Todo está clavado en la memoria, espina de la vida y de la historia […]. Todo está escondido en la memoria, refugio de la vida y de la historia […]. Todo está cargado en la memoria, arma de la vida y de la historia.
L. Gieco (La memoria)
Desde que fue inaugurado en 1969, el campus de la Universidad de Antioquia ha sido escenario de la crítica política, la protesta social, las disputas y luchas que han caracterizado la construcción del orden en Colombia. En este texto, William Fredy Pérez, profesor del Instituto de Estudios Políticos, habla de las memorias de una institución marcada por las cicatrices de la guerra y las acciones de resistencia de la comunidad universitaria.
Por William Fredy Pérez
Este campus puede ser visto como un monumento auténtico. Su arquitectura, decía el maestro Ariel Escobar Llano, “tiene identidad porque está de acuerdo con lo que somos nosotros. No es una copia de nada”. Los materiales con los cuales se hizo son “de nuestra propia entraña cultural”: arcilla, madera y piedra. Y tejas de barro: “Es que todos en Colombia llevamos en el subconsciente y en el fondo del alma una casa de teja”. Esta ciudad universitaria puede ser vista, agregaba el arquitecto, “como si la acabaran de construir o como si tuviera cien, doscientos o trescientos años”.
Este campus puede ser visto como un monumento icónico. Aunque haya sido erigido hace apenas unas décadas, es la imagen que los méritos científicos y culturales de la universidad evocan. Es el ícono de una universidad venerada como patrimonio histórico de la comunidad antioqueña.
Este campus puede ser visto como un monumento polifacético. Él significa también la territorialidad por excelencia de los universitarios de la universidad pública en la región; sintetiza el sentido de la crítica política, la protesta social, las disputas, luchas e impugnaciones que han caracterizado la construcción del orden en Colombia. Puede ser visto como un monumento al conflicto que se vive afuera, pero también como un símbolo de las habituales formas de recuperar el orden que se requiere adentro. Un monumento a los intereses externos que han llegado mucho más acá de porterías del campus, y también a las “incursiones sociales” de los miles de universitarios que tampoco encuentran una línea que señala el fin de su territorio. Un monumento a la extraterritorialidad universitaria, pero en el sentido del avance de los universitarios más allá de “su propia jurisdicción”.
Este campus puede ser visto como un monumento vencido. En su contrastación con el entorno, algunas personas aseguran ver allí los trazos de “una envejecida corporación” que se resiste al pragmatismo; los “vicios” de una comunidad insoportablemente contemplativa y parlanchina; los “extraños hábitos” de una gente curiosa, reflexiva, circunspecta, desparpajada y diversa, y los “excesos” de una autoridad y unas instituciones peculiarmente autónomas. Ven un monumento a “la ineficiencia”.
Este campus puede ser visto como un monumento público. Su cerramiento es una alegoría del difícil acceso a la educación superior en Colombia, y por tanto simboliza el privilegio de “ser de la de Antioquia”. El campus puede simbolizar también una especie de reducto de la “esfera pública política” en la cual algunas personas ejercen “una extraña representación” de alguien o de algo, o en la cual inclusive se encuentran eventualmente las propias poblaciones concernidas: campesinos, indígenas, habitantes de la ciudad, desplazados que tratan de ventilar sus problemas. Una estación en el itinerario de causas sociales y conflictos políticos diversos.
Este campus puede ser visto como un monumento intricado y a veces misterioso. En él hay rastros de disturbios, escaramuzas, explosiones, huidas precipitadas y accidentes fatales; huellas del encuentro atropellado entre universitarios y agentes de la fuerza pública, registros de transgresiones, “incivilidades”, hurtos y asaltos con violencia. Pero sobre todo hay allí unas trazas más o menos misteriosas o emborronadas de violencia organizada; de una violencia que se escenificó en la universidad o que recayó sobre ella y sobre los universitarios. Cicatrices de la guerra, señales de sus protagonistas, marcas de los medios utilizados y estampas de los daños causados.
Finalmente, este campus puede ser visto como un monumento en construcción cuyos contornos serán definidos en todo caso por la memoria, es decir, por las memorias que desde siempre han permanecido (y tal vez quieren permanecer) en un gesto, en un discurso; o por las que se han ido incrustando y ocupando un espacio en el campus; o por las que siguen a la espera de un sitio en el monumento. Lo que importa de todas esas memorias es que tengan un lugar; es decir, la localización que permite recordar, el emplazamiento que insiste en preguntar por qué, la luminosidad que dignifica a las víctimas y la elocuencia que dice una y otra vez ¡nunca más!
Dos cosas se pueden decir entonces sobre este campus. La primera, que es un monumento; y que puede ser visto como auténtico, icónico, polifacético, vencido, público, intricado, a veces misterioso y en construcción. La segunda, mucho más concreta, que las dimensiones de ese monumento se pueden medir con exactitud: Veintitrés punto siete hectáreas de memoria.