El teatro de guadua construido en el ETCR Silver Vidal Mora y el festival que allí se celebra cada año, se ha convertido en un punto de encuentro no solo para la comunidad que habita ese espacio sino para otras cercanas a la cuenca del río Curvaradó.
Por: Luis Bonza
Fotos: cortesía Festival Selva Adentro
En la vereda Las Brisas, entre los municipios de Riosucio y Carmen del Darién, en Chocó, se encuentra el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) Silver Vidal Mora. En él viven 186 personas, entre exguerrilleros, exguerrilleras y sus familiares. Desde su instalación, en agosto del 2017, han celebrado en ese espacio cuatro matrimonios y dieciséis nacimientos. Pero lo que hace particular este ETCR es que, en su entrada, al borde del río Curvaradó, se impone un teatro de 452 metros cuadrados con capacidad para 300 personas y por el que han pasado 47 manifestaciones artísticas de todo el país.
Cuando concluyó su construcción, en los mismos días en los que también terminó la adecuación de las casas para quienes integraban las filas del frente 57 de las Farc, se encendieron por primera vez las luces del teatro que tres años después no se han apagado. Ese es el escenario del Festival de Artes Escénicas Selva Adentro, que a principios de octubre celebró su tercera edición. La programación incluyó dieciséis muestras, tres mesas de trabajo pedagógico, nueve escuelas de arte y paz que funcionan como intercambios de saberes, una molienda en la que participaron las personas de las comunidades cercanas y una parranda vallenata.
El Festival es organizado por la Red de Colectivos de Estudio en Pensamiento en América Latina (CEPELA), una agrupación de colectivos de Medellín que le apuesta al pensamiento crítico y la paz, y que cuenta con apoyo de grupos teatrales como el Matacandelas.
Si bien el teatro como espacio físico está construido dentro de los límites del ETCR, su zona de influencia es mucho mayor. Cada año llegan por tierra o a través de las aguas del Curvaradó habitantes de comunidades cercanas para participar de la programación. Carolina Saldarriaga, profesora de la Universidad Nacional, es la arquitecta que dirigió el proyecto del teatro y explica que pensar en su construcción significó definirlo en tres partes: “La primera es el teatro como ágora comunitaria, un espacio de reunión que necesita cualquier comunidad para encontrarse. Luego como escuela de saberes, porque íbamos a sumar experiencias y se iba a convertir en una escuela de construcción para quienes participaron. Y, en tercer lugar, como arte escénica que tiene la capacidad de hablar de la muerte sin matar y de hacer catarsis emocional en el tránsito de la guerra a la paz”.
La primera dimensión es quizá la más importante para las comunidades cercanas que cada vez se integran más alrededor de Selva Adentro. “La primera impresión fue que era muy cerrado, pero es que la primera edición era para los exguerrilleros, no tanto para la gente de la comunidad. En el segundo ya hubo un componente importante de las comunidades. En ese ya hubo molienda y vino mucha gente de cerca, de Belén de Bajirá, Vigía del Fuerte, Quibdó, de muchas partes”, explica Camilo Durango, director del festival.
La molienda es un evento en el que diversos grupos culturales exponen su talento: baile, canto, teatro y hasta circo. En la tercera edición se realizaron allí once presentaciones entre las que hubo espacio también para que un sargento de la Policía Nacional cantara en el escenario. Es en ese tipo de eventos es donde se hace importante la tercera dimensión del festival, el teatro como espacio físico que permite lo simbólico de las artes escénicas.
Jhon Hader Córdoba es un joven que pertenece a la Zona Humanitaria Las Camelias, ubicada en la cuenca del Curvaradó y cercana al ETCR. Él explica que “estamos llenos de grupos armados, no lo podemos decir con nombre propio por el miedo, pero a través del teatro se muestra todo eso por medio de representaciones. Esto ayuda a visibilizar más nuestra necesidad y nuestra preocupación”.
Él llegó al festival en lancha con otras personas que venían de su comunidad y de otras cercanas. Durante el festival, el puerto improvisado del ETCR se mantiene activo para que los habitantes cercanos hagan parte de la programación, pero no siempre fue así. “Al principio, cuando la llegada de los compañeros, todo era como sorprendente, pero se fue aceptando. La gente fue mirando que ellos también pertenecen a nuestra familia, también son campesinos. Empezamos a relacionarnos, a participar de los eventos y ya en conjunto empezamos a coordinar cosas entre las comunidades y ellos” explica Jhon Hader.
Las personas de las poblaciones cercanas y del ETCR coinciden en que al principio existía recelo por parte de los exguerrilleros y quienes habitan el sector para relacionarse, pero el teatro, el festival y el fútbol los acercaron. “Llegamos un poco ariscos, siempre con algunas prevenciones, pero a medida que fuimos empezando a relacionarnos con las comunidades fuimos viendo que la prevención había que echarla a volar inmediatamente. Fue cuando empezamos los torneos, el fútbol nos ha entrelazado con las comunidades. Ellos empezaron a llegar, nos acogieron y nos apoyaron para que no nos fuéramos”, cuenta José Cleofás Mosquera, mejor conocido como ‘El Pana’, uno de los líderes del ETCR.
Eufrasio Suarez Flórez, uno de los líderes de la comunidad indígena Zenú que habita en esa zona, dice que la relación de las poblaciones cercanas y los exguerrilleros se sustenta, además, en que comparten sus luchas: “Nuestra preocupación es porque también estamos sin territorio. Indio sin territorio no es nada y territorio sin indio tampoco es nada. Tenemos las mismas luchas. Ellos también necesitan tierra, entonces tenemos como una alianza”, explica. Algunos miembros de su comunidad han asistido al festival para ofrecer sus creaciones artesanales a quienes van de visita, pero principalmente para presentar sus grupos culturales en espacios como la molienda. Sin embargo, uno de los problemas del festival es que muchas personas de territorios cercanos no pueden asistir por problemas logísticos de movilidad.
Algunas de las peticiones más sonadas de esas comunidades es que para futuras ediciones el festival se descentralice, es decir, que las actividades no solo se desarrollen en el ETCR sino en otros puntos del territorio para incluir y poder llegar a más personas. El director, Camilo Durango, dice que eso aún no es posible porque rompe con el espíritu del festival: “Lo que ha buscado este teatro es hacer un ejercicio de reconciliación, encuentro y memoria. Lo que queremos es poder encontrar una logística más amplia para que más comunidades vengan hasta el teatro, porque lo que nos interesa es recuperar los lazos que se perdieron”.
En ese lugar de la selva chocoana las carpas de plástico y las linternas fueron cambiadas por telones y reflectores que cada año iluminan el ETCR Silver Vidal Mora y las comunidades que están alrededor. El teatro que allí está construido se recrea en sus formas para convertirse, según la ocasión, en auditorio de reuniones políticas y sociales, en salón social para matrimonios y graduaciones o cualquier otro tipo de eventos. Lo importante de todo esto, según Carolina, la arquitecta, es que más allá de su uso “el teatro se ha convertido en un punto de ancla que trasciende su forma física y construye un tejido social que es sumamente valioso y fundamental para que ellos tengan un motivo más para seguir resistiendo. El teatro es la resistencia”.