La periodista mexicana Marcela Turati acaba de publicar su libro San Fernando: última parada. Viaje al crimen autorizado en Tamaulipas, resultado de 12 años de investigación. A continuación, compartimos un adelanto del libro que será presentado hoy en Ciudad de México.
Por: Marcela Turati
Prólogo
El alma se me desprendió en Matamoros, en esa esquina noreste de México, en los límites con Texas. Estoy casi segura de que se quedó detenida en un retén del estado de Tamaulipas, después de que me asomé a unas fosas clandestinas recién descubiertas.
Los días siguientes a esa cobertura, en abril de 2011, tuve una sensación de ingravidez. Lo noté en la redacción de la revista Proceso, donde entonces trabajaba; un colega me preguntó cómo me había ido en aquel viaje a la frontera documentando una nueva tragedia propiciada por la “guerra contra las drogas”, y me recuerdo caminando de prisa como sin hallarme, la mirada en ninguna parte; luego, a la sombra del árbol del patio, intentando poner sentido a lo que había visto. Despalabrada.
Solté entonces mi incomprensible respuesta:
—Mi alma se quedó en un retén. No ha llegado.
En el teclado de la computadora volqué algo de lo que tenía atorado, quería exorcizar eso que había tocado en aquella cobertura, la más difícil de todas: en la morgue de Matamoros acababa de ver una pila de cuerpos desenterrados provenientes de las decenas de fosas recién descubiertas. Los cadáveres descompuestos estaban en el suelo, dentro de bolsas negras de plástico como las que se usan para sacar basura, selladas con cinta color canela. El tufo a muerte era insoportable.
Cuando me fui de ahí el conteo iba en 145 personas muertas; la suma final admitida por el gobierno sería de 193. Esos eran los cuerpos que no pudo ocultar.
A la sala de redacción en Ciudad de México me siguieron las imágenes de la inacabable procesión de familias dolientes llegadas de todo el país, movidas por la noticia del hallazgo. Notaba en ellas un forcejeo interior en el ruego a los funcionarios para que les permitieran ver si alguno de esos cadáveres era el hijo que no llegó a casa, la hermana por la que pagaron un rescate pero no regresó, el padre del que no tienen noticias, los hermanos que no responden el celular, la madre que fue levantada… Y, al mismo tiempo, suplicaban a Dios para que ninguno de esos bultos amontonados fuera la persona amada que buscan.
Las noticias fluían a cuentagotas, una más cruel que la otra.
La administración de la información hacía más tortuosa la espera.
Presencié el momento en que los peritos desempacaron el montón de muertos y los metieron en un tráiler que los llevó a la capital del país. Porque la orden del gobierno era borrar esos cuerpos de la escena pública. Para que no se le amontonaran más familias. Para que no llegara más prensa. Para no espantar al turismo de Semana Santa.
Supe después, pasado un tiempo, que en su nuevo destino el gobierno federal los enterró en otra fosa; esta vez en un panteón municipal de CDMX. El mismo patrón siguió el gobierno estatal con los cadáveres que se quedó.
Con el tiempo constaté que las decisiones políticas tomadas ese día sobre el destino de esos cuerpos, y las que siguieron, condenaron a muchas familias a una tortura que continúa 12 años después.
Esa atrocidad que fui a cubrir a Tamaulipas fue conocida en México como “el hallazgo de las narcofosas de San Fernando”, la “masacre de los autobuses” o, en jerga forense y ministerial, “San Fernando 2”.
El número “2” es un recordatorio de que estas fosas fueron halladas en el mismo municipio donde ocho meses antes, a fines de agosto de 2010, 72 migrantes (de los que 14 eran mujeres) habían sido masacrados. San Fernando quedó vinculado para siempre a la brutal imagen de los 72 cadáveres que yacían inertes, recargados unos contra otros, caídos en el piso de tierra de una bodega abandonada, arrinconados junto a las paredes de concreto; sus cuerpos maniatados, los ojos vendados, el tiro en la cabeza. A esa atrocidad ocurrida también en el sexenio de Felipe Calderón las autoridades la denominaron “San Fernando 1”.
Pero, aunque el municipio era el mismo, el horror destapado con las fosas de abril de 2011 era distinto. Esta vez no se habían encontrado cuerpos tendidos a ras del suelo, como era común en esos años violentos, sino decenas de montículos de tierra que ocultaban personas muertas en distintos momentos y —después supe— en diferentes masacres ocurridas durante meses. O años.
En cuanto el hallazgo se convirtió en escándalo nacional comenzamos a enterarnos de que la abrumadora mayoría de los asesinados eran varones, eran jóvenes, eran pobres. Pronto supimos que entre las víctimas no solo había personas mexicanas, también centroamericanas, y que muchas de ellas transitaban por las carreteras que conectan a México con la frontera de Estados Unidos, hasta el momento fatal en que fueron forzadas a bajar del vehículo que las transportaba. Siempre en San Fernando, justo en ese municipio bisagra que es paso obligado para llegar a Reynosa o Matamoros.
Que los autobuses en que viajaban llegaban a las terminales de la frontera sin pasajeros, solo con maletas. Que los equipajes sin dueño se iban amontonando en depósitos. Que sus propietarios no volvieron de San Fernando para reclamarlos. Que las compañías de autobuses guardaron silencio.
Cuando la indignación por estas noticias creció, las autoridades se apuraron a aclarar que esas muertes ocurrieron solo durante tres o cuatro días, y solo a unos cuantos pasajeros de unos poquitos autobuses. Y que los perpetradores eran integrantes del grupo criminal de Los Zetas.
Los cuerpos exhumados, sin embargo, comenzaron a arrojar otras realidades.
Me pregunto en qué momento permití que esa historia me habitara.
Pudo ser cuando me topé a una mujer en Matamoros que, bajo un toldo blanco donde los fieles de una iglesia ofrecían comida, agua y descanso a los dolientes recién llegados, me reclamó enojada en cuanto supo que yo era reportera: “Periodistas, ¿ya para qué vienen? Si decíamos que en esa carretera desaparecía gente pero nadie nos hacía caso. Parecía que hablábamos desde el fondo del mar”.
Desde el fondo del mar. Del mar.
La imagen me dio escalofríos.
No sé si quedé atrapada entonces o si fue cuando un desconocido puso en mis manos un USB después de que escuchó una charla que di sobre mi trabajo como periodista.
Cuando abrí por primera vez el archivo, en 2013, encontré registros de dentaduras y siluetas humanas con tachaduras, informes médicos con resultados de necropsias, actas de defunción en las que la causa de muerte parecía calcada. A cada cuerpo le acompañaba información: la edad probable, la estatura, el listado de la ropa que vestía y las pertenencias que llevaba.
Eran imágenes en blanco y negro fotocopiadas de algún expediente que pudo haber sido fotocopiado a su vez hasta diluir al máximo los detalles.
Eran 120 fichas forenses, una por cada cadáver trasladado de Tamaulipas a la Ciudad de México. Eran a aquellos muertos envueltos como paquetes que habían sido desalojados de la morgue.
Quien manejó la cámara fotográfica dentro de la morgue se enfocó en tomas concretas de la cabeza. En varias de las víctimas se notaba el rictus de dolor impreso en el rostro, el grito de angustia previo a la muerte. La crueldad estaba traducida al vocabulario forense en la descripción de la causa de defunción: “traumatismo craneoencefálico”.
El cráneo roto era su sello.
Por mucho tiempo no pude escribir sobre esos cuerpos, tenía la sensación de haber profanado un secreto, no podía digerir la crueldad, no encontré palabras. Y cada tanto los soñaba con ese grito congelado, la expresión desgarrada, la soledad que transmitían, y me acordaba de sus presentidos deudos penando afuera del pestilente anfiteatro.
En algún momento, no sé en cuál, decidí adoptarlos.
En mi intento por descubrir sus historias y seguir sus pisadas, esos cadáveres me llevaron a conocer a sus familias en rancherías o ciudades de Guanajuato, Querétaro, Estado de México y Michoacán, o en casas oscuras, de cortinas cerradas, en Tamaulipas; en aldeas ovejeras en las montañas de Guatemala, en cantones de El Salvador a donde no se recomienda ir sola, y también a caminar por distintos pueblos y ciudades mexicanas de la ruta migrante.
Me guiaron también para que descubriera el desamparo en que vivían quienes habitaban San Fernando; el abandono, el silenciamiento y la soledad “del fondo del mar” a la que se refería la mujer que encontré afuera de la morgue.
Al visitar los lugares por los que habían pasado llegué a sitios donde se administra la muerte —fiscalías, funerarias, anfiteatros, panteones— y me adentré en los laberintos llenos de puertas falsas que recorren en este país las familias que buscan a “sus desaparecidos”. Así, sin sustantivo, como vergonzosamente acostumbramos llamarlos en México, desde que normalizamos las desapariciones.
Con el paso del tiempo, esos cuerpos también me fueron mostrando que no eran los únicos, y que tampoco estaban solos. A su alrededor se gestaban dignas luchas de colectivos de madres y esposas buscadoras, quienes se acompañaban de mujeres valientes que, contradiciendo las leyes de lo permitido, y siguiendo las leyes del corazón, se empeñaron en devolverles la identidad y regresarlos a sus hogares. Aunque hacerlo les significara riesgos.
Esos hechos que me habitaron desde abril de 2011 se transformaron en obsesión por saber más, y me empujaron a iniciar este viaje sin plazos que realicé en diferentes etapas y años, por muy diversas rutas, para conseguir pistas que me permitieran entender no solo “qué les pasó sino cómo fue posible” y, sobre todo, quiénes eran esas víctimas y quiénes les esperaban en casa.
Este libro contiene los apuntes de ese recorrido de 12 años buscando información sobre lo ocurrido y pidiendo su testimonio a quienes tuvieron la desgracia de pasar por San Fernando cuando ese municipio se convirtió en un embudo de muerte, o de vivir en ese sitio y en esa temporada en la que el gobierno no previno los asesinatos aunque pudo haberlo hecho, pero no quiso, y tampoco investigó esta tragedia para que no se repitiera.
Entrevisté a personas víctimas, testigos, sobrevivientes o presuntas culpables, y a varias que, cuando tuvieron cargos públicos, tuvieron algún vínculo con estas matanzas, como diputados, ministerios públicos, peritos, presidentes municipales, diplomáticos, policías, investigadores. También busqué a cualquier persona que tuviera una historia que contar sobre estas masacres —en este libro hablan médicos, maestros, militares, religiosos, policías, estudiantes, amas de casa, panteoneros, periodistas, empresarios, choferes, comerciantes— y a quienes se involucraron después, por su labor de defensa de derechos humanos, acompañamiento a las víctimas o búsqueda de personas desaparecidas.
La recopilación y el reporteo no siempre lo hice sola. En 2013 encabecé un grupo de investigación sobre la masacre de los 72 migrantes en Periodistas de a Pie, el colectivo que había fundado con varias colegas. Continué con la investigación de las fosas de 2011 en un taller que los sábados impartía en mi casa para jóvenes periodistas (a quienes sospecho que traumé con mi obsesión de rastrear todo dato salido de ese misterio llamado San Fernando), y acompañada de amigas periodistas, diseñadoras y fotógrafas, quienes estuvieron durante la primera etapa de aquel proyecto que denominamos #Másde72 y que seguimos manteniendo vivo.
Todos esos años la revista Proceso también apoyó mis propuestas de reportajes y entrevistas para documentar los hechos.
Ingresé físicamente a San Fernando hasta 2016. Antes no me atreví. A partir de esa fecha hice tres viajes: el primero, con colegas amigos que desde Monterrey cubren el noreste de México; después llegué por mi cuenta, aprovechando los memoriales in situ que un grupo de sacerdotes y de activistas en temas de migración hicieron en distintos aniversarios de la masacre de los 72. Terminada la ceremonia me quedaba unos pocos días más, siempre arropada y guiada por sanfernandenses a quienes preferí no nombrar en este libro para no ponerlos en riesgo. Me ayudaron porque quieren que se sepa lo ocurrido y para quitarle al municipio el funesto estigma que lo rodea.
En esos viajes hubo gente que me aconsejó que no siguiera preguntando y personas con las palabras atragantadas por el susto, quienes me decían que no era momento de hablar de lo ocurrido.
“Váyase de aquí antes de que la maten”, me dijo en el municipio un panteonero aterrado, con lágrimas en los ojos. “Aquí matan a quien busca desaparecidos”.
“Si le cuento, ¿no me va a pasar nada?”, era una pregunta repetida. “No se fíe de nadie, esos que le dieron mi contacto también están comprados; tampoco les diga que habló conmigo”, escuché la advertencia de una mujer nerviosa.
“Llámeme después”, me dijo una madre activista que tenía un mapa de entierros clandestinos y una larga lista de nombres de personas desaparecidas en el municipio. Antes de que concretáramos nuestro encuentro, la mataron. Se llamaba Miriam Rodríguez Martínez.
En cada viaje que hice llevaba el tiempo cronometrado. No quería permanecer dentro de la comunidad más de lo debido. Dormía poco en las noches pues trataba de descifrar cada ruido.
“Seguir escarbando es echarle energía buena a la mala”, escuché decir a un curandero anciano en el estado de Michoacán cuando terminamos una ceremonia de temazcal e iniciaba con unas queridas colegas un recorrido por sitios de fosas clandestinas. Me asustaba que su advertencia se convirtiera en profecía.
La constante de esta investigación a lo largo de los años ha sido el miedo: de quien es testigo y sobrevivió y alberga en el cuerpo el terror, el pánico de las personas en búsqueda que temen que le hagan daño a sus familiares si hablan de más, el miedo de la gente que vivió esos años en esa comunidad durante el día mastica pesadillas; y mis propios miedos, reales o fantasiosos, que me paralizaron por largas temporadas.
Cuando decidí escribir este libro me topé con mis libretas llenas de frases que había tachado al inicio de muchas entrevistas, con otras como: “Mejor quite mi nombre porque me matan”, “no publique porque si se dan cuenta y lo tienen vivo lo torturan”, “OFF NO MENCIONAR”.
El borrador de este libro en sus distintas versiones estuvo repleto de marcas amarillas, una por cada duda que debía resolver sobre los peligros que podrían correr las personas que me brindaron sus testimonios, sobre los derechos de las víctimas y de los presuntos victimarios, y sobre los detalles del horror que pueden soportar las personas que lo leerán.
Desde que estuve en la morgue de Matamores me pregunté muchas veces si hay cosas que no deben escribirse, si la gente está preparada para verdades tan dolorosas, si existen palabras que alcancen para describir el horror, las atrocidades, la barbarie, la crueldad, y otras formas para definir lo innombrable.
Esas dudas me llevaban a otras: ¿Es posible encontrarle sentido a la sinrazón? ¿Qué tanto puedo asomarme a la oscuridad sin quedar atrapada o ser succionada por ella? Me daba miedo imaginarme como una palomilla nocturna que, por acercarse tanto a la luz, cuando excede los límites se quema y cae fulminada.
Mis preguntas más básicas, las que me movían para seguir adelante con el reporteo, eran: ¿Dónde estaba el Estado cuando estas personas eran asesinadas? ¿Por qué desde ninguna oficina se alertó a los viajeros de que peligraban al recorrer esos caminos? ¿Por qué todas las instancias de gobierno que sabían lo que pasaba permitieron que esto ocurriera? ¿No les importaban porque la mayoría de las víctimas eran pobres, y muchas de ellas migrantes? ¿Por qué el trato desalmado a los cuerpos de las personas asesinadas y el ocultamiento de las fosas? ¿Por qué la tortura a sus familias? ¿Por qué la prisa para enterrar de nuevo a las víctimas y con ellas lo ocurrido?
Y entre más respuestas obtuve, más me hundí en senderos pantanosos de los que luego me costó trabajo salir; al igual que a otras personas que investigaron estas masacres, todas pagamos un costo. Esa fue una de las enseñanzas que me dejó este recorrido: que toda persona que busca información sobre los muertos que intentan ser borrados es castigada.
No pocas veces, cuando encontraba esbozos de respuestas sobre lo ocurrido esos años en San Fernando, me sentí asqueada, enojada, furiosa, indignada, triste, como si hubiera perdido la última inocencia o buceado por canales de aguas negras con las que me atragantaba. Procesar tanta impunidad me llevó bastante tiempo.
Durante este tiempo también acumulé un costal de remordimientos que me pesa porque algunos de mis reportajes de esos años fueron brutales en sus descripciones de los cuerpos y quizás su lectura hizo daño a alguien que amaba a esas personas asesinadas. No sé. O porque mis notas no llegaron a tiempo para impedir la cremación de una decena de cadáveres. O porque no supe cómo comunicar a una madre que había evidencias de que el cuerpo del hijo que esperaba con vida estaba en una fosa y asumí que con mi aviso a las autoridades a cargo ella sabría la verdad, pero no fue así.
Ofrezco una disculpa por ello.
Cada una de las historias que involucran sufrimiento obligan siempre a sostener debates éticos internos sobre qué escribir, cómo hacerlo, y cuánto decir, los cuales resolví en su momento con las decisiones que pensé que eran las correctas. Vistas al paso del tiempo no puedo asegurar que siempre lo fueron. Hoy también sé que los mecanismos de la impunidad se sirven de esas culpas y miedos paralizantes para impedir que sigas buscando verdades.
Escribir sobre un sitio de exterminio siempre representa un desafío.
Secciones del libro están narradas por voces hilvanadas, las voces de las personas que fui entrevistando, muchas de las cuales miraban a los lados antes de hablar para ver si nadie nos oía o hacían esfuerzos grandes porque no podían dejar de llorar. Decidí respetar la manera en que se expresaron, como la registré en mis apuntes o la transcribí de la grabadora. Eso es lo primero que salta en la lectura, las formas de expresarse.
Intervine algunas frases, cambié el orden de algunas líneas y sumé palabras cuando sentí que se necesitaba facilitar la comprensión o la fluidez del relato. Edité testimonios a manera de monólogos en los que borré mis preguntas, omití partes que se desviaban del tema central, reordené párrafos para darle más fuerza a la narrativa, corté líneas enteras para reducir páginas.
Unos testimonios están compuestos por fragmentos de entrevistas que hice en diferentes circunstancias y años a una misma persona. A veces elegí únicamente las partes que me permitían iluminar algún pasaje.
A la mayoría de la gente que encontré en Tamaulipas la dejé bajo el anonimato para que pueda dormir en paz. En una primera versión describí la profesión de la persona, pero temí que la gente atribuyera una mención a una fuente equivocada o que diera con la persona con la que hablé, así que borré todo tipo de detalle. En algunos casos alteré u omití datos de los testimonios para evitar que fuera identificada.
Salvo en los pasajes donde las personas que me dieron sus testimonios quedaron plenamente identificadas, a quienes entrevisté en mis viajes recorriendo el Bajío mexicano y buscando a familiares de las víctimas de las masacres de los autobuses, las dejé como un coro de voces anónimo. Lo hice así porque ellas me contaron sus historias cuando estaban desesperadas por localizar a sus parientes, y sé de algunas que ya los recuperaron pero cargan el pesado estigma de que su familiar fue encontrado en las que la gente mal denomina “narcofosas de los Zetas”, y aunque hayan sido sacados a la fuerza de un autobús son tratados como culpables. En algunas casas me contaron que tenían miedo de una venganza de los perpetradores. También sé que cuando alguien no ha aparecido, los detalles atraen a los extorsionistas.
Mantuve los datos de las personas que me permitieron grabarlas, sea porque tenían un cargo público, porque pidieron que no se los quitara, o porque no están en Tamaulipas o ni siquiera en México, y de quienes aceptaron salir en un libro. Dejé los nombres de las personas desaparecidas, o encontradas en las fosas, porque deben ser conocidos. Para no borrarlas de nuevo al sacarlas de nuestra memoria colectiva. Solo los retiré cuando sus familias me lo pidieron.
No identifiqué en cada declaración ministerial la autoría del relato para no entorpecer algún proceso legal y respetar derechos, también porque sospecho que algunas fueron utilizadas para construir el relato oficial de lo que las autoridades quieren que creamos. Dejé la identidad de aquellos a quienes el propio gobierno señaló como mandos del grupo armado de Los Zetas y responsables directos de las fosas, y de quienes pagan injustamente una condena.
En este relato coral incluyo información de archivos que obtuvimos en equipo: los reportes de prensa coleccionados, los documentos públicos desclasificados (muchos gracias al valioso trabajo de Juanito Solís), las declaraciones judiciales de víctimas o de presuntos verdugos, la base de datos con nombres de personas desaparecidas (que Gabriela de la Rosa ha alimentado por años con amor y paciencia), así como la información que publicamos en Proceso o en diversos medios bajo la firma de #Másde72. Para dar mayor claridad y ritmo narrativo no dejé textuales los documentos y eliminé repeticiones, aunque mantuve su esencia.
Para investigar seguí mi estilo de reportería muy de a pie: tomar autobuses o manejar mi auto para buscar testigos en recorridos de casa en casa, llamar a casetas telefónicas de pueblos en el olvido para preguntar por alguien que no tiene teléfono, hacer decenas de combinaciones hasta encontrar nombres en redes sociales o a través de esa misma vía contactar a toda persona que lleve un apellido que busco hasta dar con la indicada, hablar con mucha gente que me conecta con otra gente y esta con otra, pedir a periodistas, a funcionarios o exfuncionarios que me permitan ver la información que tienen, crear alertas en internet con palabras clave para coleccionar noticias durante años, rastrear documentos o pedirlos mediante los recursos legales de transparencia y localizar a las personas mencionadas, buscar lo que se publica en otros países o aparece en archivos oficiales de Estados Unidos, aprovechar cada viaje de reporteo para indagar sobre este tema, mantener contacto con colectivos de familiares que buscan a personas desaparecidas, crear y cultivar contactos en los lugares donde pudiera existir alguna pista, solicitar información al público abierto usando redes sociales o publicar cada tanto algo de lo que tengo para ver si alguien pica el anzuelo y me proporciona más datos (aunque a veces esa estrategia me ha costado algunos sustos).
Mi interés se posa siempre en lo capilar, en lo ocurrido en el lugar de los hechos, lejos de las oficinas donde se construyen los comunicados de prensa y la información gubernamental, y siempre movida por saber cómo experimentó esos sucesos la gente común, la gente de la que no se habla; “los extras de la película” que para mí son los protagonistas, la gente silenciada.
En este país, la política de Estado es la impunidad, la simulación, el ocultamiento.
Partes del libro se basan en lo que el gobierno dejó escrito, en papeles que tardé años en conseguir. Los documentos que publico los obtuve, en gran medida, a través de la plataforma de transparencia de información pública; los cables diplomáticos estadounidenses fueron desclasificados por la organización National Security Archive o revelados por WikiLeaks. Algunos provinieron de filtraciones que recibí de informes creados en instituciones gubernamentales —cuya fuente cito—, y que intenté contrastar con entrevistas para no caer en trampas. Sé bien que algunos documentos oficiales han sido producidos para ocultar, para desviar investigaciones, para exculpar, para imputar o para inventar “verdades históricas” basadas en mentiras.
Las familias de decenas de víctimas me permitieron ver sus expedientes, con la información fragmentada (y a veces errónea) que les daban en las procuradurías estatal o federal. También los presuntos culpables me mostraron sus carpetas de investigación. Otras veces fueron colegas periodistas quienes me compartieron escritos que sus fuentes les confiaron. Pero fue hasta los últimos años cuando pude hilvanar mejor la trama gracias a la información contenida en los dictámenes que recibieron las familias de las personas exhumadas en las fosas, y cuyos cadáveres fueron identificados por la Comisión Forense en la que participaron peritos oficiales e independientes, y quienes contrastaron la información. Llegué hasta esas personas con la ayuda de colectivos de familiares, religiosas y activistas que me guiaron para ubicar familias que hubieran recibido el cuerpo de su familiar. A pesar de la vasta documentación oral y escrita que obtuve quiero advertir a quien me lee lo siguiente: hay que tener cuidado con lo que aquí se dice de manera literal y con sacar conclusiones apresuradas sobre la identidad de las personas que entrevisté acerca de lo ocurrido en San Fernando. Esta es la razón: coleccioné todo tipo de voces, algunas sobre el terreno y otras a miles de kilómetros de distancia; unas vivieron los hechos en carne propia o tuvieron contacto con alguien que poseía información, otras basaron su información en rumores. Algunas personas me dieron datos confusos por miedo o porque, como mecanismo para sobrevivir al horror padecido y sobrellevarlo, la gente edita sus propios recuerdos.
También el tiempo transcurrido desde esos hechos es implacable en los estragos que causa a la memoria.
En este libro respeto esas verdades individuales que ayudan a sumar piezas, aunque no siempre sean certeras y a veces den por muertas a personas vivas, señalen como perpetradores a quienes intuyo fueron reclutados a la fuerza, o aseguren que nunca pisó la cárcel una persona que en el reporteo descubrí que continúa presa. Entiendo esas imprecisiones como normales en una comunidad en la que el trauma es propiedad colectiva y dejó huellas.
Los silencios, por expresivos, por lo que revelan, también quedaron registrados. Algunas veces aparecen en los testimonios, cuando hago evidente, en palabras testadas con una pleca negra, lo que tuve que borrar. Se notan también cuando las personas entrevistadas tienen que referirse a lo impronunciable —como cuando los nombran a Ellos, Aquellos, LosMalos, Los Malitos, Esos Desgraciados, Esos Ingratos, Los Fulanos, Los de La Letra, Los del Sur, La Maña, Esos Pelados, Esos Malditos, u omiten mencionarlos como sujetos de la acción—, porque siguen sin hablar de lo que tenían prohibido.
Me tomé todas esas licencias que he descrito porque fueron los recursos que encontré para mostrar este equipaje pesado lleno de confesiones con las que mucha gente se juega la vida. Y porque aunque ya pasó más de una década desde el hallazgo de esas fosas, que son el punto de partida de esta investigación, en el libro se revelan secretos de una comunidad habitada por gente a la que los recuerdos aún le atenazan la garganta, que sigue expuesta a la violencia, y donde muchos de los protagonistas de esta trama del terror todavía son vecinos.
Todavía ahora, más de una década después de que empecé mi investigación, cuando escribo sobre los hechos ocurridos en San Fernando enfrento el mismo dilema: ¿Qué puedo publicar y qué debo quitar?
¿Cuánta dosis de mentira tiene cada documento que conseguí? ¿De qué forma se puede mencionar algo o a alguien sin ponerlo en riesgo?
La respuesta a esas dudas está volcada en la siguiente advertencia a quien me lee: en este libro encontrará un relato fragmentado porque esta historia está incompleta, le faltan piezas, porque mucha gente no tiene permiso para hablar y porque existe una intención de las autoridades de ocultar la verdad. ¿Por qué no quieren que se sepa? Al teclear la pregunta me viene a la mente lo que escuché decir a una mamá abrumada porque el gobierno no busca a su hijo desaparecido: “No hacen más porque saben que si buscan ellos mismos se encuentran”. Porque la verdad los inculpa.
Me hubiera gustado contar una historia completa, lógica, acabada, concluyente, pero la opacidad en la que se desarrollaron los hechos y la impunidad en que permanecen no me lo permite. Aún nadie ha sido condenado por estas atrocidades —las sentencias solo han sido por uso de armas ilícitas, pertenencia a grupos criminales, involucramiento en el negocio de las drogas; no por los asesinatos— y se mantienen como secretos de Estado las investigaciones judiciales. Aún los poderes políticos y económicos que habilitaron las masacres y las desapariciones aquí relatadas siguen intactos, y “ellos”, los perpetradores de estos crímenes autorizados no se han ido, “siguen ahí” —como dice en San Fernando mucha gente— entre las sombras, o cambiaron de rol y hoy son más visibles e influyentes.
Las personas que fueron testigos de estos hechos todavía corren riesgos porque tienen piezas importantes de lo que ocurrió.
En el camino me encontré con personas que tenían información privilegiada para armar mejor el rompecabezas sobre estas matanzas y no quisieron hablar. Otras me hicieron entrar al perverso juego del “te lo muestro pero no puedes tomar apuntes ni grabar, es solo para que lo veas”, “te lo cuento pero nunca lo escribas”, “te lo doy solo si me pagas”. Nunca pagué. Solo les importó que yo supiera lo que tenían, y no que esa información se publicara para dar pistas a alguna familia buscadora. Al igual que las familias de las víctimas a las que se les niega su derecho a saber, me enfrenté a la reserva de información que impone el Estado mexicano cada vez que quiere ocultar secretos, aunque sean masacres catalogadas como “violación grave a los derechos humanos”, que en todo el mundo deberían conocerse porque son delitos que lesionan a la humanidad entera.
Cuando escribía este libro y estaba a punto de obtener la información que la ley de transparencia les obligaba a proporcionar, descubrí que la Procuraduría General de la República (PGR) intentó castigarme por investigar y que no eran paranoia mía los extraños comportamientos que había notado en mis celulares y computadoras, y los ataques a las páginas web en las que publiqué sobre estas matanzas o sobre la crisis forense en el país. Y no solo me espiaron: por exhibir sus crímenes me metieron en una causa judicial.
Y no solo se ensañó contra mí.
¿Es necesario otro libro sobre la violencia? ¿Por qué escribir de temas de los que mucha gente ya no quiere enterarse o prefiere olvidar? ¿Para qué escarbar más en estas tragedias? Esas preguntas me han rondado durante los 14 años que he dedicado mi trabajo periodístico a documentar los impactos de la violencia en México en la vida de las personas.
La respuesta me la han dado siempre las madres o los padres de las personas asesinadas en estas masacres cada vez que me preguntan qué más puedo contarles sobre lo que pasó con sus hijos o cuando las escucho decir: “Quiero saber la verdad; aunque duela”.
El dolor del que hablan no es una metáfora. Un campesino guatemalteco me contó que mirar las fotos del hijo torturado hasta la muerte, con el cráneo trozado, y leer las confesiones de los asesinos golpea al corazón como un infarto interminable. Por una madre salvadoreña que peleó durante ocho años para obtener la información de esas masacres supe que ese es el último gesto de amor que ella siente que puede hacer por su hijo asesinado.
Estoy convencida de que no solo las víctimas tienen que conocer sobre estos hechos, que ese sufrimiento suyo no debe ser vivido en privado, porque a todos nos incumbe, nos tiene que incomodar, indignar, atragantar, punzar, empujar a actuar.
Sé también que cuando la verdad sale a la luz se hace incontenible la demanda de justicia. Que cuando la gente se apropia de esa memoria nacen caminos hacia esa añorada justicia.
Por eso escribí este libro.
San Fernando: última parada es mi bitácora de viaje a través de los mecanismos del horror y de la impunidad que hicieron posibles matanzas como las de San Fernando.
El punto de partida de este recorrido son las fosas que escondían los cuerpos con el cráneo roto y la expresión del desamparo encontradas en 2011. Esa primera parte, advierto, es difícil de leer. La impunidad a la que están expuestas las personas protagonistas de estas historias no es de fácil digestión: cala, encabrona, arde, duele, cuesta asimilarla.
Pero esta no es solo la historia de una tragedia. No se queda en la destrucción, los cadáveres y los sufrimientos de la gente. Si la primera parte permite entender cómo opera el sistema que tortura y revictimiza a las víctimas, la segunda muestra los lazos de amor y de solidaridad que se tejieron alrededor de esas muertes.
Entre las cenizas del horror y la catástrofe se alzan grupos de mujeres y colectivos de familiares de víctimas, liderados también por mujeres, que se organizaron para reescribir estos sucesos, humanizarlos con ternura, valentía y dignidad, y darles otro final que no fuera el de la paralizante fatalidad.
En esos caminos pantanosos conocí a la abogada Ana Lorena Delgadillo y el trabajo de la Fundación para la Justicia y de su equipo. Con el tiempo, al ver que compartíamos las mismas inquietudes, nos hicimos amigas. Ella, a la vez, me presentó a la antropóloga Mimi Doretti. Poco a poco fui conociendo a integrantes del Equipo Argentino de Antropología Forense. Ellas han dedicado años a investigar las matanzas aquí relatadas para lograr cambios que impidan que estas atrocidades se repitan en México.
Ambas son protagonistas de la segunda parte de este libro, con otras mujeres, y un puñado de hombres, padres de familia, con quienes se arriesgan para arrancar verdades que permiten entender cómo opera el sistema que hace posible estas masacres y que mata lentamente a quienes buscan justicia. Ellas siguen investigando, en un intento por prevenir que nunca más se repitan, que nadie más sufra lo que ellas. Ellas muestran caminos hacia “lo posible”, rutas hacia lo que consideran que es la verdad, resignifican las palabras reparación y justicia.
Las voces recopiladas en todo este libro se convierten entonces en una mirilla caleidoscópica que permite observar a México a través de una zona de silencio y muerte, un espacio gobernado por una franquicia criminal que sometió a la población para controlar el territorio y magnificar sus ganancias económicas, en una región cedida por los políticos a las mafias de las que forman parte, en un país donde las instituciones de prevención ciudadana y procuración de justicia están podridas, traicionaron a la gente que debían de cuidar, y donde se libra una importada y fallida “guerra contra las drogas” —que es una guerra por dominar el territorio y contra la gente— en la que las víctimas intentan cambiar esta historia. No es un libro fácil de leer porque no se pueden absorber de un jalón tantas dosis de impunidad. Pero necesitamos asomarnos a los San Fernando actuales, a los sitios de exterminio, a las fosas y las morgues, a los métodos de matar y de morir, y escuchar lo que dicen las víctimas, lo que les hicieron, lo que no debe de repetirse, para entender en qué momento se jodió el país, y por qué en México cada día tenemos que sumar más gente a la lista de 115,000 personas desaparecidas y de 55,000 cuerpos sin identificar en las morgues y fosas comunes. Solo excavando en lugares prohibidos junto a las víctimas, desenterrando con ellas verdades, peleando a diario por devolver la dignidad de quienes fueron borrados y exigiendo que les regresen con los suyos, solo enfrentándonos a este sistema que produce muerte y sustituyéndolo por otro más humano, haremos posible otro futuro.
Este es, pues, el recorrido que hice para entender dónde se quedó secuestrada mi alma en este México doliente, donde muchas personas se quedan secuestradas para siempre.
Escribí bajo el faro de Javier Valdez, periodista, referencia, guía y compa que me introdujo a andar por estos caminos minados que son los lugares tomados por intereses necropolítico-económicos. Este libro lo hizo posible el premio que lleva su nombre, creado tras su asesinato el 15 de mayo de 2017, para dar continuidad a su trabajo dedicado a las víctimas a través de la pluma de otros periodistas que intentamos seguir sus pasos.
San Fernando: última parada. Viaje al crimen autorizado en Tamaulipas fue publicado por la editorial Aguilar. En Colombia puede adquirirse en formato físico y e-book a través de Amazon.
Sobre la autora
Marcela Turati (Ciudad de México, 1974) es periodista especializada en derechos humanos, cofundadora del laboratorio de investigación e innovación periodística Quinto Elemento Lab (2016) y de la Red Periodistas de a Pie (2006). Es autora de Fuego cruzado: las víctimas atrapadas en la guerra del narco (Grijalbo, 2010) y ha coordinado diversos proyectos colaborativos como el sitio web #Másde72 sobre las masacres de migrantes en Tamaulipas.
Desde 2018 dirige el portal A dónde van los desaparecidos, en donde promueve la capacitación de periodistas para que cubran estos temas. Ha coordinado en colectivo investigaciones multipremiadas como «El país de las 2 mil fosas» y «Crisis forense». Cuenta con galardones internacionales como el Premio a la trayectoria de la Fundación Gabo, el Louis M. Lyon de la Fundación Nieman de Harvard y el Maria Moors Cabot de la Universidad de Columbia; en México ha recibido, entre otros premios, el Premio de Periodismo Javier Valdez Cárdenas (2021) de Penguin Random House-Aguilar para escribir este libro.
Por sus investigaciones sobre las fosas de San Fernando, en Tamaulipas, fue espiada por la PGR en 2015 mediante métodos ilegales para rastrear sus llamadas y conocer su ubicación a fin de establecer sus fuentes de información. Ese mismo año fue uno de los blancos del spyware de espionaje Pegasus comprado por el gobierno mexicano.
*Este contenido fue publicado originalmente el 11 de septiembre en A dónde van los desaparecidos.