El jueves 27 de agosto de 1987, a las 8:30 de la mañana, Saúl Franco abordó un avión en el aeropuerto José María Córdoba de Rionegro con destino a Río de Janeiro. Solo habían transcurrido cuarenta horas desde el asesinato de sus amigos y colegas Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur.

Por: Juan Camilo Castañeda

Foto: Paul Pineda Pérez

El 14 de agosto de 1987, Saúl Franco inició una serie de citas con la muerte. Esa mañana, recibió la noticia de que Pedro Luis Valencia, quien fue médico y profesor de la Universidad Antioquia, y senador por el partido Unión Patriótica, había sido asesinado por sicarios en su casa del barrio La América, en Medellín.

La Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia (U. de A.) le encomendó a Franco la vocería para que diera unas palabras en el sepelio del colega asesinado. En su discurso, reiteró la necesidad de defender la vida y los derechos humanos, tal y como lo hicieron el día anterior en la Marcha de los claveles rojos.

Franco también denunció, —como lo venían haciendo diversas organizaciones sociales en la ciudad— que el asesinato de Valencia no era un caso aislado, como lo querían hacer ver algunos sectores institucionales, sino que se trataba de una estrategia de organizaciones paramilitares que perseguían a defensores de derechos humanos, integrantes de organizaciones sociales y militantes de partidos políticos de izquierda.

Tras dejar a su amigo en el silencio eterno de una tumba del Cementerio de San Pedro, Franco se encontró con Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur, dos personas con las que desde décadas atrás había cultivado una relación personal y profesional en la Facultad de Medicina de la U. de A. Caminaron por el corredor central del cementerio para buscar la salida de la avenida Bolívar y cuando llegaron a la puerta la detonación de dos petardos los hizo correr hacia lugares distintos, cada uno huyendo de la muerte que asechaba  por aquellos días a personas que, como ellos, estaban comprometidos con causas sociales en el país.

Días después, Franco volvió a ver a Betancur y Abad por separado, pero aquella tarde en el cementerio, como un anuncio silencioso de la fatalidad que se avecinaba, fue la última vez en que los tres amigos estuvieron juntos en un mismo lugar. Los mismos responsables del asesinato de Valencia, terminaron con la vida de Betancur y Abad.

A Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur los asesinó un sicario el martes 25 de agosto de 1987, a las 5:30 de la tarde, junto a la sede de la Asociación de Institutores de Antioquia (Adida), ubicada en pleno centro de Medellín, cuando asistían al velorio de Luis Felipe Vélez, quien había sido víctima de las mismas balas en las horas de la mañana.

Esa tarde, el teléfono de Franco no paró de sonar. Las voces le transmitían mensajes solidarios y al tiempo le sugerían que, para protegerse, lo mejor era abandonar el país. Supo entonces que su vida, igual que la de sus amigos asesinados y sus familias, también había sido cortada de tajo, con un golpe seco que lo empujó al abismo del exilio y que lo despojó de la posibilidad de construir su propio destino.

La vida interrumpida

En 1987 Saúl Franco tenía 42 años y estaba en uno de los mejores momentos de su vida académica y profesional. Era el director del Centro de Investigaciones Médicas de la Facultad de Medicina de la U. de A., quizás la institución de ciencias médicas más reconocida de Colombia y con una gran reputación en el exterior.

Entre 1968 y 1975 Franco cursó en aquella Facultad el pregrado de medicina. Como estudiante se acercó al enfoque social de su profesión, entre otras razones porque recibió clases de médicos salubristas como Héctor Abad Gómez. La relación entre ellos se estrechó más en 1976, cuando Franco ingresó al Departamento de Salud Pública como docente e investigador. Allí, Abad Gómez fue su jefe.

Franco solo se distanció de la U. de A. cuando viajó a México, en 1978, a estudiar la maestría en Salud Pública en la Universidad Autónoma Metropolitana de México. A su regreso, en 1980, se vinculó al Centro de Investigaciones Médicas donde empezó a liderar estudios científicos sobre la malaria en la región del Urabá antioqueño.

“Éramos investigadores de campo, no de escritorio. Nosotros recorríamos los territorios andando en mula”, recuerda Franco. Durante siete años viajó con un grupo interdisciplinario por los lugares más recónditos de la geografía del Urabá, con el propósito de hacer aportes a la prevención y cura de la malaria.

A la par de sus labores como docente e investigador, Franco, como muchos otros profesores de la U. de A., fue un miembro activo de las causas sociales en Medellín. Particularmente estaba vinculado a colectivos que promovían los derechos humanos y era miembro de la junta directiva de la Asociación de Profesores de la U. de A., un espacio en el que fue reconocido como líder del profesorado, tanto así que aspiró a la representación de los docentes ante el Consejo Superior Universitario.

Por esa figuración pública como líder del profesorado y defensor de derechos humanos, por su cercanía a Héctor Abad Gómez, a Leonardo Betancur, a Pedro Luis Valencia y a otros profesores asesinados y amenazados, Franco presintió —aunque nunca lo pudo confirmar— que su nombre estaba escrito en la misma lista de sus compañeros recientemente asesinados. Razón de sobra para abandonar el país.

Salir del país

Ese martes 25 de agosto de 1987, Saúl Franco también recibió llamadas de colegas de distintas partes del mundo, con los que recientemente había compartido en un encuentro internacional de medicina social que organizó él mismo en Medellín, quienes le extendieron la mano y le ofrecieron refugio. Brasil fue su elección.

“El representante en Brasil de la Organización Latinoamericana de la Salud me dijo que me fuera para allá y que tendría un contrato como consultor de la organización. Me pidió, primero, que saliera inmediatamente de mi casa y que no volviera y que tan pronto se hicieran los trámites de pasajes y exilio saliera de Colombia”, recuerda Franco.

A la mañana siguiente, el miércoles, siguiendo las indicaciones que le dieron, se dirigió al Paraninfo de la Universidad de Antioquia donde se realizó el velorio de Abad y Betancur. “Cuando llegué me rodearon amigos y me sacaron de allá, me dijeron que yo no me podía presentar en público. Me llevaron en un carro hasta una casa de campo cerca de Medellín, allá esperé que se hicieran los trámites de tiquetes, que mi esposa me llevara las cosas básicas para el viaje y ya no volví a mi casa”.

El jueves 27 de agosto de 1987, a las 8:30 de la mañana,  40 horas después de que asesinaran en el centro de Medellín a sus amigos Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur, Saúl Franco abordó un avión con destino a Río de Janeiro. “Una de las cosas terribles de los exilios es que uno sabe cuándo empiezan, pero no saben cuándo ni dónde terminan, si es que terminan porque hay mucha gente que muere en el exilio”, reflexiona Franco a 31 años de aquel acontecimiento que cambió por completo su vida.

Un exilio

“Yo me fui, en principio, con el corazón preparado para estar un mes por fuera del país. Pero ese mes se extendió a casi cinco años”, comenta Saúl Franco, quien a su llegada a Brasil se enfrentó a un escenario de incertidumbre total, pues aunque tenía el deseo de regresar, cada vez que llamaba a Medellín le comunicaban que la situación no cambiaba y que el acecho a los defensores de derechos humanos seguía latente. Aceptó, entonces, que tendría que pasar por lo menos un año fuera del país. El paso siguiente fue trasladar a su familia a Río de Janeiro.

En Brasil encontró la amistad y el apoyo de reconocidos investigadores como Sergio Arouca, quien se desempeñaba como director de la fundación Oswaldo Cruz de Brasil; y Pablo Díaz, quien estaba al frente de Escuela Nacional de Salud Pública de Río de Janeiro. Franco sabía que con el apoyo de sus colegas y desde la Facultad de Salud Pública de la U. de A. podría continuar con sus investigaciones sobre la malaria. Sin embargo, pronto entendió que con el exilio también cambiarían sus inquietudes académicas. “Con los hechos que me habían pasado en Colombia, entendí que la vida me indicaba que un tema muy importante para investigar era el de la violencia”, recuerda.

Empezaron a rondar por su cabeza preguntas como “¿Por qué nos matamos en Colombia? ¿Por qué estas intensificaciones de los homicidios?”, cuestionamientos que orientaron su devenir académico en adelante y que lo ayudaron a retomar las riendas de su propia suerte. Entonces, le propuso a Pablo Díaz y a Sergio Arouca crear un centro de estudios donde se vincularan los temas de la violencia y la salud pública. “Ese es el germen de lo que se configuró como el Centro Latinoamericano de Estudios de Violencia y Salud (Claves)”, recuerda Franco sobre aquel episodio que lo convirtió en cofundador y primer director de una de las instituciones más prestigiosas del estudio de la violencia en Latinoamérica.

Franco considera que su exilio terminó en 1989, porque en ese momento, por voluntad propia, se fue a vivir a Washington para trabajar con la Organización Panamericana de la Salud (OPS). La única condición que les puso para aceptar la oferta laboral fue que le permitieran seguir desarrollando investigaciones sobre violencia y salud. “Recuerdo que en 1990 salió en un boletín de la Oficina Sanitaria Panamericana una primera reflexión mía sobre esas temáticas. El documento circuló mucho y ayudó a que ese tema se fuera consolidando en la oficina”, cuenta Franco. Allí su trabajo aportó para que años más tarde la OPS y la Organización Mundial de la Salud (OMS) definieran a la violencia como un gran problema internacional de salud pública.

En 1992 Franco regresó a Colombia. Sin embargo, a Medellín, su ciudad natal, solo volvió de visita, pues por razones laborales y familiares decidió radicarse en Bogotá, donde continuó con sus investigaciones es temas de salud y violencia en la Universidad Nacional, institución en la que ayudó a crear el doctorado en Salud Pública.

“Esa condición de exilio me abrió esa ventana académica y ha seguido siendo uno de los ejes centrales de mi vida hasta hoy”, reflexiona Franco mientras reconoce que su experiencia como exiliado probablemente fue fundamental para su designación como uno de los once integrantes de la Comisión de la Verdad.

Desde esa institución, creada por el Acuerdo Final de Paz que firmaron la guerrilla de las Farc y el Estado colombiano, tendrá la responsabilidad de contribuir al entendimiento de las situaciones más significativas que ocurrieron en el conflicto armado colombiano, de sus causas, sus consecuencias, quiénes fueron los responsables y quiénes víctimas en esta extendida y compleja confrontación.

Desde la Comisión de la Verdad, Franco asegura que trabajará en cuatro temas que personalmente lo han marcado: el exilio, el impacto del conflicto en la salud, en los ancianos y en las universidades públicas.