Se cumplen 25 años de la muerte de Andrés Escobar a manos de hombres vinculados con el narcotráfico y el paramilitarismo de los noventa en Medellín. Querido por toda una generación de colombianos, pocos lo conocieron tanto como su hermano, el futbolista y técnico Santiago Escobar. Aquí comparte algunos de los recuerdos más entrañables del caballero del fútbol.
Entrevista: Adrián Atehortúa
Foto: archivo El Heraldo
Andrés y yo éramos los menores de cinco hermanos. Yo le llevaba tres años y por eso nos la pasábamos juntos. Crecimos en la casa de mis padres en el barrio Calasanz, cerca de la Cuarta Brigada y del Atanasio Girardot, estudiamos siempre en el Colegio Calasanz y nos íbamos y devolvíamos juntos, pasábamos vacaciones juntos, jugábamos y entrenábamos juntos… Éramos inseparables.
De niños, el barrio todavía estaba lleno de mangas y vivíamos montando en bicicleta, jugando fútbol en la calle y también los juegos de la infancia: escondidijo, tierra libertada, pelota envenenada… De las cosas que más nos gustaba hacer era coger pa’l morro y encaramarnos en los árboles. Siempre volvíamos llenos de mangos y pomas que nos robábamos. Tuvimos una infancia sencilla y tranquila. Fuimos dos niños completamente felices. Siempre agradezco que mi niñez la haya pasado al lado suyo.
El fútbol se nos inculcó en casa desde siempre gracias a mi padre. A él le gustaba mucho jugar. El primero de la casa que intentó ser futbolista profesional fue José Darío, el hermano mayor, que jugaba en el equipo de la Universidad de Medellín y se había destacado en el colegio por ser un centro delantero con mucha capacidad. Cuando tenía 19 años tuvo una prueba con Millonarios pero no logró pasar en esa convocatoria y se dedicó de lleno al estudio. Yo tenía 14 años y Andrés 11.
Cada tarde mi padre llegaba del trabajo a eso de las 6:30, se cambiaba y nos llevaba a Andrés y a mí a jugar con sus amigos en las inmediaciones del Atanasio. Éramos unos pelaitos jugando con unos señores, pero nos iba bien. Como nos gustaba tanto, Andrés y yo construimos dos canchitas que siempre nos llevábamos para los partidos. Así empezó nuestra afición por el fútbol.
De todas las cosas que vivimos juntos en nuestra juventud, recuerdo mucho unas vacaciones en Santa Fe de Antioquia. En la finca en la que nos quedamos, un día nos prestaron unos caballos y salimos a cabalgar. Todos los caminos eran trochas y ya de regreso, faltando más o menos un kilómetro para llegar a la entrada de la finca, Andrés me dijo: “apostemos una carrera”. Yo acepté, desde luego, y arrancamos a toda. En medio de la carrera había que dar un giro a la izquierda y yo cogí ventaja. Los caballos se desesperan cuando saben que están por llegar a su sitio y el mío se puso tan rápido que se me desbocó y me tumbó. A mí no me pasó nada pero me quedé tumbado en el suelo riéndome. Andrés había visto cómo me había caído y llegó muy preocupado a preguntarme si estaba bien. Cuando vio que yo en realidad estaba riéndome y no me había pasado nada, también empezó a reírse de la caída tan verraca que me había pegado. Esa tarde se rió tanto, que literalmente se orinó en los pantalones.
En algún momento de la adolescencia llegó esa etapa en la que la diferencia de edad hacía que mis amigos y yo pareciéramos muy mayores y Andrés y sus amigos parecieran más pequeños. Ya teníamos planes diferentes y yo quería estar con mis amigos y cuando le decía a Andrés que no podía venir con nosotros, a veces se molestaba. Él insistía, yo lo molestaba, luego me reía y al final le decía: «bueno, venga pues». Cosas de adolescentes.
Podría decir que al primer jugador al que le di algún consejo técnico fue a Andrés. A los 16 yo representaba al colegio en los juegos intercolegiados en Medellín en primera y tercera categoría. El técnico, Ramiro Monsalve, en el año 1980, me vio jugar y después de un partido se me acercó y me preguntó si quería estar en una preselección Antioquia que jugaría en unos campeonatos nacionales.
Me seleccionaron entre 25 jugadores, jugamos los campeonatos y ahí es que Atlético Nacional me ve jugar y ese año Oswaldo Zubeldía da la orden para que me contraten. Andrés siguió jugando en el colegio y a los dos o tres años de yo estar jugando como profesional, Andrés me preguntó si yo creía que él también podría llegar a ser jugador profesional. Yo le dije: “si sos disciplinado, si te cuidás, si te alimentás bien, si te preocupás por ir al gimnasio, también vas a jugar fútbol profesional”. Se lo dije porque creía en él: siempre había visto muchas condiciones y mucho potencial en Andrés, era un jugador muy técnico y así fue. Empezó a jugar como un número 10, después como un extremo izquierdo. El que lo puso a jugar como defensor central fue Carlos ‘El Piscis’ Restrepo, que fue nuestro entrenador en el Colegio Calasanz y fue el entrenador de Andrés en sus comienzos.
Andrés era muy disciplinado. Era extraordinariamente obsesivo, profesional y comenzó a entrenar tal como se lo dije. Entrenaba mañana y tarde y en cuanto tenía un espacio libre no perdía la oportunidad para irse al gimnasio a hacer sus rutinas de tren inferior y tren superior. Andrés era muy flaco y no comía mucho. Le insistía en que aumentara fuerza y se alimentara bien… y bueno, empezó a hacerme caso. No había necesidad de presionarlo mucho y así se convirtió en un profesional íntegro: se cuidaba, hacía su dieta, nunca tuvo excesos… vivió siempre para su familia y para su profesión. No tardó mucho en llegar a Nacional.
Por otro lado, de niño, de adolescente, de adulto y todo el tiempo que vivió, Andrés siempre se caracterizó por ser un mamador de gallo de tiempo completo. Era extrovertido, charlatán, bromista, burletero. Siempre tenía un chiste, una sonrisa. Tenía una risa muy particular, como de caballo. Con los equipos, con los amigos, con la familia, siempre fue muy especial. Creo que por eso siempre lo quisimos tanto.
Había una cosa por la que Andrés y yo discutimos algún tiempo en casa: siempre dejaba la toalla mojada encima de la cama después de ducharse. Yo era muy organizado con mis cosas, siempre me ha gustado el orden, y Andrés todavía era un poquito indisciplinado. Siempre le decía: “andá y llevá la toalla para el secador de ropa”, pero no. Yo siempre iba y ponía la mía, pero él siempre dejaba su toalla tirada y se iba. A mí me parecía que eso no estaba bien. Entonces un día, para que aprendiera, empecé a coger la toalla mojada y se la metía en el armario o en el cajón con toda su ropa limpia y seca. Cuando regresaba a la casa, o al otro día cuando volvía a abrir el cajón de su ropa encontraba todo ese desorden y claro, se molestaba. Así todos los días: toalla mojada que dejaba tirada, toalla mojada que yo le metía en la ropa limpia. Y así fue hasta que aprendió que tenía que llevarla al colgadero y no esperar a que alguien se la llevara. Ya de adultos nos acordábamos de eso y nos reíamos mucho de cómo fue que aprendió a no dejar las toallas tiradas después de ducharse.
Tener a dos futbolistas profesionales en casa era espectacular, una alegría total… ¡Toda la familia verdolaga y nosotros jugando en Nacional! Cada partido era como una fiesta. Mientras yo llevaba tres años en la titular, Andrés llegó a las divisiones menores. Un día, Aníbal ‘Maño’ Ruiz decide subir a Andrés para unos entrenamientos que compartimos. Era la pretemporada del Mundial del 86 y por esos días la Selección de Uruguay fue a Medellín a jugar un amistoso con Nacional. Andrés estaba de suplente. Faltando veinte minutos, el ‘Maño’ Ruiz lo pone a jugar. Me gusta mucho recordar ese partido porque fue el único que jugamos juntos en un mismo equipo profesional ¡y además con Nacional! Creo que eso lo sabe muy poca gente. Luego, yo empecé mi paso por equipos fuera de Medellín y ahí solo nos volvíamos a ver en la cancha pero ya enfrentados.
Tener en casa a dos futbolistas jugando en equipos diferentes también era espectacular para la familia, menos cuando tocaba enfrentarnos: algunos le hacían fuerza a Andrés, otros me hacían fuerza a mí, pero cuando les preguntábamos siempre decían que querían un empate. El que más sufría era mi papá porque no quería ver a uno de sus hijos perdiendo.
Andrés y yo nos enfrentamos en muchos partidos: él en Nacional y yo en América, o en Sporting de Barranquilla, o en Junior, o en Deportivo Pereira o en Millonarios. Recuerdo mucho un Nacional – Millonarios en Medellín en el que Eduardo Retat me da una orden para los tiros de esquina: “tú vas a marcar a tu hermano y le vas a hacer una marcación hombre a hombre. Y si él te hace gol, te saco de la titular”. Y yo: “Bueno…”. Viene el primer tiro de esquina, salgo a marcar a Andrés, lo agarro por la cintura y él me dice: “no me agarrés” y yo le respondo: “te tengo que agarrar porque si me hacés gol el técnico me dijo que me sacaba”. Y claro, ¡qué le dije…! todo el partido Andrés se la pasó desmarcándose por toda el área tratando de hacerme gol. Y yo todo el tiempo agarrándolo, sujetándolo, molestándolo para que no anotara. Afortunadamente, ese día Andrés no me hizo el gol.
En aquellos años en los que el fútbol nos enfrentaba, las únicas ocasiones que teníamos Andrés y yo para vernos fuera de la cancha era cuando yo viajaba a Medellín para jugar. Los técnicos me daban permiso para pasar una noche en casa de mi padre y allá dormíamos los tres. Andrés aún vivía con él porque los demás hermanos ya se habían ido o ya se habían casado. Las vacaciones las pasábamos sagradamente en familia: en diciembre, junio, Semana Santa, nos íbamos a Santa Marta o Cartagena o alguna finca a las afueras de Medellín. Siempre nos gustaba pasar tiempo en familia, era muy importante para nosotros.
Muy rápido Andrés empezó a destacarse con Nacional y pronto fue llamado por ‘Pacho’ Maturana y el ‘Bolillo’ Gómez para una gira de la Selección Colombia por Europa, en 1988. Ahí es que se hace famoso con un gol contra Inglaterra en ese templo del fútbol que es Wembley. Luego, vino la Copa América, y luego Italia 90, donde lo acompañé. Para mí esa ha sido la mejor Selección Colombia que he visto: Carlos Valderrama, La ‘Gambeta’ Estrada, Arnoldo Iguarán, El ‘Chonto’ Herrera, René Higuita, Luis Carlos Perea, ‘Barrabás’ Gómez… y mi hermano entre ellos.
La Selección Colombia de Italia 90 era como una fantasía por el fútbol que pensaba, por la calidad, por la técnica, por todo lo que hicieron… Disfruté mucho ese mundial y más viendo a Andrés. Después de eso fue llamado para jugar en el Berner de Suiza. Para ese periodo, él me llamó y me pidió que me fuera con él. Yo por supuesto que acepté. No era un fútbol grande de Europa pero fueron seis meses en los que Andrés maduró mucho y tuvo una experiencia muy enriquecedora con la intención de que lo conocieran. Fuera del fútbol, esos seis meses en Suiza fueron una época maravillosa en la que viví feliz de nuevo con mi hermano.
Andrés siempre llevó una vida muy sencilla y sin excesos, pero siempre tuvo una debilidad por los relojes. Realmente le gustaban mucho. Cada vez que tenía una oportunidad y encontraba uno bonito se lo compraba y nos lo enseñaba como un niño estrenando juguete, aunque nunca fue excéntrico o exagerado: nunca llegó a tener más de tres o cuatro al tiempo. En lo que sí no tenía límites era en los detalles que tenía con la gente. A medida que se hacía más famoso, Andrés era cada vez más carismático. Nunca se negaba a un autógrafo, a un saludo de las personas que se lo encontraban en la calle. Pero era más que eso: de sus viajes siempre volvía cargado de regalos para los familiares, los amigos, los conocidos. Recuerdo una vez que en Puma le dieron unos doce o quince pares de guayos por patrocinio. Andrés los cogió y empezó a repartírselos a la gente que se iba encontrando: a algún amigo de mi papá, al portero del edificio, al recolector de basura. Después de su muerte han sido muchas las ocasiones en las que la gente, conocidos y desconocidos, se me ha acercado a contarme sobre algún acto de generosidad que Andrés tuvo alguna vez con ellos y de los que nunca había hablado.
Tanto en Italia 90 como en EE.UU. 94 toda la familia viajó para acompañar a Andrés en el mundial. En ambas ocasiones nos comunicamos poco porque respetábamos mucho la concentración de la Selección. Cada vez que había una oportunidad Andrés se comunicaba con nosotros y nos hacía llamar para vernos, y eso era casi siempre después de los partidos. El 22 de junio de 1994 toda la familia estaba en la tribuna del estadio Rose Bowl cuando Andrés hizo aquel autogol, el único autogol de toda su carrera. Aunque en internet se puede ver cómo el estadio parecía que iba a estallar porque el equipo anfitrión ganaba, yo recuerdo ese momento como un silencio absoluto, desgarrador. Un jugador de la calidad de Andrés y pasar por una jugada fortuita… Yo solo pensaba en Andrés, yo solo pensaba cada vez que él cogía el balón: “ojalá eso me hubiera pasado a mí y no a mi hermano”.
Andrés tuvo mucho valor. Yo recuerdo que él siguió jugando con mucha personalidad y mucho carácter y terminó bien aquel partido. Ese día nos vimos después del juego. Aún faltaba el encuentro contra Suiza pero ya Colombia estaba por fuera del mundial. Ese día encontré a Andrés preocupado: pensaba que eso le costaría su posible negociación para el Milán, algo que había esperado y por lo que había trabajado en los últimos años. Me dijo: “nunca he hecho un autogol y lo vengo a hacer en un mundial…”. Yo solo le dije que no se preocupara, que eso solo era un accidente, que pasaba en el fútbol, que a él lo habían seguido en el Milán durante dos años y eso no iba a borrar todas las cosas buenas que él había hecho, que ese era un golpe que le iba a servir en la vida, que él era igual de buen jugador con el autogol y sin autogol. “Sos un gran jugador”, le dije. Fueron las últimas palabras que le dije.
Después del partido contra Suiza, en el que también estuvimos, la familia salió de turismo a Las Vegas. El plan era quedarnos cinco días. A la segunda noche, de regreso al hotel, el teléfono sonó en la madrugada. Mi hermana contestó. Era ‘Barrabás’ Gómez. Él le dio la noticia. Todos escuchamos, yo corrí hasta donde mi hermana. Todavía no encuentro las palabras para describir ese momento y todo lo que llegamos a sentir. No sé aún cómo hicimos para empacar maletas e ir al aeropuerto. Ese viaje de regreso a Medellín ha sido uno de los momentos más horribles que he vivido. Nos recibieron algunos familiares en el José María Córdoba y todos estábamos completamente desubicados. Nos llevaron hasta el apartamento, nos duchamos, nos cambiamos. Nos llevaron hasta el coliseo Iván de Bedout, donde tenían el cuerpo de Andrés. Recuerdo los ríos de gente por todas partes, era una locura completa. En medio de ese caos y esa multitud yo solo quería ver a Andrés y constatar si era verdad, porque en todo ese tiempo yo no creía que fuera cierto. Yo me sentía en una pesadilla y solo sabría si era realidad hasta verlo. Minuto tras minuto era como si me dieran una puñalada.
Después de la muerte de Andrés vinieron años duros para mí. Yo estaba jugando para el Deportivo Pereira y me retiré porque no tenía los ánimos, la cabeza ni la fuerza para seguir jugando por lo que le había pasado a mi hermano. Luego, me alejé de casi todo lo que tuviera que ver con el fútbol. No quería ver partidos, no quería ir al estadio, no entendía por qué había pasado eso.
Con el tiempo me daba cuenta de que el fútbol no iba a dejar de gustarme. El fútbol me hacía falta. Cada vez me llamaba más gente y me decían que no podía estar lejos del fútbol. Ahí fue que empecé a hacer mis estudios para ser técnico.
A Martín y Antonio, mis hijos, les hablo de su tío. Hay que hablarles, porque eso hace parte del duelo que uno tiene que seguir haciendo: cuando vos guardás y guardás y guardás y no hablás de esos temas, el dolor se agudiza y es más complicado. A mí me ha ayudado hablar de Andrés en entrevistas, en los diálogos, recordarlo con los amigos… pero a mis hijos les hablo mucho para transmitirles lo que todo el mundo conoce, pero ellos no pudieron conocer: el extraordinario ser humano que fue su tío. A Andrés le gustaban mucho los niños. Ellos ven sus fotos, buscan información sobre él, leen artículos sobre él. Hace poco, Nacional hizo un homenaje al que no pude ir pero ellos fueron al Atanasio, estuvieron en la gramilla, recibieron una placa que el equipo le entregaba a la familia y bueno… ahora que están más grandecitos me gusta ver que ellos se dan cuenta de las dimensiones de esa gran persona que fue su tío Andrés.