Las hijas del trueno

En las montañas del Catatumbo un grupo de mujeres tiene una antigua amistad con las plantas. Desde el Comité de Integración Social del Catatumbo (Cisca) luchan por el reconocimiento de su rol histórico como cuidadoras y por mantener una voz representativa en este movimiento social, que defiende los derechos de la población campesina y su autonomía alimentaria y territorial.

Por Natalia Duque Vergara
Foto: archivo Cisca

A las cinco de la mañana empieza a amanecer en la finca de Andrea Lisbet Jiménez Coronel, de 39 años, cerca del casco urbano de Guamal, en Convención, Norte de Santander. A esa hora en que se escuchan los pájaros y se siente el olor a café, Andrea se toma el primer tinto del día. Luego se pone las botas, sale a la huerta y les habla a las plantas. “Yo considero que las plantas son como comadres. Las abuelas nos dicen que, por ejemplo, el tabaco es masculino y la coca femenina. Que hay plantas dulces, otras amargas; unas son calientes, otras más frescas”, comenta. Mientras camina por la huerta, dice que “las mujeres y las plantas somos las mismas”.

Hace esta afirmación para explicar que a las personas que nacieron en la imponente región del Catatumbo les sembraron el ombligo en la tierra.

El Catatumbo es una región selvática, con ríos y montañas que se entrelazan para formar las vértebras de la cordillera Oriental. Está ubicado en Norte de Santander y lo conforman diez municipios: Ocaña, La Playa de Belén, Convención, El Tarra, Teorama, Tibú, Sardinata, Hacarí, San Calixto y El Carmen. En las noches la oscuridad no es total: dicen que el Catatumbo es la casa del trueno, pues es posible ver hasta dos relámpagos por minuto que iluminan el contorno del horizonte; un fenómeno atmosférico que se gesta en el lago Maracaibo, en Venezuela.

Andrea salió de Guamal hacia Ocaña en el 2002, cuando el Catatumbo vivía uno de los peores momentos del conflicto armado. En ese momento ella tenía 18 años y, como muchos jóvenes de su generación, se fue en busca de un futuro próspero. En Ocaña empezó a estudiar idiomas, pero se casó pronto y tuvo dos hijos. Por eso abandonó los estudios superiores y durante ocho años dedicó todo su tiempo al cuidado de la familia, como lo impone la distribución de roles de género en las sociedades patriarcales. “No sabía qué hacer con mi vida, esa era la gran incógnita, porque sentía que me había absorbido el sistema”, recuerda.

En los 15 años que estuvo lejos de Guamal, Andrea nunca dejó de sentirse una mujer campesina. En el 2015, por invitación de su hermana, asistió a una reunión del comité de mujeres que hace parte del Comité de Integración Social del Catatumbo (Cisca), una organización social que defiende los derechos de los campesinos y los indígenas, promueve la autonomía de los habitantes rurales y emprende acciones de resistencia frente a los proyectos extractivos y las violencias asociadas al conflicto armado que se presentan en la región.

La reunión, en Ocaña, le partió la vida en dos. Cuenta que se vio reflejada en las otras asistentes y entonces pensó que otras formas de vida eran posibles. Por eso, después del encuentro buscó a María Ciro, una lideresa de la región, reconocida por su labor en el Cisca, y le dijo que necesitaba cambiar de ambiente, salir de la casa donde pasaba la mayor parte del tiempo cuidando a los hijos y al marido. “Salí de esa burbuja y terminé mi relación con mi pareja de ese momento”, cuenta.

Desde entonces se dedicó a caminar por las trochas del Catatumbo para ayudar a construir el tejido social de las mujeres del Cisca. “Entendí que mis hijos no son solo mi responsabilidad, también son responsabilidad de él. Y que el hecho de que estemos separados no quiere decir que yo deje de estar pendiente de ellos”, explica Andrea.

Semillas de rebeldía

En el último siglo, los hijos y las hijas del trueno se han plantado para contener a las multinacionales que explotan el petróleo y el carbón, a los terratenientes que han impulsado el monocultivo de palma africana y a los narcotraficantes que han impulsado el cultivo de coca. Andrea dice que para imponer ese modelo económico se ha usado la guerra, con los paramilitares y con las fuerzas armadas del Estado, que llegan a desalojar las montañas con la intención de controlar la riqueza y las rutas de la región. A pesar de las amenazas, la población campesina ha luchado por conservar el territorio y ha demandado la satisfacción de sus derechos.

Por su riqueza y su ubicación entre la cordillera Oriental y la frontera con Venezuela, el Catatumbo ha sido atractivo para diversos grupos armados, legales e ilegales. La entrada al bajo Catatumbo queda por el municipio de Tibú, a tres horas y media de Cúcuta. Según el informe Catatumbo: memorias de vida y dignidad (CNMH, 2018), por ese municipio ingresaron 220 paramilitares en mayo de 1999, bajo el mando de Salvatore Mancuso, se dieron a conocer como integrantes de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) e iniciaron desde ese territorio la ocupación de toda la región.

Desde que los paramilitares entraron a la región, cometieron una serie de masacres. En la noche del 21 de agosto de 1999 llegaron al corregimiento de La Gabarra, en Tibú, y en medio de la oscuridad asesinaron a 35 personas. Estos acontecimientos marcaron el inicio de una época de terror.

Entre 1999 y el 2005 el Catatumbo se paralizó. Los paramilitares se ubicaron en los caminos que años antes habían construido los vecinos y, con lista en mano, mataron y desaparecieron a sus habitantes. Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, en ese periodo 599 personas fueron asesinadas en las masacres, 403 víctimas fueron atribuidas a los paramilitares y 142 a los grupos insurgentes.

Quienes resistieron en el territorio recuerdan que vivieron ese periodo en un estado de supervivencia, y aseguran que el objetivo último de la violencia paramilitar en la región era desplazar a la población, desocupar las montañas e imponer una región fantasma.

Aunque las acciones de guerra que han ocurrido en el Catatumbo han estremecido al país, sus pobladores sienten que habitan una región abandonada por el Estado y por una sociedad que no se conmueve con lo que ha sucedido. Entre tanto, hoy parece que está lejos la posibilidad de que se acaben las confrontaciones, pues en el territorio persisten la insurgencia del ELN, las disidencias de las Farc y otros grupos armados que controlan las dinámicas del narcotráfico y las economías ilegales de la zona fronteriza.

“¿Qué podemos hacer para quedarnos aquí y también morir aquí de viejos?”, fue la pregunta que desató la articulación de las comunidades del Catatumbo en el 2004, cuando empezaron a retornar los campesinos que se habían desplazado hacia Ocaña y Cúcuta a causa de la violencia.

En septiembre de ese año, después de varios encuentros municipales, llegaron vecinos de toda la región al corregimiento de San Pablo, en Teorama, donde llevaron a cabo el Encuentro Comunitario Integración, Vida y Territorio, que marcó la fundación del Comité de Integración Social del Catatumbo (Cisca).

En medio de la muerte que producía la guerra, proteger la vida fue un reto y un mandato. Los líderes que asumieron la recuperación del territorio se movieron de nuevo de vereda en vereda, pero entre la clandestinidad y el silencio, para evitar a los grupos armados. Los campesinos se juntaron en lo que denominaron talleres de recuperación del tejido social: “En ellos nos tuvimos que repartir el miedo, cargarlo entre todos para poder trabajar de nuevo”, dice uno de los fundadores del Cisca.

A los talleres asistían líderes, personas interesadas y presidentes de las juntas de acción comunal. Todos hombres, excepto María Ciro, una de las primeras mujeres que salió del escenario privado de la casa y, con el Cisca, impulsó el trabajo organizativo en el Catatumbo. “Frente a las agresiones que ha sufrido el territorio, las comunidades nos hemos organizado una y mil veces; el Cisca es reflejo de eso, es una expresión de resistencia que nace en el 2004, en un contexto de desarraigo, de despojo y de desplazamiento, tras la ocupación paramilitar que desoló el territorio y llenó de sangre nuestros ríos”, explicó María en la serie documental Con los pies en la tierra, realizada por jóvenes del Catatumbo en el 2021.

Andrea dice que, en esos primeros años del Cisca, “por cada veinte hombres llegaban dos o tres mujeres, entonces no era una participación suficiente para tocar temas que eran interesantes para nosotras, que se veían en el territorio; por ejemplo, el tema de género, las violencias. Y si no había compañeras que pudieran describir esa situación, pues era muy difícil ser tenidas en cuenta”.

Fue en el 2010 cuando las pocas mujeres que participaban activa y visiblemente en el trabajo político, como María Ciro y Luz Marina Prieto, se juntaron para consolidar los liderazgos de las catatumberas. Recorrieron los caminos de las veredas, casa por casa, convocaron a las vecinas y, poco a poco, se fueron volviendo cada vez más, al punto en que organizaron comités veredales, corregimentales y municipales.

Cuando Andrea entró al Cisca, en el 2015, ya se reconocía a sí misma como feminista, a pesar de que no sabía muy bien lo que eso significaba. Dice que terminó de darle sentido al término cuando empezó a ir a las reuniones femeninas del colectivo. En ese momento, inspirada por sus compañeras, inició un proceso personal que desencadenó cuestionamientos sobre la relación con su esposo y que terminó con la ruptura de esta. El feminismo le puso nombre a la sensación de libertad con la que se quedó después de tomar esa decisión.

Su identificación como feministas campesinas y populares es el resultado de reflexiones internas del Cisca que dialogan con las de otras organizaciones de mujeres, nacionales e internacionales. Y aunque no todas se autodenominan como feministas, sí tienen un consenso con respecto a cuatro retos que deben enfrentar. En primer lugar, para ellas la conexión entre las mujeres y la tierra es poderosa, por eso la defensa de la vida y del territorio es el corazón del feminismo campesino y popular. En segundo lugar, reconocen que viven en un contexto rural donde opera el patriarcado, un sistema que oprime a las mujeres y las margina en todos los escenarios de la vida. En tercer lugar, existe una división del trabajo según el sexo, que les asignó a las mujeres el cuidado del hogar y les delegó a los hombres el escenario de lo público. Y en cuarto lugar, para ellas su trabajo es el resultado de un proceso colectivo, pero saben que también depende de los contextos familiares y personales. Por eso, según expresan, el feminismo no se manifiesta de una sola forma ni de un solo color.

Las mujeres organizadas del Cisca no solo hablan de temas relacionados con el feminismo, sino que su labor es transversal. Ellas están presentes en todos los ejes de trabajo del colectivo: los derechos humanos, la economía solidaria, la soberanía alimentaria y los jóvenes.

“Hay compañeras que han hecho cosas inimaginables y nunca sus nombres salieron, nunca fueron reconocidas. Sin embargo, tienen dentro de su cosmovisión lo comunal y están bien arraigadas a la tierra, como un árbol que echa sus raíces, y venga la tormenta que venga nunca las van a tumbar. Son compañeras que yo considero madres, hermanas, y están allá en la región, en sus fincas”, comenta Andrea.

Los pies en la tierra

Cada encuentro de las mujeres del Cisca empieza con un ritual con frutas, plantas, banderas, velas y escritos que forman un mandala en el piso. Alrededor se ubican ellas, se toman de las manos, se miran unas a otras y se reconocen a sí mismas en sus compañeras.

Para Andrea los espacios de autocuidado son lo más importante de los encuentros. “Cuando estamos en el hogar, en la comunidad o en la vereda, no hay tiempo ni para nosotras. O sea, realmente nuestros cuerpos están sometidos a todo tipo de presión”, dice. Por eso, lo primero en la agenda siempre es un momento de respiración, de escucha, de “soltar”.

En los encuentros comparten historias, recetas medicinales y secretos que se remontan a un conocimiento ancestral y colectivo que les ayuda a sanar. Los dolores en las rodillas, en los pies y en las articulaciones, y la tensión en los hombros son algunos de los problemas de salud física más comunes entre ellas. Al desgaste del cuerpo se suman el de la mente y el de las emociones, que son coletazos de la violencia simbólica, física, estructural y armada que viven en su región. Según el Observatorio de Género del Norte de Santander, en el 2021 se registraron en el Catatumbo 14 feminicidios, 54 amenazas y 36 mujeres desplazadas.

En la finca de sus padres, en el corregimiento de Guamal, Andrea sembró una huerta con plantas como cúrcuma, jengibre, llantén, orégano y caléndula. “Estas plantas tienen un conocimiento infinito que se ha ido perdiendo con el tiempo, pero que queremos recuperar”, dice.

Ella explica que los monocultivos y los agroquímicos llegaron al campo como parte de un modelo de producción y consumo que exige más rendimiento en menos tiempo, dejando de lado la economía campesina basada en la siembra de comida y el pancoger.

“Nosotras consideramos que la sociedad que se está construyendo no es en pro de la vida. Este modelo nos tiene dependiendo del acetaminofén, de la aspirina, de la leche que nos venden en la tienda. Eso es lo que estamos tratando de cambiar”, afirma Andrea.

La coca es una mujer

El departamento con más cultivos de coca en el país es Norte de Santander. Según un informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito, en el 2020 esta región tenía 40 116 hectáreas cultivadas de coca.

El Cisca, como proyecto político y social, se ha distanciado de este monocultivo, impulsando la cosecha de alimentos y su comercialización en tiendas comunitarias y cooperativas. Las mujeres del colectivo son conscientes de que el cultivo de coca, además de cambiar el paisaje, trae consecuencias económicas, violencias asociadas al narcotráfico y cambios culturales. Además, agudiza las dinámicas patriarcales.

Las campesinas del Cisca han aprendido que la coca tiene un gran porcentaje de calcio, que sirve para calmar los dolores musculares y que tiene potencial como energizante. Con lo que han aprendido en sus pesquisas han dado talleres en veredas donde el cultivo de esta planta es la única alternativa que tienen las familias para subsistir. “Llegar a cambiar el chip de una planta tan estigmatizada es algo muy poderoso, muy político”, dice Andrea, al agregar que la intención de las mujeres es rescatar los saberes ancestrales de las propiedades curativas y nutritivas de la coca.

Con el conocimiento recuperado las mujeres trascendieron de las aromáticas y las infusiones, y ahora también producen macerados, cremas para el dolor y bolecoca, una variación del bolegancho, el licor artesanal del Catatumbo, hecho con destilado de caña. Todo esto lo hacen con las plantas que ellas mismas cultivan en sus huertas y que no tienen ningún tipo de agroquímico ni veneno. “Ese es el reto de nosotras; utilizándola en nuestros preparados como medicina, poder enseñar y llevar a las comunidades a la reflexión de que la coca en sus orígenes es una planta espiritual, alimento y medicina”, dice Andrea.


La versión extendida de esta historia puede leerse en el libro Defender el territorio, publicado por Hacemos Memoria y el Programa Somos Defensores. Descargue el e-book, aquí.

 

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