«Todos podemos ser un lobo»: Marta Hincapié

En el contexto del proceso de transición que vive Colombia, la directora Marta Hincapié Uribe presenta Las razones del lobo, una película donde retrata la indiferencia de un sector social frente a la violencia y se pregunta por sus motivaciones.

Por Camilo Castañeda

Imagen de portada: Marta Hincapié Uribe. Foto: cortesía.

Cuando iniciaron las negociaciones de paz en 1983, entre el gobierno de Belisario Betancur y las Farc, Marta Hincapié Uribe pintó con su familia una paloma blanca en la acera de la casa. Respondía así al llamado del presidente a apoyar el proceso de paz con ese grupo insurgente. Hoy, 37 años después, evoca este recuerdo en una de las escenas del documental Las razones del lobo: “Todos los días me asomaba por la ventana a ver qué había pasado con la paloma; se fue destiñendo con el tiempo hasta desaparecer”.

La propuesta narrativa del documental contrapone el relato en primera persona de la directora sobre hechos desgarradores de la guerra, con una apacible narración visual de la vida cotidiana en un club social de Medellín.

Apelando a este contraste, la película pretende reflejar la indiferencia de una élite que se niega a escuchar que para gran parte de la sociedad «el futuro es muerte», como se escucha en una canción  del grupo Dexkoncierto, durante breves segundos del documental. “No me interesa juzgar sino instalar al espectador en la posibilidad de que todos podemos ser un lobo”, dice Marta Hincapié.

¿En qué momento se le ocurrió a usted hacer este documental? ¿Cuál fue la epifanía?

Este documental nació de una evocación involuntaria, de un recuerdo de infancia que incluso sale al principio de la película. Yo estaba en un trancón  —justo en la loma del Club Campestre, una calle aledaña que bordea el campo de golf— y oía en la radio la noticia sobre la dejación de armas de la guerrilla de las Farc, por la negociación que hicieron con el Gobierno colombiano en La Habana. Mientras oía la radio, tuve un recuerdo personal: yo era una niña, jugaba con una amiga mucho menor en los alrededores del lago del campo de golf. La reté a saltar de piedra en piedra sobre el agua y lo hice muy bien, como una gacela; pero ella se resbaló y cayó al agua, chapaleaba en el lodo, imploraba mi ayuda. Le di la espalda y me fui. Cuando tuve ese recuerdo involuntario, me llamó la atención por qué mi psique conectó dos eventos, diría que de indiferencia y de odio en el mismo momento en que me encontraba cerca de ese campo de golf. Ese fue el detonante, la motivación de la película.

Justamente, con ese recuerdo inicia el documental ¿por qué decidió empezar con esa verdad personal?

Porque yo creo que en el cine, en el arte, no es interesante señalar al otro, esto me parece un punto de vista cómodo e injusto con la historia y conmigo. No me interesa juzgar, sino instalar al espectador en la posibilidad de que todos podemos ser un lobo, explorar y escudriñar en nuestra propia maldad, en nuestra capacidad de cometer crímenes, que posiblemente no los cometimos porque la vida no nos llevó a unas condiciones extremas para hacerlo.

Me parecía muy importante partir de la idea de que si somos capaces de reconocer nuestra capacidad del mal, podemos por lo menos preguntarnos por las razones del mal de los otros. Ese asunto es vital porque ahí está la gran posibilidad del entendimiento del ser humano, del otro.

¿Por qué instalar esa pregunta en el espectador?

Una de las cosas que me guio en la película fue el mito griego de Sísifo, que es sobre el castigo de los dioses a este personaje, de subir una roca por una cuesta y cuando llegaba a la cima se la volvían a arrojar.  Es como un oficio inútil. Nosotros tenemos un gran peso, que es tratar de construir la paz, pero cuando lo vemos posible pasan cosas como el resultado del plebiscito. Creo que esa incapacidad, ese volver atrás, pasan por no comprender las razones de los otros con mayor profundidad, con más humanidad.

Entiendo que cuando era niña su mamá le leía cuentos clásicos y que eso tiene una conexión Las razones del lobo ¿Cómo se conecta eso con el documental?

Este documental no es sobre mí, no es sobre mi mamá, no es sobre un club de la élite de Medellín… A través de todos esos elementos lo que intentó hacer es un retrato de la violencia de Colombia durante los últimos 50 años en un inconmensurable fuera de plano, porque no la muestro.

Es cierto que se origina también porque mi madre, cuando yo estaba muy pequeña, me leía los cuentos de los hermanos Grimm, ella decía que era muy importante leerles a los niños esos textos porque les permitía hacerse preguntas sobre temas de decisiones éticas. Cuando ella me leyó Caperucita roja me dijo que había escuchado la versión de Caperucita, pero que no conocíamos la versión o las razones del lobo. Es una metáfora muy apropiada, que yo rescato en el documental cuando hay una representación de ese cuento hecha por el circo Tangarife, el circo del club, donde presentan al lobo como un galante caballero y a caperucita con una malvada niña.

En el documental no mostró la violencia. Nos ubicó visualmente en un club social, con unas imágenes de postal, de tranquilidad, es su voz la que relata el drama del conflicto armado. ¿Por qué apostó por esa estrategia?

Para mi era muy importante no salirme del club por varias razones: para que esa imagen fuera cada vez más corrosiva, por ser un lugar que siempre le ha dado y le da la espalda a la realidad de un país, y que toda esa evocación de esa guerra que la trae mi palabra, no un archivo, estuviera en la imaginación del espectador.

Creo que el espectador tiene un imaginario muy grande con las todas imágenes de la guerra que han salido en los medios de comunicación, que muchas veces han sido lugares comunes, que incluso han sido manoseados una y otra vez. Para mí era muy importante hacer una crítica al status quo, a cómo hegemónicamente se ha contado la guerra, cómo nos la han mostrado, era una posición política: qué mostrar y qué no.

En el cine lo más importante es lo que no se muestra. Realmente lo que hice al ocultar fue evidenciar qué no estamos mostrando, y eso obliga al espectador a hacerse preguntas y a relacionar el relato del documental con su propia historia personal, porque todos hemos tenido una relación con las guerras que hemos vivido. Para mí era muy importante retratar ese lugar aséptico, bien encuadrado, casi como imágenes de postín, que parecen plásticas, como si fuera de otro planeta. ¿Cómo es posible que esto exista cuando a pocas cuadras hay una realidad con un contraste tan fuerte?

Llama la atención que las personas más visibles en ese paisaje son quienes trabajan en el club, en cambio no aparecen tanto quienes van a disfrutar de ese lugar ¿Qué hay detrás de esa decisión?

Me parecía muy importante mostrar lugares inmensos donde había poquitas personas, pero donde había muchas otras haciendo el mantenimiento para que esas poquitas personas pudieran estar cómodos en los jardines, las canchas. Es como un retrato de la indiferencia. Le queda a uno la sensación de que todo este gran sacrificio [de la guerra] posiblemente esté dado, no lo dice la película, lo digo yo, para mantener los privilegios. Es terrible, es duro verlo, constatarlo.

Por eso la imagen del drone, cuando vuela en silencio y se levanta desde el club a la ciudad, y uno dice: todo lo que le ha pasado a esta ciudad, ‘hijuemadre’, y el club ha estado como una isla intocada. Es como que todo lo demás se transforma: generaciones de muchachos desaparecen, cientos y cientos de casas se levantan en la marginalidad, llegan migrantes de todas partes, es una ciudad en conflicto; se destruye y se construye constantemente, y este espacio, el club, permanece incólume, intocable. Parece sencilla la película, pero tiene muchas capas, mucha profundidad, me costó mucho llegar ahí.

El club es el mundo de su papá, Guillermo Hincapié Orozco, quien fue alcalde de Medellín. Pero el mundo de su mamá, la socióloga María Teresa Uribe, es como una sombra en el documental ¿Cómo era vivir entre esa indiferencia del club y la conciencia que ella transmitía?

Fue muy bonito. Fue empezar a descubrir una madre con una increíble sensibilidad social, una intelectual, una persona muy lúcida. Fui testigo de la transformación de una mujer que ya venía con unas inquietudes sociales e intelectuales muy profundas por su padre. De cómo ella hizo parte de su vida a la universidad pública y fue desde ahí desde donde se sintió cómoda para reflexionar, pensar y hacer preguntas.

Entonces, yo creo que lo que es un gran privilegio es haber tenido la oportunidad de ver los dos mundos. En cierta forma aparezco como una burguesita, pero realmente he vivido una vida mucho más undeground, he vivido la ciudad, los barrios, con los punkeros, trabajé con Víctor Gaviria, viví la fiesta, viví por fuera del país como inmigrante durante diez años, estudié en la universidad pública.

La película cierra con la pesadilla de su madre, con la tragedia de los resultados del plebiscito por la paz, cuando días antes se vivía un momento muy esperanzador. ¿Qué simboliza para este país esa escena?

Yo creo que el hecho de que una voz como la de María Teresa Uribe, que es una voz tan importante para este país, que incluso ha trascendido las fronteras, que estudió las razones profundas de la violencia desde el siglo XIX, que ya estaba anciana y enferma, haya tenido el gesto de decir: «esto es muy grave», es un vaticinio. Y sí, señor. Era muy grave, ahora lo corroboro con todo lo que nos está pasando. Esas palabras dichas por ella, en las formas, los silencios y la manera de decirlo es algo tan demoledor, tan contundente, tan doloroso, en contraste con lo que pasa afuera, donde la celebración atronadora es brutal, como si Nacional hubiera ganado la Copa Libertadores o fuera año nuevo.