La secreta dulzura del dolor

Ese muerto, que aparenta dormir, era el celador de la escuela; un tipo gordo, un mono santuariano de dos metros de alto. El viejo calvito de gafitas sabe muy bien que no podrá levantarse desde ahí.

 

Por Andrés Felipe Madrid Escobar

 

Primer testimonio

Al niño lo trajo el ejército

El siguiente testimonio corresponde al señor… que de niño fue testigo del reclutamiento de niños en la zona páramo, testigo del asesinato de la maestra en la escuela de La Quiebra, y presenció la muerte de su abuelo, carpintero del municipio de Argelia, desaparecido y asesinado en el municipio de Sonsón.

*

Don Alberto Bedoya tiene treinta seis años, tenía catorce cuando todo el mundo hablaba de Karina entre dientes. Aun no entiende cuando le hablan entre dientes. No sabe hablar con ironía, ni sabe de metáforas, pero su testimonio es el de un niño cuyo magín sigue repleto de fantasmas del pasado, que no le hablan ni lo atormentan, pero que pueblan su memoria con una transparente verdad y barcos de papel y globos de colores. Soñaba con aprender a hacer barquitos de madera como lo hacía su abuelo.

—Esos barquitos los aprendí a hacer cuando pasó la guerra.

Entusiasmado por querer hablar de su abuelo y de las personas que hicieron parte de su infancia en la vereda La Quiebra, empieza acordándose del celador de la escuela.

—Me imagino al celador de la escuela con cara de sapo. Recuerdo que el día 20 de febrero del 2000 Karina llegó a la escuela. Por la tardecita me dio dizque por ir a jugar fútbol y ahí estaba el celador, acostado en la mecedora de mimbre. Los niños de La Quiebra habíamos aprendido a identificar a un cadáver que aparenta dormir su siesta. “Lo mataron por sapo”, me dijo Luz Marina Blandón, que le escuchó decir a su hermano. Luz era tan miedosa como yo y como la hija de un primo lejano que también estudiaba con nosotros. Blanca Bedoya se llamaba, porque desapareció y dicen que la mataron también por abrir mucho la boca. Cuando pasó la guerra por allá en esa vereda, entendí que sapo era sinónimo de informante de la guerrilla o de los paramilitares. Cómo le explico: son como dos equipos de fútbol que tienen su hinchada. Los de un equipo suponen que todos en esa vereda, aunque éramos niños, éramos y nos señalaban como hinchas del otro equipo. Unos visten de color verde selva y los otros no tienen uniforme, pueden estar entre nosotros y no darnos cuenta. Pero era muy niño como para entenderlo a mayor profundidad. A los señores verde selva, como yo los llamaba, también les parecía muy miedosa y un tanto presumida Luz, que un día le abrió la puerta de su casa a un extraño.

—Con ella ajustarán cuentas la próxima semana, escuchó don Miguel Alberto que decían unas voces entre las hojas de Congo que rodeaban la escuelita de La Quiebra.

Fue inevitable: pasaron los recuerdos por su memoria mientras el tiempo andaba en el viejo reloj de la escuela, sin caja, sin bisel, sin horario, y podría decirse que sin minutero: se nota que intentó arrancarlo una mano gruesa, como la del papá de Blanca subiendo por su falda blanca de flores deslucidas. También es una metáfora. Pero cualquier niño entiende de qué les hablo.

Y para no hacer muy cansona la historia de un niño que creció en medio del miedo y como la mayoría del relato se concentra en su infancia, la voz periodística y la voz personal se fusionan en primera persona para evitar repetir durante todo el texto: “cuando era niño”. Por esta razón se construye un personaje niño, aunque el testimonio corresponda a una persona adulta. Dejemos entonces que sea él que nos cuente:

Los vi la mañana del 19 de julio del dosmil dos, vestidos de color verde selva, agazapados a las chambranas mirando pasar a Blanca. “Se ríen de lo miedosa que parece la profe Martha esperando a que le llegue la muerte”, decía el cadáver que se mece en mi memoria, o sea el celador con cara de sapo. Es curioso, pero realmente parecía un sapo y para hacernos reír croaba y saltaba como sapo. Su sobrenombre obviamente se debe a que era informante del otro equipo. Ese muerto, que aparenta dormir, era el celador de la escuela; un tipo gordo, un mono santuariano de dos metros de alto. El viejo calvito de gafitas sabe muy bien que no podrá levantarse desde ahí y caminar hasta el cuartito de madera a calentar su ración de lentejas. Por eso la muerte lo congeló tocándose la cabeza como recordando algo. Porque los muertos recuerdan casi todo. Porque los muertos caminan por los pasillos de la memoria, pero no por los pasillos de la escuela. Eso de que en mi escuelita hay fantasmas que asustan, es mentira. Bueno, parece un fantasma, porque ya está muerto y asusta, pero dicen que, si un niño como yo se acerca a un cadáver, viene Lokar y juega fútbol con la cabeza de uno y eso si es verdad y da más miedo que los fantasmas que no existen. Lokar es alias Karina, pero yo la llamo así porque se me parece a uno de esos monstruos de los cómics que alguna vez vi en las revistas que guardaba mi abuelo en sus rebujos. Yo mismo la vi jugando ayer con la cabeza de un policía. Y tiene que creerme porque yo no quiero que me crezca la nariz como a pinocho. El señor cara de sapo usaba botas de caucho negras y camisa blanca untada de tierra y olvido todo el tiempo. Bueno, todavía las usa, porque no han venido ni vendrán a levantar el cadáver y lo enterrarán como buen campesino, con las botas puestas. Pero estoy seguro de que aún guarda la esperanza de volver a caminar y le da miedo divagar como un fantasma por la escuela en la que vivía como un espectro que solo comía, hacía sus necesidades en los cultivos, porque eso servía de abono y se alimentaba de los sobrados que quedaban en el restaurante escolar. Era tan miedoso que adelantaba el reloj dos minutos para no tener que vivir el terror a la hora en punto. Llevaba su sombrero aguadeño hasta el mentón, tapaba la realidad con su sombrero y rumorando siempre, se hacía el dormido cuando la guerrilla llegaba.

Blanca y Luz quedaron de venir aquí a esta hora para hacer tareas conmigo. A la escuela desolada no le agrada nuestra presencia. El cadáver del celador no hace compañía.

He ido a mi casa a almorzar y era otra vez vísceras de pollo. Desde que los muertos de esta vereda quedan con sus vísceras expuestas al tímido sol paramuno, no he vuelto a comer vísceras de pollo.

Mientras la neblina en Sonsón no deja pensar, en el patio de la escuela de La Quiebra que todavía existe, tal vez empiece a caer el sol, pienso.

Es inevitable: El reloj suizo sigue andando sobre la mano del difunto. Creo entender que la vida no se detiene cuando la muerte se mece con la misma nostalgia de las cortinas del salón y el reloj de la escuela no deja de gritar. Creo entender la guerra que ha llegado a Sonsón, pero la vaina es que apenas tengo ocho años.

Bueno, adelantemos un poquito la historia. Eso del celador cara de sapo hacer parte del pasado, bueno, pero no del olvido porque todos en esta vereda lo recuerdan como si estuviera vivo comiendo lentejas en su silla de mimbre. Pero les quiero hablar de la profe Martha que se hace la boba, pero ellos la han visto a través de los huecos de la ventana y esperan que alce la mirada para saludar.

Con el mismo afán con el que yo le hacía nudos a la bolsa del pan que me daba don Efraín el de la panadería La Siria, así como cuando yo no dejaba ver mi lonchera del glotón de Gustavo, ella, la profe Martha, guarda el sobre amarillo que toda la semana se la pasó llenando de cartas y papeles —sobre que yo todavía no dimensiono por lo escaso que es mi magín de niño en esta época— y mete la cabeza dentro del cajón del pupitre como un canguro afligido por el frío. Para no dejarse ver de los señores de las pistolitas la profe Martha se comporta como una niña que llora en silencio mientras el reloj de la escuela no deja de gritar.

La profe Martha deshizo en un instante el árbol que yo había dibujado en la pizarra verde dejando un rastro de borrones blancos que parecía el camino nevado que veo en sueños protegido por enormes pinos y muy solo. Así mismo es Sonsón en la niebla, en el olvido.

Dos días antes de ese cinco de abril del dosmil llovía como nunca en Sonsón.

Dos días después, el barco de papel se mueve lento en la hoja blanco y la profesora me pide que con motas de algodón le haga una nube. De lo entusiasta que estoy, sin culpa, empujo el tarro de pegante con la mano izquierda. El tarro rueda por la mesa y antes de caer, se derrama, lento, grumoso por la pata de la mesa. Parece pintura, leche. Para remediar el daño trato de recoger el pegante con las manos y lo refriego en la hoja; todas las motas de algodón las pongo sobre la hoja. El barco no se ve.

La profesora me pregunta por la ruta tormentosa que lleva mi invento y yo le indico con el dedo índice que la neblina es la culpable.

—El barco se ha perdido de vista para la gente, profe, pero da la sensación de que todavía voy aquí en la barca, con mi abuelo —le explico.

La profe me mira con incredulidad y le quita varias motas de algodón, tan impaciente, que extraño a la maestra que fue antes de que los señores de las pistolitas cruzaran por la ventana.

Años después, la neblina, el frío y la muerte también la invadirán a ella. La profe no me ha preguntado y no le pienso decir que los señores verde selva están acampando detrás de la escuela y que desde la semana pasada esperan a que ella los salude, que salga del salón y los salude, eso es todo. Lo sé porque lo mismo pasó con el señor que transportaba estudiantes a lomo de mula. Aquí no más, saliendo de la escuela, está su calvario; el día que salió a saludarlos ya era demasiado tarde.

Esta neblina que cubre hoy a Sonsón viene a llevarse a la profe Martha: el barco de algodón no miente.

Por recomendación del abuelo he cerrado las ventanas y los ojos, pero un frío del que nadie puede escapar rodea las casas del pueblo, entra por los rotos de las ventanas y se acuesta en mi cama. Hay de nuevo una sensación de helamiento aquí en mis huesos. La gente dice que no hay nada más ardiente que el calor de hogar, pero como la profe también dice que el frío es la ausencia de calor, yo creo que es mi papá el que se trae la helada del cementerio pensando que todavía está vivo.

Un día antes de arrancar las motas de algodón de mí dibujo, profe Martha nos hizo otro experimento: cuando el papel se diluye queda en grumos y con esas bolitas uno puede hacer

niños. Pero los niños hechos con papel diluido no son de mi agrado. Son como los niños de nieve. Se caen, se fracturan, se desaparecen. Son como niños campesinos, como yo, testigos víctimas y desplazados. Bueno, yo sí me caigo a cada rato, pero gracias a la virgencita, nunca me he fracturado, ni me han desaparecido.

Las florecitas sí necesitan mojarse mientras duermen, pero, así como van diez días sin llover, yo llevo más de quince días sin dormir bien y solo me entretengo con sensación de dibujar, entre el diluvio y la noche, el barco, que, en sueños, mi abuelo intenta navegar hacia una orilla. No puedo ver los sueños de mi abuelo, pero él me los cuenta. Yo sí que tengo imaginación. El barco de madera soñado por mi abuelo también está hecho de papel y ahora no es más que una pequeña barca de madera vieja, abandonada a la orilla de la laguna. Pero el barco tiene un sueño. Luego de haberlo soñado, el abuelo lo diseñó con papel y lo transformó en madera. Por eso el barco también es hijo del árbol. El abuelo dice que todos los sueños son frondosos y no se mojan, porque están rodeados de árboles grandes como una sensación de alivio. Su madera vieja da cuenta de que el papel viene del árbol y está juiciosamente elaborado con un material que me impide imaginarlo.

Todo lo demás que cuenta el abuelo es verdad.

También las manos de mi abuelo fabricaron gran parte de las casas que rodean La Quiebra. “Las cosas se parecen a su dueño”, dice mi abuelo.

[…]

 

Este fragmento hace parte de uno de los tres textos finalistas del 39 Premio Nacional de Literatura Universidad de Antioquia en la modalidad testimonio. Fue publicado originalmente en la separata N° 302 de la Agenda Cultural Alma Mater.


Andrés Felipe Madrid Escobar. Escritor y dramaturgo. Estudiante de último semes- tre de la Licenciatura en Artes Escénicas de la Universidad de Antioquia. Trabajó por varios años en el segundo Laboratorio de Paz de PRODEPAZ a través del cual cons- truyó varias narrativas del conflicto armado en la zona páramo a partir de testimonio de víctimas del frente 47 de las FARC. Ha publicado las investigaciones sobre la vio- lencia: Método químico alquímico de escritura dramática y Niños y guerrillas: Ecuaciones de la guerra en los juegos dramáticos. Ha publicado: en narrativa: El corazón de la Secuoya y No soy como Adán; en poesía: El libro de Alguien, Las trampas del dolor; en dramaturgia: Juegos inofensivos para Mamá Luna, Reparo, La otra edad del niño, Los pájaros afónicos y otros monólogos, Los pájaros famélicos “Beca Nacional de Dramaturgia del Ministerio de Cultura” y cuatro obras de teatro infantil. Hizo parte del proyecto Narrativas de memoria: Hacemos Memoria en convenio de cooperación entre la Universidad de Antioquia y la Deutsche Welle Akademie, de este proyecto surgió el ejercicio fotográ- fico y libro de literatura testimonial Gloria Mejía: Canción de medianoche.