Como parte del Caso 08, denominado “Crímenes cometidos por la fuerza pública, agentes del Estado en asociación con grupos paramilitares, o terceros civiles en el conflicto armado”, la Jurisdicción Especial para la Paz citó a nueve exparamilitares a declarar sobre las masacres de La Granja y El Aro, en Ituango, y Las Juntas, en Valdivia, perpetradas por el bloque Mineros de las Autodefensas Unidas de Colombia en colaboración con agentes del Estado.
Por Margarita Isaza Velásquez
Fotos: archivo de Donaldo Zuluaga Velilla
En el caso de La Granja, a dos horas y media en bus desde el casco urbano de Ituango, el desangre ejecutado por los paramilitares comenzó el 11 de junio de 1996, cuando asesinaron a cuatro civiles a quienes señalaban de ser colaboradores de la guerrilla. A partir de ese momento, estuvieron unos días amenazando a los pobladores y gritando que aquello solo sería el comienzo del fin; se fueron luego, y volvieron al mes y medio, en agosto, para instalarse al menos por un año más en el corregimiento, sin que alguna autoridad contuviera o reprimiera su acción.
En el caso de El Aro, a más leguas de camino de Ituango, todo el año 1997 fue de horrores y amenazas, constantemente denunciadas por el defensor de derechos humanos Jesús María Valle Jaramillo, sin que hubiera alguna respuesta del Estado: ni la Gobernación ni la Fuerza Pública ayudaron a los habitantes. Pero el 22 de octubre marcó una herida imborrable en El Aro, pues fueron asesinados por el mismo bloque Mineros 17 pobladores.
En Puerto Valdivia (Valdivia), en la vereda Las Juntas, muy cerca de El Aro, al menos diez personas fueron asesinadas entre el 31 de marzo y el 1 de abril de 1996.
En ese par de años de contar homicidios, robos de tierras y ganado, amenazas constantes, violencia sexual y tantas injusticias más, la mayoría de los habitantes de estos poblados salieron desplazados forzosamente de sus hogares, para poder resguardar la vida.
Al abogado Valle lo mataron en 1998, como consecuencia de las denuncias que había elevado ante cortes y organismos de justicia, pues era insoslayable el hecho de que entre fuerza pública y paramilitares había habido cooperación para someter a los ituanguinos, a quienes consideraban, sin prueba ni proceso, aliados de la guerrilla. Álvaro Uribe Vélez, gobernador de Antioquia entre 1995 y 1997, había dicho en varias declaraciones que Jesús María Valle era un enemigo de las Fuerzas Armadas y lo denunció por calumnia. Según lo recoge la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, el 26 de febrero de 1998, el defensor de derechos humanos rindió declaración en ese proceso, y al día siguiente fue asesinado en su oficina en el centro de Medellín. Su crimen está por lo tanto vinculado a las masacres cometidas en los corregimientos de Ituango, de donde era oriundo, y hace parte de las investigaciones del Caso 08 de la JEP.
En cuanto a los hechos de La Granja y El Aro, la Corte Interamericana de Derechos Humanos sentenció la responsabilidad del Estado en julio del 2006, “por los actos de tortura y asesinato de pobladores en el municipio de Ituango, así como por la falta de investigación para esclarecer los hechos y sancionar a los responsables”. Y en mayo del 2018, las masacres del 11 de junio de 1996 y del 22 de octubre de 1997 fueron declaradas crímenes de lesa humanidad, cometidos por las Autodefensas Unidas de Colombia y agentes del Estado en el contexto del conflicto armado.
Por ser hecho emblemático dentro del Caso 08, la JEP retomó la investigación del caso de los corregimientos de Ituango. En tal contexto, en enero del 2020 otorgó la libertad al mayor retirado de la Policía José Vicente Castro, quien había sido condenado a 38 años de prisión por su participación en la masacre de La Granja; para acceder a este beneficio transicional, el compareciente debió ampliar información sobre la comisión de esta masacre.
Este año, el 10 de abril de 2024, se conoció que Salvatore Mancuso también sería citado a declarar dentro del Caso 08, para ofrecer su versión sobre la colaboración entre las Autodefensas Unidas de Colombia y la Fuerza Pública. Y el 4 de junio, nueve exparamilitares, quienes fueran integrantes del bloque Mineros, comandado por Ramiro Vanoy (alias Cuco Vanoy), fueron llamados a dar su testimonio por las masacres de La Granja, El Aro y Las Juntas ante la Sala de Reconocimiento de Verdad.
Específicamente sobre la masacre del 11 de junio de 1996, fueron llamados los exintegrantes del bloque Mineros Orlando de Jesús Mazo Mazo, quien fue subordinado de Isaías Montes Hernández (alias Junior), y Eucario Macías Mazo, quien, según la JEP, coordinó el ingreso de los paramilitares a La Granja junto con dos guerrilleros desmovilizados. Macías Mazo había sido condenado en sentencias de Justicia y Paz de 2007 y 2008 a 21 años de prisión por homicidio agravado, terrorismo y concierto para delinquir.
Aquel martes 11 de junio
El corregimiento La Granja era, en 1996, un pueblo de calle larga, con una escuela, una cancha, un centro de salud y una iglesia. Allí habitaban, sin pobrezas ni riquezas, quizás un tercio de los 22 mil habitantes que Ituango tenía en sus zonas rurales según el censo nacional de aquella década. La tranquilidad dependía entonces de que un solo grupo armado ejerciera poder y control sobre el territorio: la guerrilla campeaba por allí desde hacía tiempo, mientras el Gobierno era una noción lejana que incluso residía fuera del pueblo, en la cabecera municipal o en la capital de Antioquia; los paramilitares, por otra parte, habían tomado la forma de un rumor.
Ese martes 11 de junio de 1996, la tranquilidad desapareció, porque un grupo de unos treinta hombres en dos camionetas de platón, dicen que una roja y una gris, llegaron armados hasta los dientes para preguntar por unas personas a las que señalaban de ser colaboradoras de la guerrilla. Los armados hacían parte del bloque Mineros de las Autodefensas Unidas de Colombia, que entre 1996 y 1998 les disputaron a los frentes 18 y 36 de las FARC el dominio de los corregimientos de Ituango: La Granja, El Aro y también Santa Rita, límites de Antioquia con el departamento de Córdoba, en vecindad del pródigo nudo del Paramillo, el municipio de Valdivia y la arteria fluvial que es el río Cauca.
Dora Villa García, que vivió en La Granja hasta los 17 años, contó que antes de ese día los paramilitares habían intentado entrar al corregimiento, pero perdieron en combate con las FARC a más de cincuenta de sus hombres, por lo que se replegaron. Se decía en voz no tan baja que estaban en Ituango, que allá habían hecho alianzas con la Fuerza Pública, y era ya una amenaza que querían tomar el control de La Granja y de El Aro, como venían haciéndolo con pequeños poblados desde el sur de Córdoba, y como lo habían hecho a finales de marzo en la vecina vereda Las Juntas de Puerto Valdivia.
William de Jesús Villa García, el hermano de Dora, fue uno de los cuatro muertos que dejaron a su paso las dos camionetas aquel 11 de junio. Lo mataron delante de su papá, Alfredo, con quien trabajaba como albañil haciendo arreglos y pintando una casa al final de la calle larga. Luego mataron a María Graciela Arboleda, tía política de los Villa García, en una finca cercana; a Héctor Hernán García, hijo de la anterior de quien todos sabían era un joven discapacitado, y a Jairo Sepúlveda, que se lo llevaron amarrado y luego dejaron tirado su cadáver.
“A pesar de que él no era el mayor, William era el que nos mantenía a todos en unión. Todas en la casa coincidimos: él era el mejor elemento de la familia”, así lo recordó Dora, años después de su asesinato; ella sonreía con la anécdota de cuando él mismo les llevó a sus hermanas, todas más pequeñas, un equipo de sonido para que se divirtieran y escaparan a la seriedad de su papá, que poco las dejaba salir a fiestas y reuniones.
William era ya un hombre con responsabilidades cuando lo asesinaron. “Terminó noveno, que era hasta donde se podía estudiar en La Granja, y en esas consiguió pareja; se fueron a vivir juntos, ella era profesora y él era un muchacho muy juicioso, tuvieron un hijo que poco alcanzó a disfrutar. Insistió en que quería trabajar y lo hacía con mi papá en albañilería, que era lo que a él más le gustaba”, relató Dora.
La rutina de los habitantes del pueblo era sencilla: levantarse con las gallinas, estudiar o trabajar en alguna finca cercana, caminar por las montañas, ir a la casa, compartir con los vecinos, asistir a alguna reunión comunal o religiosa, descansar. La de Dora y sus hermanas era regresar del colegio, hacer las tareas y los oficios, y departir un rato en la cancha de fútbol.
“Ese martes salimos del colegio a las cuatro, y cuando íbamos llegando a la casa, dos camionetas subían. Yo recuerdo una camioneta roja, con gente armada. Nos entramos, pero alcanzamos a ver eso. Cuando menos pensamos, escuchamos muchos disparos, y a mí se me vino a la mente William. Porque ya había rumores de que las autodefensas venían y él les tenía mucho miedo. Él siempre decía: ‘Esa gente va a acabar con todo’”, rememoró Dora junto a sus hermanas en la casa del barrio La Cumbre de Bello, adonde llegaron como desplazadas luego de que las palabras de William se volvieran realidad. Días antes de la incursión paramilitar, a William lo habían obligado a transportar a unas personas en una camioneta, y por menos de eso pudieron matarlo.
En el recorrido por La Granja a William lo acribillaron sin que su padre fuera capaz de defenderlo. “Alcancé a voltearlo, se sonrió y se murió”, les contaba Alfredo Villa a sus hijas sobre cómo habían sido esos instantes terribles. Según ellas, ese momento lo reconfortaba tanto como saber que a su hijo no lo desaparecieron.
“Cuando nos asomamos por la parte de atrás de la casa, que seguían sonando los tiros, de ahí se veía la finquita donde asesinaron a la cuñada de mi mamá, a Graciela Arboleda. Ahí no sabíamos nada de lo que estaba pasando. Ese día dejaron a siete niños sin papá ni mamá”, continuó Dora con la historia de ese martes inefable. Más tarde se enteraron de que también mataron al primo Héctor García, que al parecer confundieron con otra persona, porque él “tenía un retardo y se la pasaba sentado afuerita de su casa”. Jairo Sepúlveda fue el último de la jornada, que no lo mataron en presencia de otros habitantes, sino que se lo llevaron y al final del día dejaron tirado su cadáver al pie de un camino.
Para la familia Villa García, los asesinatos de William, Graciela y Héctor fueron el comienzo de otra pesadilla: el desplazamiento forzado, porque no más enterrar al hermano, se fueron con lo que llevaban puesto primero para Ituango y después para el Valle de Aburrá, donde otros desplazados les tendieron la mano.
A una casa alquilada de Bello llegaron a refugiarse 18 personas de la misma familia. A veces no tenían con qué comer y cada noche debían hacer tendidos para poder dormir. “Nos vinimos muy tristes porque dejamos allá todo lo que habíamos vivido, y aquí fue muy difícil con ese dolor tan grande de haber perdido a mi hermano”, dijo Dora, con una voz recia que insistía en traer al presente los lazos de solidaridad que no los abandonaron. “El señor de la tienda nos fiaba, aun sabiendo que de pronto no le íbamos a poder pagar. La gente aquí nos tendió la mano, nos dio trastes y hasta cobijas, y también nos acompañaron en las novenas”, afirmó.
Desde aquella casa en la ciudad se iban enterando de lo que pasaba en Ituango. Por la radio y las voces de los vecinos también desplazados les llegaban noticias de un retén, un muerto, un ataque, un combate, una amenaza. Supieron así que al final de 1996 en la iglesia de La Granja los habitantes que quedaban tuvieron que refugiarse durante dos días, para que las balas no los alcanzaran. El sacerdote de entonces, Raúl Restrepo, “se arremangaba para interceder y proteger a la gente”, contó Dora. Fueron uno, dos años muy difíciles, aquellos que corrieron después de la masacre.
Luego se concretaron los procesos judiciales que les brindaron cierta reparación económica y el reconocimiento público de que ninguno de los muertos del 11 de junio alguna vez fue un guerrillero. Eso sí, habían nacido y crecido, como todos los demás habitantes, en un corregimiento donde la ley vigente la imponía un grupo armado y donde la única regla era no hablar con los militares, si era que alguna vez se asomaban por allí.
Los años han pasado desde aquellos sucesos de 1996, conocidos en la memoria colectiva como la masacre de La Granja en Ituango, Norte de Antioquia. Ahora el caso continúa en la JEP, no ya para saber qué pasó, porque las sentencias ya lo afirmaron, sino para que los militares y paramilitares que permitieron y cometieron los crímenes digan la verdad de por qué lo hicieron y desde dónde les dieron la orden.