Entre 2008 y 2016, han sido asesinados 458 líderes sociales y defensores de Derechos Humanos en el país. El Gobierno Nacional emitió el Decreto 898 de 2017, que dispone la creación de una Unidad Especial en la Fiscalía para perseguir a los grupos armados que representan una amenaza contra estas personas. Sin embargo, algunas organizaciones sociales desconfían de las acciones que adelanta esta entidad para garantizar la seguridad de sus miembros. Esta investigación presenta las contradicciones del Estado en la protección de los líderes sociales y defensores de Derechos Humanos.
Por Esteban Tavera
Con el Decreto 898, emitido el 29 de mayo de 2017, el Gobierno creó en la Fiscalía General de la Nación una Unidad Especial de Investigación para el desmantelamiento de los grupos armados que atentan contra líderes sociales, defensores de Derechos Humanos y excombatientes de las Farc en proceso de reintegración. Distintas organizaciones políticas y sociales consideran que esta medida representa un avance en el compromiso de erradicar el paramilitarismo, pero también hay voces escépticas que desconfían de la labor que adelanta la Fiscalía.
El Decreto obedece a uno de los compromisos plasmados en el numeral 3.4 del Acuerdo Final de Paz firmado en La Habana, que establece acciones como la creación de una comisión de garantías para líderes sociales, la conformación de un cuerpo élite de policía y la aplicación de medidas contra la corrupción.
Las propuestas de las organizaciones sociales
Según datos de la ONG Somos Defensores, en los últimos ocho años, 458 líderes sociales y defensores de Derechos Humanos han sido asesinados en Colombia. Por esta razón, desde 2009 existe la Mesa Nacional de Garantías, donde las organizaciones sociales y el Estado acuerdan medidas de protección para quienes ejercen la oposición o promueven los Derechos Humanos en el país.
Laura Medina, funcionaria del Programa de Desarrollo de Naciones Unidas (PNUD) y secretaria técnica de la Mesa Territorial de Garantías en Antioquia, considera que la protección a los líderes sociales y defensores de Derechos Humanos, además de ser una obligación del Estado, es un aporte a que los conflictos del pasado no se repitan: “Los líderes y defensores de Derechos Humanos dan su vida para que los ciudadanos puedan gozar de su libertad de expresión, de pensamiento. Son quienes trabajan para que podamos vivir en un país en el que no se asesine por no estar de acuerdo con uno u otro movimiento. Eso es evitar un conflicto. El Estado debe reconocer que la labor que ejercen los defensores de Derechos Humanos es importante; además, debe evitar que sean estigmatizados por su trabajo”, explica Medina.
En la Mesa Territorial de Garantías en Antioquia, que se llevó a cabo en enero de este año, las organizaciones sociales compartieron sus inquietudes con funcionarios de la Gobernación de Antioquia, la Alcaldía de Medellín, la Fiscalía, la Policía, el Ejército y otras instituciones del Estado. Foto: Agencia de Prensa IPC.
Al mismo tiempo que la Mesa Nacional de Garantías, nació el Proceso Social de Garantías, una iniciativa en la que participan cerca de 45 organizaciones sociales, encargadas de diseñar estrategias de protección y de exigirle al Estado que garantice la seguridad de los líderes sociales.
Según Johan Giraldo, investigador de la Corporación Jurídica Libertad y participante del Proceso Social de Garantías para líderes y defensores, esta experiencia ha sido fundamental para las organizaciones, pues les ha permitido definir cómo quieren que el Estado proteja y garantice su acción política.
Dice Giraldo: “Para nosotros, las garantías se dividen en tres momentos: la prevención, la protección y las garantías de no repetición. Consideramos que la prevención es la más importante de todas; por esta razón, le exigimos al Estado que haga campañas que legitimen la labor que cumplimos los líderes y defensores. En segundo lugar, exigimos que no haya más estigmatización por parte de la institucionalidad, que se paren las persecuciones judiciales que nos vinculan a grupos armados o que nos endilgan intereses distintos a los que en realidad tenemos”.
Según el investigador, dentro de las medidas de prevención, también es necesario replantear la doctrina militar, pues muchos integrantes del Ejército y la Policía fueron formados con la idea de combatir al enemigo interno; para ellos, los opositores políticos deben ser eliminados al igual que los grupos insurgentes.
Frente a las garantías para la acción política, de acuerdo con Óscar Yesid Zapata, integrante de la Coordinación Colombia – Europa – Estados Unidos, el Estado, por lo general, solo se enfoca en la protección, y esta labor se la deja a la Unidad Nacional de Protección (UNP).
En opinión de Zapata, las medidas de protección dispuestas por este organismo se toman con base en estudios que desconocen los contextos específicos en los que viven los líderes sociales: “Al momento de analizar los riesgos, la UNP no tiene en cuenta a las personas que solicitan la protección; además, no hace una lectura de los contextos ni de la cotidianidad del barrio o la vereda donde vive el líder que requiere esa protección. A veces, la medida es sacarlo del territorio, porque el líder vive en zonas de alto riesgo. Este tipo de acciones no solo representan un desarraigo para la persona, sino que también truncan los objetivos políticos de la organización. Esto es muy dañino para la democracia”.
Para Laura Medina, aunque hay voluntad del Estado en brindarles garantías a los defensores de Derechos Humanos y a los líderes sociales, sus esfuerzos fracasan por la desconexión que hay entre sus instituciones. “La labor de la UNP está regida por el Decreto 1066 de 2015; si se sale de esa reglamentación, corre el riesgo de ser sancionada por entidades como la Fiscalía, la Procuraduría y la Contraloría”, explica.
Ante esas dificultades, varias organizaciones sociales coinciden en que las soluciones que presenta la Unidad Nacional de Protección cuando recibe los análisis del Comité de Evaluación de Riesgo y Recomendación de Medidas (Cerrem), creado por el Decreto 1066, por lo general, se reducen a la provisión de chalecos antibalas, carros blindados, escoltas y teléfonos móviles.
Johan Giraldo cuestiona la eficacia y oportunidad de este tipo de protección: “Estas medidas están pensadas para las ciudades, para los lugares que tienen carreteras. ¿Qué pasa, entonces, con la gente que tiene que andar en trochas? ¿Cuál es la posibilidad que tienen para acceder a un esquema de seguridad? ¿Es que en las zonas rurales no existen riesgos para los líderes y defensores?”.
Con esta realidad se ha enfrentado el movimiento Ríos Vivos desde el 2012, año en el que recibieron la primera agresión. Esa organización social adelanta una lucha en contra de los proyectos minero-energéticos que afectan el medio ambiente. En Antioquia, Ríos Vivos está presente en municipios como Ituango, Toledo, Briceño y Valdivia, donde funciona el proyecto Hidrointuango de Empresas Públicas de Medellín.
La situación de los líderes de Ríos Vivos, como lo señala su vocera Isabel Zuleta, es muy distinta a la de los líderes urbanos. Esto hace que muchos de los esquemas de seguridad que ha ofrecido el Estado a través de la Unidad Nacional de Protección sean insuficientes. Según Zuleta, “Nosotros tenemos líderes que deben caminar hasta ocho horas para ir a barequear y regresan al otro día o los dos días siguientes. Por eso nosotros no concebimos medidas de protección que desconozcan la cultura y las costumbres de nuestros líderes. Cuando la UNP nos ofreció protección, nos envió unos celulares que se mantenían descargados, porque es difícil mantenerlos con batería. También nos dieron chalecos antibalas, pero la gente se negó a usarlos, porque decían que se podían meter en problemas si se los pedía la guerrilla o los paramilitares; y porque, con ese calor, ¿quién trabaja con un chaleco puesto?”.
Entonces, Ríos Vivos tuvo que diseñar unas medidas de protección que fueran coherentes con las costumbres y el estilo de vida de sus integrantes. “Por una parte, exigimos que el Gobierno promoviera campañas radiales y televisivas con las que legitimara nuestra labor; eso porque notamos que nuestros principales agresores eran organismos del Estado, lo que justifica las agresiones contra líderes sociales ante la comunidad. Y, por otra parte, como medidas materiales, solicitamos paneles solares para cargar los celulares y antenas móviles para mejorar la señal, esto para garantizar que siempre estemos comunicados; además, pedimos comida para perros porque para los campesinos tener un perro en la casa y otro que los acompañe a caminar representa seguridad. También requerimos unas mulas para movilizarse más ágilmente en caso de que se presentara una agresión”, agrega Zuleta.
Según lo cuenta la vocera de Ríos Vivos, ante estos requerimientos, la respuesta del Estado fue negativa, pues este tipo de medidas no están contempladas por la Unidad Nacional de Protección. “Cuando mataron a Nelson Giraldo —miembro del movimiento—, en septiembre de 2013, el Estado vio que la cosa era en serio; entonces, nos aprobaron unas motos, unas mulas y una puerta blindada en la casa de un compañero que había sido objeto de un atentado con granada”, puntualiza Zuleta.
Los líderes de las organizaciones sociales coinciden en que la solución al problema va más allá de los esquemas de seguridad, pues estos solo responden a una amenaza particular y no resuelven el fondo del asunto: que los movimientos puedan ejercer sus acciones políticas sin miedo a perder la vida o ir a parar a una cárcel.
El papel de la Fiscalía
En el Acuerdo Final firmado en La Habana, específicamente en el punto 3.4 que recoge los compromisos en materia de garantías para líderes sociales, defensores de Derechos Humanos y excombatientes en proceso de reintegración, queda claro que la protección de las organizaciones sociales se logra a través de la persecución a los grupos paramilitares. Sin embargo, poner esa responsabilidad en manos de instituciones como la Fiscalía y la Policía, tal como lo dispone el Decreto 898, genera algunos cuestionamientos.
Según Isabel Zuleta, las medidas adoptadas a través de este Decreto solo habilitan a la Fiscalía para meter personas a la cárcel y eso no significa el fin del paramilitarismo: “Si uno se pregunta por qué siguen existiendo grupos paramilitares a pesar del cambio de gobiernos, de la economía, de los mandos militares, se puede concluir, como lo hemos hecho nosotros, que la cárcel no es la solución, pues el paramilitarismo es una idea y los paramilitares tienen alianzas con muchos sectores que gustan de esa idea. Hay alianzas con los militares, con las instituciones, con las iglesias. Desde que esa idea tenga conexiones con el Estado, no terminará”.
Johan Giraldo, investigador de la Corporación Jurídica Libertad, identifica otras limitaciones en el Decreto 898 que dispone la creación de una Unidad Especial en la Fiscalía para desmantelar las organizaciones criminales que atentan contra líderes y defensores: “El problema es que la Fiscalía solo da resultados sobre el autor material de los hechos y lo peor es que con ese resultado cierran el caso, no hay más investigación. ¿Cuál es el nivel de decisión que tiene un pillo frente a la muerte de un líder social? Lo que se necesita es voluntad política para encontrar y condenar a los autores intelectuales. La Fiscalía puede crear las unidades especiales que sean, pero si se queda en los autores materiales eso no sirve de nada”, explica Giraldo.
Un argumento similar presenta Óscar Yesid Zapata. Él asegura que hay sectores políticos y empresariales que nunca han sido investigados por parte del ente acusador: “La Fiscalía nunca ha mostrado un interés por judicializar a algunos sectores y líderes políticos que históricamente han estado al servicio del paramilitarismo; por esta razón, hay muchos hechos que continúan en la completa impunidad. El mismo paramilitar Raúl Jasbún, alias ‘Pedro Bonito’, al ser sometido a Justicia y Paz, dijo que cuando comenzó a revelar los intereses que estaban detrás de su organización, empezaron a cerrar las fiscalías que investigaban los nexos entre los paramilitares y algunos empresarios y políticos”.
A esto se suma que los líderes sociales no confían en la Fiscalía, pues la ven como una institución que los persigue y los agrede. Por ejemplo, en el año 2013, capturaron a 80 personas que estaban protestando en el municipio de Briceño, acompañadas por el movimiento Ríos Vivos, en contra de la construcción de la represa Hidroituango. Las capturas no tuvieron ningún efecto jurídico, pero el hecho de que los líderes estuvieran ocupados durante un año en trámites hizo mella en toda la organización.
De acuerdo con Johan Giraldo, ese tipo de agresiones tienen el mismo efecto que el asesinato de un líder: “Judicializar a los movimientos sociales es como matarlos, con un agravante: cuando se judicializa a un líder se le daña su hoja de vida. Los asesinatos y la persecución judicial atemorizan a los otros miembros de la organización, generan pánico. ¿Quién va a querer ser parte de un movimiento cuyo líder está en la cárcel?”.
El pasado 12 de junio hubo una manifestación a las afueras del búnker de la Fiscalía en Bogotá. Los líderes sociales que participaron llevaban esta consigna: “Ser líder social no es un delito”. Estos líderes del Congreso de los Pueblos y de la Cumbre Agraria, como lo señala el senador por el Polo Democrático, Alberto Castilla, exigían el fin de las persecuciones: “17 líderes se presentaron voluntariamente porque han sido objeto de seguimientos y hostilidades. Fueron a preguntar si hay órdenes judiciales en su contra. Ninguno tenía orden de captura; por está razón, no se explican la persecución por parte de la Fiscalía y de la fuerza pública”, dice Castilla, quien también es vocero campesino de la región del Catatumbo.
Este tipo de manifestaciones evidencian una contradicción, pues será la Fiscalía, una institución que es vista con desconfianza por las organizaciones sociales, la encargada de desmantelar las estructuras paramilitares que representan una amenaza para los líderes.
Desde mucho antes de que se iniciara el proceso de paz, estas organizaciones sociales le han estado exigiendo al Estado que se tomen medidas de prevención y de protección para los líderes sociales y los defensores de Derechos Humanos. En la implementación de los Acuerdos de Paz, concretamente en Decretos como el 898, es necesario tener en cuenta las voces y la experiencia de quienes por años han sido perseguidos por ejercer la oposición o promover la democracia.