A través de la espiritualidad, la creatividad, la relación con el territorio y otras prácticas cotidianas, los habitantes de Bojayá luchan por retornar a su pueblo y reubicarse tras ser desplazados después de la masacre ocurrida en 2002.
Por Alejandra Carmona Valencia – Estudiante de periodismo de la Facultad de Comunicaciones*
Foto: Periódico Alma Máter
Hace 14 años, un dos de mayo, las Farc lanzaron un cilindro bomba en la iglesia de Bojayá, Chocó, y acabó con la vida de 79 personas. El atentado, conocido como “La masacre de Bojayá”, se dio en medio de los enfrentamientos entre las Farc y los paramilitares por controlar el territorio.
Natalia Quiceno, antropóloga y docente investigadora del Instituto de Estudios Regionales de la Universidad, se fue a Bojayá para realizar su tesis doctoral en antropología: “Vivir sabroso: poéticas de la lucha y el movimiento afroatrateño en Bojayá, Chocó”, una investigación sobre los movimientos derivados de la guerra: cuando la gente se tuvo que desplazar después de la masacre, luego retornar a su lugar de origen y reubicarse. Este trabajo recibió mención de honor en el área de ciencias sociales y humanas en los premios que entrega la Fundación Alejandro Ángel Escobar en octubre.
Quiceno hizo trabajo de campo en la región durante un año, al principio con cierta dificultad, pues ya había llegado mucha gente a preguntar por lo que había pasado. “Era duro porque con la masacre no terminó el conflicto, ni los paramilitares ni los guerrilleros pararon los enfrentamientos. Cuando yo llegué vivimos varios paros armados y la gente no podía salir a coger pescado, ni ir al monte por la comida. Yo llegué con una pregunta de investigación clara y me encontré con que había muchos silencios. Por otro lado, no se trataba de hablar de la guerra como el pasado, era algo que todavía se estaba viviendo y transformaba completamente su cotidianidad”, recuerda.
Por lo mismo, la antropóloga no solo se basó en la conversación y la entrevista, sino también en la observación y la participación del diario vivir, lo que le permitió entrar en las dinámicas cotidianas y advertir que en esa vida estaba marcada tanto por la guerra (actores armados o derechos humanos) como por los santos, los muertos, las plantas, la espiritualidad y la relación con los parientes.
“Estos factores se suelen abordar de una manera más culturalista, como que esa es la identidad o lo que caracteriza al grupo étnico. Yo me encontré con que todo operaba para interpretar, asimilar y resistir la guerra, como un sistema cosmológico que se basa en prácticas cotidianas, pero que también les sirvió para enfrentar el conflicto”, explica Quiceno.
Una de las prácticas importantes para los bojayaseños es la posibilidad de moverse. Como todo pueblo ribereño la vida gira alrededor del río: el desplazamiento es vital ya que pueden ir a visitar a los parientes, buscar las plantas curativas y la comida.
También les gusta viajar a Raspadura, un gran centro espiritual cerca de Quibdó, donde está el santo Ecce Homo, uno de los más importantes de la espiritualidad afro en el Chocó. Allá van a pagar promesas o a buscar un algodón que haya tocado el santo para curar a algún enfermo.
El cristo mutilado que quedó después de la masacre ha servido a los pobladores para resignificar la guerra y los daños causados. “Ellos dicen que ahora el cristo hace milagros. Lo que hago en el trabajo es analizar esa relación con los santos y cómo a través de las fiestas y las promesas, la gente activa la vida y vuelve llena de fuerzas”, dice Quiceno.
Las plantas, muchas de ellas asociadas a los santos, son un dispositivo terapéutico que tiene que ver con la espiritualidad; entonces mezclan plantas y palabras de santos para curar heridas como mordeduras de serpientes o fracturas. Con estos elementos, la antropóloga muestra cómo la gente ha resuelto, con maneras muy creativas, vivir en medio de la selva en un contexto de guerra, reconociendo el sentido político de ser víctimas pero no con esa marginalización constante que los ha negado. “Su bandera es la defensa de la vida y el territorio”, anota.
Con el proceso de paz, en Bojayá se creó un comité de víctimas que empezó a ser el interlocutor directo con las Farc y el Gobierno en la mesa de conversaciones de La Habana. Gracias a eso reivindicaron su lugar y la necesidad de una reparación colectiva. El acto más visible fue el seis de diciembre de 2015, en el que las Farc manifestaron el deseo de pedirle perdón a la gente de Bojayá. Los habitantes del municipio decidieron aceptar esa propuesta bajo dos condiciones: primero, que lo hicieran allá, en su territorio y segundo, que no se llamara un “acto de perdón” sino de reconocimiento de responsabilidades, porque ellos entienden el perdón como un acto individual.
Quiceno cuenta que ha sido un proceso muy valioso y de gran impacto en las víctimas, porque los dignifica y permite que los actores que más daño les han hecho se les paren al frente, acepten su responsabilidad y se comprometan con que nunca va a pasarle lo mismo a nadie.
*Este texto hace parte del especial UdeA en la construcción de paz