Comenzó hace un par de semanas en la Universidad de Antioquia la Cátedra Universitaria por la Paz “María Teresa Uribe”, un espacio de discusión pública que recoge el legado de la profesora nombrada en su título, una intelectual íntegra que anticipó buena parte de los fenómenos que subyacen al desafío de la construcción de la paz en Colombia. Este texto, leído en la primera sesión de la Cátedra (11 de septiembre), evoca su figura y enseñanzas.

Por Adriana González Gil*

La profesora María Teresa Uribe no declinó ningún esfuerzo por coadyuvar a la transformación de una sociedad agobiada por la persistencia del conflicto armado en Colombia.

Sus contribuciones, visibles en diferentes ámbitos, permiten evocar el trabajo riguroso, la agudeza de su mirada, la insistente preocupación por develar los rasgos distintivos de un acontecer nacional que hundía sus raíces en problemáticas históricas que era preciso enfrentar. Lejos de una mirada episódica de la coyuntura, también en sus pronunciamientos públicos, era evidente el rigor de sus abordajes y su infinita capacidad investigativa para advertir, en los destellos y la filigrana de los fenómenos observados, la profundidad de sus análisis, en los que conjugaba una mirada multidisciplinar que le permitió tender puentes para superar tendencias explicativas centradas en los confines de lo disciplinar y atreverse a proponer arriesgadas posturas interpretativas que la llevaron a construir categorías, conceptos y métodos poco ortodoxos y de hondo calado.

Una retrospectiva de sus aportaciones nos permite volver a escuchar su voz en un presente que se debate entre las expectativas, las dificultades y los retos que atañen a la transformación de las violencias en contextos donde se pueda tramitar la conflictividad social de modo no violento y sea posible instalar la equidad, la igualdad y la justicia como principios reguladores de una democracia menos imperfecta.

Hace casi cuatro décadas, a propósito del holocausto del Palacio de Justicia en 1985, la profesora María Teresa Uribe escribió —lo que podría ser leído a modo de sentencia—: “de la capacidad que tengamos para asumir serena y desapasionadamente la verdad, por dolorosa que sea, depende en buena medida la suerte de todo un pueblo […]. No le neguemos una vez más a la nación su memoria colectiva para que podamos aprender de los errores […], enfrentemos de una vez por todas la transformación estructural que el país requiere, empezando por lo más inmediato: encarar la verdad”. Textos como estos, de su autoría, fueron compilados en Un país por descifrar (Editorial Universidad de Antioquia, 2023).

Esa época aciaga, la de los años ochenta del siglo pasado, fue caracterizada por la profesora, socióloga e investigadora, metafóricamente, como un “retorno al medioevo” porque el Estado se diluía entre disputas territoriales de poderes corporativos que desdibujaban el sentido de lo público y terminaban erigiendo una “sociedad, fragmentada, turbulenta y agobiada por una guerra larga que parecía alimentarse a sí misma” y bajo la cual el país vivía atrapado en el que llamó el “círculo vicioso de la violencia”. Pero también, presagiaba la profesora María Teresa, la imperiosa necesidad de transitar hacia un nuevo contrato social que pasaba, necesariamente, “por la búsqueda del consenso […] y la construcción de una voluntad general, sin exclusiones ni marginamientos, que permitiera recrear el Estado, la nación y una democracia, que no tenga que sostenerse en las puntas de los fusiles”. Y es que, en ese momento, un nuevo fracaso en los intentos de negociación política del conflicto armado, bajo el gobierno de Belisario Betancur, situaba de nuevo el debate sobre la “paz negociada” ante la inminente extensión del conflicto armado en todos los confines del territorio nacional.

Hace dos décadas, en el escenario transicional que se iniciaba luego de la negociación con actores violentos en el marco de la Ley de Justicia y Paz, la profesora María Teresa no calló para nombrar lo que advertía en su artículo de 2006, titulado “Esclarecimiento histórico y verdad jurídica: notas introductorias sobre los usos de la verdad”, como “un corpus normativo […] tejido con olvidos y remendado con silencios, desde el cual no es imaginable qué tipo de reparación pueda desplegarse, o qué tipo de paz construirse”. Y no guardó silencio cuando la interpretación del proceso que se iniciaba le permitía señalar una gran ausencia que ponía en cuestión el equilibrio entre “la sanción a los criminales y el logro de la paz”: la ausencia de las víctimas. En ese proceso de negociación y desmovilización de los grupos paramilitares no fue previsto “que la víctima hable, cuente su historia, presente su dolor en público y haga partícipe al auditorio de su dolor y sufrimiento”, lo que nos mostraba que “el escenario de la justicia era el reino del victimario”.

La profesora María Teresa advirtió entonces los riesgos que entrañan los desequilibrios de la trilogía humanitaria “verdad, justicia y reparación”, cuando se detuvo en señalar que, más allá de los “abusos de la memoria o la emergencia de memorias rivales”, el proceso se enfrentaba a “los abusos del olvido, los excesos de silencio y la ausencia de una narrativa pública que permitiera incorporar nuestra historia personal, familiar y local en contextos interpretativos de más amplio espectro”. Esta advertencia fue y sigue siendo relevante porque para la profesora resultaba impostergable incorporar las voces de las víctimas y la participación y compromiso de la sociedad en su conjunto con la construcción de la paz. Porque en el intersticio entre la decisión judicial y el esclarecimiento histórico, no se trataba de “judicializar a todo el mundo sino de esclarecer responsabilidades políticas y éticas frente a las cuales los grupos y estamentos comprometidos tendrían que responder”, continúa diciendo en el artículo citado.

Resulta también necesario nombrar otra de sus preocupaciones académicas, investigativas, ciudadanas. Se trata de su abordaje a los problemas éticos de la sociedad colombiana, para cuya reflexión acudió al pasado y proyectó salidas necesarias para contribuir colectivamente a la transformación de los contextos de violencia en todas sus formas, en una sociedad más justa, equitativa y respetuosa de las diferencias, donde, sin ambigüedades, se asuma el papel transformador de una ética pública orientada a invertir la dinámica de la guerra, de un conflicto armado prolongado en el tiempo y buscar, sin escatimar esfuerzos, salidas negociadas a viejos y nuevos problemas.

Una ética cívica y pública que enfrente la incertidumbre, el escepticismo o la frustración que generan aquellas posturas que María Teresa señaló de “recalcitrantes, dogmáticas e intransigentes”, en tanto han sido un obstáculo para concretar salidas negociadas, pues han limitado o impedido la realización de los cambios necesarios para superar un estado de guerra permanente.

La invocación de una ética pública le permitió a la profesora nombrada en la Cátedra Universitaria por la Paz interpelar a los actores de la época sobre sus propuestas para conseguir “una paz que no sea la de los sepulcros”, porque advertía que cualquier guerra, por grande o pequeña que sea, es siempre una “catástrofe universal”. Sus enormes contribuciones para explorar y explicar las condiciones que evidenciaban una crisis generalizada en el país al abordar con profundidad problemas como las violencias, la crisis de legitimidad, los límites de la participación y la representación política, las diferencias y desigualdades territoriales, la persistente vulneración de los derechos ciudadanos, entre muchos otros problemas, la comprometieron a asumir el desafío de interrogar el papel de la política en la construcción de una ética pública y ciudadana. Un sentido de lo ético construido de conformidad con una realidad plural, diversa en valores, representaciones y sentidos.

De la mano de su invocación a la construcción de una ética pública es menester situar su compromiso indeclinable con el valor pedagógico del quehacer intelectual. La construcción de conocimiento, inherente a la universidad, sería inocuo de no ser por su carácter pedagógico y su proyección social. Un compromiso con la formación de las nuevas generaciones estuvo siempre en el horizonte de su ejercicio docente e investigativo. Para María Teresa, además del trabajo intelectual asumido con rigor, era necesario establecer una conexión permanente con la sociedad, un compromiso que consideraba imperativo a fin de coadyuvar desde la investigación, desde las aulas de clase, desde cada espacio propicio para la interacción, a la transformación de la vida social, a la construcción de futuros más democráticos y sin violencias.

El momento que vive el país es más que suficiente para hacer explícito el compromiso de la Universidad de Antioquia con el legado de la profesora María Teresa Uribe, pues, lejos de poner fin a las violencias examinadas por ella en su extensa y valiosa producción académica, Colombia apenas transita hacia el reconocimiento de causas estructurales que deben ser modificadas si pretendemos la construcción de una paz estable y duradera, como la proclamada en el Acuerdo Final de Paz entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y las FARC-EP en 2016. El desarrollo e implementación de lo acordado no ha sido fácil; las violencias no han cesado. Y si bien las contribuciones al proceso desde las instituciones creadas por el Acuerdo Final de Paz —la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV), la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD)— son evidentes, la contundencia de los hechos de violencia pone en cuestión las garantías de no repetición del oprobio de la guerra. Los asesinatos de personas firmantes del Acuerdo, así como la persecución, desaparición y asesinatos de líderes y lideresas sociales, son una dolorosa constatación de lo inconcluso del proceso y de los riesgos que persisten en el escenario nacional respecto a un recrudecimiento de las violencias.

Por todo ello, y más allá de homenajes y distinciones que la profesora María Teresa Uribe evitó o por lo menos no persiguió, un espacio académico y político como la Cátedra Universitaria por la Paz es una manera de nombrarla y hacer justicia a sus innumerables contribuciones a la comprensión de nuestro pasado violento, a los desafíos de los procesos de construcción de memoria y verdad, en el camino, nada expedito, de la construcción de la paz. La Universidad de Antioquia, la Cátedra Universitaria por la Paz, la comunidad universitaria, todos honramos así su memoria y su legado.


* Adriana González Gil es Doctora en América Latina Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid. Es profesora de la Universidad de Antioquia y hace parte del comité académico de la Unidad Hacemos Memoria.