Tomates secos exprimidos: memorias de una masacre

La Casa del Teatro de Medellín y la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia se juntaron para montar la obra Tomates secos exprimidos, un texto de Carlos Pérez con la dirección de Wilder Lopera, sobre la masacre de Santa Rosa de Osos, en 2012.

Por: Daniel Botero
Foto: archivo Casa del Teatro

Escena 1

En medio de un escenario claroscuro y en un ambiente de sonidos lúgubres, una sombra se desplaza y emite ruido de campanas. Una pareja de campesinos irrumpe en escena y narran la historia de su huida del campo, perseguidos por aquella sombra que los acompaña a cada paso y en cada acción. ¿Están muertos? Se pregunta el espectador. Narran su experiencia como si hubiese sido su último suspiro de vida, como si lamentaran no vivir para contarlo, como si aquellos disparos que escucharon a la distancia, les hubieran alcanzado unos metros más adelante.

Escena 2

Aclara la luz. Un par de cuerpos inertes aparecen en el centro del escenario, sobre lo que representa, tal vez, el corredor de una casa de campo. La forma en la que han caído no refleja un acto voluntario de tomar el sol en el campo. Una niña sale, se acerca y observa los cuerpos con terror y corre detrás de la escena. Confusión, soledad, silencio… Música campesina en grabación, un tanto lúgubre, va subiendo como telón de fondo (En esta obra, tanto la música como las luces, son protagonistas).

La memoria es un fenómeno del presente, una puesta en escena actual de un evento que tiene sus raíces en el pasado. A través de la ‘performance’ se transmite la memoria colectiva. 

Diana Taylor

Escena 3

La pareja de campesinos comparte el almuerzo mientras recuerdan su infancia en aquellos parajes: cómo se enamoraron, su matrimonio, la niña, la familia. Quisieran volver a caminar hasta el filo de aquella montaña que se ve a lo lejos, pero ya no se puede. Últimamente, gente extraña ronda por ahí y se ha convertido en campo vedado, incluso para los lugareños. Quietud y silencio. La campesina rompe en risas y hace cosquillas a su compañero. Se dejan caer bajo el sol. Oscuridad.

De esta manera, entre relatos e imágenes de los días felices en la finca, recolectando tomates de árbol y las faenas del diario vivir, Marita e Isidro, protagonistas de esta historia, devuelven la dignidad de quienes perdieron la vida el 7 de noviembre de 2012, cuando tres hombres de la banda “Renacentistas” de Los Rastrojos, entraron a la finca La España, en el corregimiento San Isidro de Santa Rosa de Osos, y asesinaron a diez campesinos (nueve hombres y una mujer), por supuestamente negarse a pagar la extorsión a la que estaban siendo sometidos.

Recuperar sus nombres, traer de nuevo a escena sus historias cotidianas, verlos reír, compartir y soñar, permite abrir el espacio de humanidad arrebatado por la amnesia de las noticias de diario; hace que sintamos en la piel de este acontecimiento, lo que ha sucedido en el país y, dimensionemos, en los recuerdos de la niña que vimos crecer en escena (la hija de Marita e Isidro), la importancia de la memoria como el tejido constante de una sociedad rota, representada en unos pequeños muñecos de trapo que simbolizan a los padres de la niña. Una profunda memoria que no se hace vida en el recuerdo, sino en la acción de recrear el recuerdo y ponerlo en función de los imaginarios del público. Así, los actores y las actrices rompen la escena y se mezclan entre el público queriendo decir: esto también fue contra ti y no lo viste, te tocó y no lo sentiste. Te lo recuerdo.

Ella, mientras cuenta su historia, remienda y remienda esos muñecos como a sus propios recuerdos, mientras entabla un diálogo sordo con “Perro”, personaje del que sabemos su existencia porque es nombrado, alimentado e imaginado por la niña, pero que finalmente, no existe; ha estado hablando realmente con los espectadores para despertar todo aquello que debe vivir la víctima para transformar su situación: hablar aún con el sobresalto en la garganta de lo que pasó y de lo que sigue pasando, con un ser golpeado por la violencia y que desea seguir viviendo, resistiendo al olvido y a la demencia de una realidad injustificada. La niña encuentra en la palabra la posibilidad de afirmar su situación y, así, un lugar en el mundo para atar la existencia.

Así fue registrada la masacre por la revista Semana.

Escena 4

Aparece un ser extraño, híbrido, entre hombre y bestia, que enrarece el ambiente de la obra y choca con la naturalidad del resto de actuaciones. Se mimetiza, pero finalmente interactúa con los protagonistas. Desde el público se siente la tensión de sus diferencias. Es el momento en que descubrimos las dos naturalezas del ser humano en un mismo escenario. Los campesinos son llevados a su límite por la bestia y, cuando dejan de servirle, especialmente la mujer (quien se resiste a sus maltratos), decide eliminarlos y desecharlos como escoria. En medio de un estado de excitación demencial, entre el juego y la tortura, la pareja de campesinos cae en la posición de la escena inicial.

Aquí se repite la muerte como una metáfora que recuerda constantemente al espectador, la naturaleza de un acto que debemos desnaturalizar, que debe volver a pasar por el cuerpo y por la razón, para sentir el sufrimiento del otro que ya no está, pero que vive en la obra y, por tanto, transmite a través de la performance las huellas de una memoria que se hace colectiva en el intercambio teatral. Quedan en la mente las ráfagas de luces al unísono con la música, mientras la pareja de campesinos sigue cayendo con cada carcajada de la bestia.

Escena 5

Luces. El público aplaude. Director, actores y actrices aparecen para recordarnos esta historia ocurrida en Santa Rosa de Osos, pero que puede representar tantas historias del conflicto que vive Colombia. La imagen del título hace que al final sea más duro digerir lo que representa. Instalar las historias de humanidad detrás del conflicto, evidencia sus profundas contradicciones entre complejas tramas de poder y la debilidad extrema. La acción teatral y performativa, a su vez, desnuda el acto y transparenta relaciones simbólicas, que desmontan ideas que aún permanecen amarradas a imaginarios sobre este conflicto: se muere porque algo debías o porque, necesariamente, haces parte de algún lado de la confrontación. Oscuridad total.

Final

Por la masacre de Santa Rosa de Osos fueron condenados a 44 años de cárcel como determinadores: Arley de Jesús Urrego Torres, alias ‘Jorge 18’ y Ramiro Alberto Pérez Castro, alias ‘Cáscara’, ex cabecillas de ‘Los Rastrojos’ y, lo mismo que, a 50 años como autores materiales a: Esnéider Evelio Hernández Madrigal, alias ‘Manco’; Oscar Darío Barrientos, alias ‘Caracho’; y Yan Carlos Martínez Genes, alias ‘Daniel’.