de la infamia, y allí, asfixiada entre el azufre de la mentira, murió silenciosamente, robando meses de libertad a decenas de personas (la mayoría quedaron en libertad y muchos demandaron al Estado), logrando que mi padre, en una extraña pero tierna sensibilidad después del encierro, aprendiera a besarnos y abrazarnos a su manera, y tuviera como misión escribir sobre lo ocurrido, sobre la violencia y las acciones comunitarias, para contrarrestar todo lo sucedido, lo que sigue, tristemente, sucediendo.
Los telarañeros aún visitan la casa de Urrao y, en su respectivo orden, los azulejos, los gorriones y los palomos. La puerta del zaguán sigue siendo la misma, la puerta de la calle aún tiene aquel color verde máquina y los tres patios son la medida del tiempo por el transcurso del sol en ellos. El timbre suena igual y la niebla aún baja a besar la planicie del valle y la piel del río. Y en ese habitual vivir y persistir, esperamos que nunca más toquen la puerta en la madrugada esperando escalar otra montaña.
* Este artículo es producto del trabajo realizado por el autor en el Curso de periodismo, memoria y conflicto desarrollado por Hacemos Memoria en Alianza con el Museo Casa de la Memoria en 2019.