Seis niños que estaban de paseo con sus compañeros de la escuela rural en la vereda La Pica, de Pueblorrico, Antioquia, fueron asesinados por tropas del Ejército nacional el 15 de agosto del año 2000. Fragmento de Los niños de La Pica, crónica periodística de Camilo Castañeda Arboleda.
Por Camilo Castañeda Arboleda
Hace 25 años fueron asesinados Paola, Alejandro, Marcela, Gustavo, Jarol y David, seis niños que asistían a un paseo al río con sus compañeros de primaria en las montañas donde vivían, límites de los municipios de Pueblorrico y Jericó. Los mataron integrantes del Batallón de Infantería N.º 32 Pedro Justo Berrío, que desde el cerro vecino alegaron confundirlos con guerrilleros.
Para saber qué pasó en realidad aquel sábado en la mañana, el periodista Camilo Castañeda Arboleda realizó una investigación que lo llevó a reconstruir los hechos de la masacre así como las acciones que han emprendido las familias para entender el daño que les causaron los militares y buscar justicia. En ese trabajo, el cronista visitó y fue acogido por los padres y hermanos de los niños, que le contaron quiénes eran ellos en cada seno familiar y cómo han enfrentado la pérdida más importante de sus vidas.
Publicamos en Hacemos Memoria un fragmento de Los niños de La Pica, que fue publicado en 2024 por Sílaba Editores en Medellín.
Cuando Marcela estaba viva
Marcela no tenía que madrugar. A sus seis años pasaba los días en la finca al cuidado de su mamá, porque en la ruralidad no existían —ni existen— guarderías o jardines infantiles como los de las ciudades, de modo que la vida escolar para los campesinos de Pueblorrico empieza directamente en el primer grado de la escuela. La niña, de hecho, esperaba ansiosamente a que llegara enero del 2001 para tener la responsabilidad que imponían sus padres a sus hermanos: estudiar y sacar buenas notas, no más. Aun pudiendo dormir hasta tarde, Marcela se despertaba antes del amanecer como todos en casa.
La primera en pararse de la cama era su mamá, Nora Marulanda, que a las cuatro y treinta de la madrugada iba hasta el fogón de leña para preparar lo que en Antioquia se llaman tragos: café oscuro para el papá, Hernando Sánchez, y aguapanela con leche para los hijos, Claudia, Andrea, Alejandro, Carolina y Marcela.
La niña entonces dormía bajo las mismas cobijas de los papás. Al sentir que Hernando se levantaba, y aunque él lo hiciera lentamente para no despertarla, ella se le trepaba en los hombros y él la cargaba hasta la cocina donde tomaban el café y la aguapanela caliente. Antes de que la luz del sol iluminara las montañas verdes de Pueblorrico, Marcela caminaba detrás de Hernando por toda la finca: iban juntos a
las marraneras a alimentar a los cerdos y lo acompañaba a ordeñar la vaca. Después, cuando el papá se internaba en los cafetales, la niña se quedaba en casa haciendo lo que hacían las personas de su edad: jugar.
Jugaba con Dago, un perrito criollo que era su compañía más cercana porque sus otros hermanos salían a las seis de la mañana para la escuela del pueblo. La niña y el perro correteaban por la finca, ella lo alimentaba y él le pagaba con obediencia y afecto. Se metían a los jardines que había sembrado Nora, donde la niña recogía flores que después usaba para decorar su cabello y el pelaje del noble Dago.
Con los niños de las fincas vecinas en la vereda Castalia, Marcela pasaba tardes enteras jugando escondidijo y la chucha cogida. A menudo se convertían en exploradores: hacían expediciones por los rastrojos recolectando cucarrones, mariposas, chinches y cuanto insecto encontraban en los árboles y el pasto. La niña los guardaba en frascos de vidrio y cajitas de cartón que conservaba y mostraba a sus papás y hermanos como tesoros de la naturaleza.
Marcela deseaba tanto que llegara enero del 2001 para empezar a estudiar, que también dedicaba algunas tardes a sentarse junto a Carolina, que entonces tenía diez años, a ver cómo hacía las tareas que le había dejado la maestra en la escuela. Su hermana le enseñaba las letras, los números y las operaciones matemáticas básicas para que llegara avanzada al primer grado. Cuando terminaban las lecciones, Marcela tomaba una hoja en la que pintaba a su familia,
las flores, el perro, las montañas, los insectos y los parajes rurales que los rodeaban.
***
Los recuerdos del pasado que evoca la familia Sánchez Marulanda se sostienen sobre sentimientos inevitablemente marcados por el antes y el después de la vida con Marcela en Castalia. Tejen las reminiscencias con una nostalgia y una tristeza indelebles que conducen a las escenas cotidianas en las que la niña está presente y que, por momentos, les arranca sonrisas a Hernando, Nora y Alejandro.
Me encuentro con ellos el 7 de diciembre del 2019, Día de Velitas, en la finca a la que se mudaron a finales del año 2000, a los pies de la montaña de Careperro, en la vereda Patudal de Pueblorrico. La casona donde ahora viven Nora, Hernando, Carolina y su hija Luciana conserva el estilo arquitectónico de la colonización antioqueña del siglo XIX: tiene una planta cuadrada, está rodeada por un corredor, y el zócalo, las ventanas de madera y los pilares que sostienen el tejado están pintados de rojo.
Llegué a su casa bajo una nube negra y espesa que oscureció el paisaje de la tarde. Llegué con el deseo de conocer a los papás y a los hijos y conversar especialmente con Andrea, esperando que Carolina finalmente la hubiera convencido de hablar conmigo sobre lo ocurrido en esa mañana del 15 de agosto del 2000. Pero en cuanto saludo a Hernando y a Alejandro, que bajaban por la montaña que está cubierta
por palos de café, donde estaban encerrando en los corrales a las reses que crían, me avisan que Andrea no quiso venir, que no se sentía bien.
La nube finalmente se deshace en gordos goterones que caen sobre el campo. En el patio trasero de la casa hay un cuarto amplio donde está la cocina. Ahí encontramos a Nora que está calentando aguapanela, remedio para el frío de esta tarde.
—Camilo, como es de difícil hablar de mi niña —dice Nora en cuanto nos sentamos en el comedor del corredor externo de la casa—. Todavía lloro cuando la recuerdo…
¿Por qué quiere hablar de ellos?
No sabía qué responderle a Nora. Pero Alejandro —que vive en Medellín y está aquí pasando unos días de vacaciones— le dice a su mamá que es bueno dar a conocer el caso de los niños, que a 19 años de la masacre no ha habido justicia y que denunciarlo en los medios puede llamar la atención de alguien, “para ver si pasa algo”.
—Es muy triste que haya pasado tanto tiempo y no haya ocurrido nada con esos militares —comenta Hernando.
—Sí, Camilo, es que explíqueme una cosa que no entiendo: sabiendo que fue algo tan grave, matar a seis niños y dejar a cuatro heridos, ¿cómo es posible que en casi veinte años ningún periodista vino a preguntarnos qué pasó, cómo ocurrió, cómo nos sentimos? —cuestiona Nora.
Al comedor llega Luciana, la hija de Carolina que tiene ocho años. Dice que su mamá se fue a casa de Andrea desde el mediodía, y que por el aguacero tan fuerte no ha podido
regresar. Nora, Hernando y Alejandro precipitan la conversación al día de la masacre; sus descripciones son frías y dolorosas. La niña, con la mirada puesta en los goterones que se desprenden del techo y se deshacen en el piso de cemento, parece no querer escucharla. Entonces, les pido a los adultos empezar por el principio, por la vida antes del acontecimiento.
—Así fuera con pobreza, como fuera, nosotros éramos muy felices —dice Nora.
Hernando y Nora se casaron hace 35 años en Pueblorrico. Ellos se conocieron en la vereda La Gómez, tierra caliente donde se cultiva caña para producir panela, cuando la mamá de Nora y el papá de Hernando, después de enviudar, se hicieron novios.
Nora y Hernando dicen en broma que sus hijos también son sus sobrinos, porque cuando sus papás se casaron y juntaron las familias, vivieron bajo el mismo techo y se quisieron como hermanos. Pero se enamoraron, se casaron y al cabo de diez años de matrimonio ya habían nacido Claudia, Andrea, Alejandro, Carolina y Marcela.
Eran pobres, pero no se lamentan. La riqueza para el campesino es la tierra propia, y ellos no la tenían. Hernando se dedicaba a lo que sabía hacer: cuidar cultivos de café y caña y criar animales. De ahí que durante años los Sánchez Marulanda hayan trasegado de finca en finca donde él trabajaba como agregado y donde Nora quedaba al cuidado de la casa y de los niños. Tenían techo y no les faltaba la comida, pero la precaria economía sustentada en el espinoso
trabajo del padre y el cuidado de la madre no les permitía aspirar a un futuro próspero. Por eso, la esperanza de los papás era que los hijos estudiaran, para ver si en ese camino los pequeños se cruzaban con otra vida posible.
En el hogar de los Sánchez Marulanda, Nora era la que tenía la autoridad. A ella acudían los hijos cuando querían pedir algún permiso y también era la que les halaba las orejas al notar los desatines y travesuras de los chiquitos.
Un trato preferencial recibía Marcela, que por ser la menor era, como se dice en la región, la ñaña de la familia. “Yo he querido mucho a todos mis hijos —dice Hernando después de recordar algunas de las escenas cotidianas de Marcela en la finca de Castalia—, los quiero por igual, pero vea, Marcela era la mimada mía en la casa, era la bebé de todos”. Alejandro escucha a Hernando y asiente. Su mirada expresa respeto y admiración. “En esta casa, desde siempre, hemos sido muy unidos y es porque mis papás han sido buenos con todos. Ni siquiera después de la tragedia, cuando les dio esa depresión, dejaron de ser cariñosos y de cuidarnos”, me cuenta.
—Hernando, ¿en esa época sentías que había algún peligro para los niños o para ustedes? —le pregunto mientras tomamos un café oscuro que preparó Nora.
—¡No, qué va! Por aquí no había grupos armados, no se veía la guerrilla para que llegara el mismo Ejército, que dice que nos cuida y que vela por el campesino, y fueran ellos los que hicieran la cagada.
La tarde en que Andrea abordó a Nora con el fin de pedirle permiso para ir a un paseo escolar que estaban organizando en la escuela de La Pica, la mamá le dijo que no podía ir y mucho menos si el plan incluía a la niña, que por ser la consentida era invitada por todos a cuanto plan salía.
—¿Y a vos te invitaron, Alejandro?
—No, es que yo no tengo recuerdo de los hechos como tal, ni al velorio fui.
—Nora los cuidaba mucho —dice Hernando—, le daba miedo porque iban a un río y de pronto se ahogaban.
La noche antes del paseo Hernando intercedió por las niñas, le dijo a Nora que siempre estaban encerradas, que había que dejarlas salir. “Es que uno no se imaginaba que les fuera a pasar algo, si uno siempre tiene un pensamiento malo, pues no sale a la calle, por eso yo le dije a Nora que las dejara ir”, explica el papá.
Por los nubarrones en el cielo, la noche llega más temprano. La familia Sánchez Marulanda casi completa —faltan las dos hijas de Alejandro— se reunirá a encender las velitas a las ocho de la noche, una tradición colombiana que se hace en homenaje a la Virgen María. En el pueblo, sus habitantes decoran las calles y balcones con faroles. Más tarde los pueblorriqueños se lanzarán a la calle para ver los adornos y un jurado premiará a los vecinos de la manzana mejor decorada.
«David estaba loco»
David estaba loco. Eso pensaba su mamá, Miriam López, cuando veía al muchachito descolgarse en su bicicleta por los caminos empinados de la vereda Lourdes de Pueblorrico, dejando detrás suyo una estela de polvo, cual corredor de downhill. A veces el riesgo le parecía insuficiente y entonces sentaba a otro niño sobre la barra de la bici y repetía el descenso sin problemas.
De puertas para adentro David era un niño tranquilo que constantemente le recordaba a su mamá que la quería mucho. Pero en la escuela y en la vereda, como cuando hacía maromas en la bicicleta, era un muchachito espontáneo y desenfrenado. A Miriam le decían cada tanto que su cuarto hijo era muy chistoso, pero ella no entendía por qué. Hasta que un día en la escuela, en medio de un acto cívico, anunciaron que la presentación humorística estaba a cargo de David Ramírez López. Ella se ruborizó, no sabía dónde meter la cabeza para esconder su vergüenza. Pero aquel sentimiento se convirtió en orgullo cuando notó que el auditorio se reía a carcajadas de las ocurrencias de su hijo.
David también era muy inteligente. Pocas veces se le veía en casa haciendo las tareas que le dejaban en la escuela, pero es que dice su mamá que con solo escuchar a la maestra en el aula se aprendía las lecciones, lo suficientemente bien para ganar los exámenes y pasar con facilidad cada grado.
Por su habilidad social, imagina Miriam, un día acordó con su maestra que en las clases se dedicaría exclusivamente a escucharla, sin tomar nota en los cuadernos, para concentrarse mejor, pero el costo del pacto para David fue tener una letra ilegible y una ortografía lamentable.
Su personalidad era un imán que atraía a los otros niños de la vereda Lourdes y de la escuela, quienes celebraban sus chistes y locuras. Cuando estaba en quinto grado, se presentó como candidato a la personería escolar, una representación estudiantil que se elige por votación, como una especie de un simulacro democrático y electoral. David, sin mucho esfuerzo, fue elegido por sus compañeros. Por su liderazgo, por ser uno de los mayores, por ser tan arrojado y por conocer la ruta hasta el río Mulatico, el 15 de agosto del 2000 al niño lo encargaron de guiar el paseo que él y los estudiantes reclamaron durante todo el año en la escuela.
***
David le decía a Miriam que cuando fuera grande quería ser aviador. Y ella, a pesar de conocer bien las limitaciones que imponía la vida campesina, le daba alas. Lo animaba a soñar. Esa también fue su actitud con los deseos de sus otros hijos: Eliana, Mauricio, William y Viviana, la menor. En la vereda Lourdes las vecinas se reían de ella cuando aseguraba que sus muchachos irían a la universidad y serían profesionales porque allá, lejos de Medellín y sus universidades, la educación era vista como un imposible.
—¿Por qué ese pensamiento de que los tuyos estudiaran?
—le pregunto a Miriam cuando nos encontramos en su casa en la ciudad de Itagüí en diciembre del 2019.
—Porque yo me casé muy joven y me dije: ¡Dios mío,
¿qué hice?! —responde Miriam—. Este hombre me perseguía desde que yo tenía once años. Después de que nos casamos fue que lo conocí, era muy distinto a lo que me había pintado. Tuve cinco hijos y no me arrepiento, los quiero mucho, son muy buenos, pero yo no quería que repitieran mi historia; el estudio es una salvación.
La preocupación por el futuro de sus hijos era tal —y especialmente el de Viviana, la hija menor—, que obligó a David a repetir cuarto grado para que al año siguiente estuviera en el mismo salón de la niña y así ofrecerle una especie de guardián que la protegiera de que los hombres se fijasen en ella y se repitiera su historia. Si antes David y Viviana pasaban tiempo juntos, después de esa decisión el uno era la sombra de la otra y viceversa.
Miriam, a diferencia de las otras personas con las que he conversado, no recuerda a Pueblorrico y sus veredas como un remanso de paz. Habla de la presencia permanente de un grupo paramilitar que cobraba extorsiones a los comerciantes y a los finqueros, amenazaba, desplazaba y asesinaba a todo aquel que rompiera sus normas. Miriam recuerda una ocasión en la que, caminando hacia la casa de su mamá con David, el niño le preguntó si era verdad que en la vereda habían matado a un vecino. “Yo no sé qué le respondí, pero
él se quedó pensando y me dijo: pero tranquila, mami, que a los niños no los matan”, recuerda.
En 1999, cuando David y Viviana iban a empezar el cuarto grado, los niños le contaron a Miriam que estaban aburridos en la escuela de la vereda de Lourdes, según le explicaron, porque la maestra era muy gruñona. Le pidieron a la mamá que los matriculara en La Pica, donde Miriam estudió hasta octavo grado. Con la autorización de los papás, David y Viviana fueron donde Marta Alzate, la rectora de aquella escuela, quien los recibió al conocer que eran hijos de una de sus antiguas estudiantes.
En ese año el papá de David y Viviana se fracturó una pierna. Estuvo sin trabajar algunos meses y la vida económica de la familia se deterioró tanto que para Miriam era un alivio que los niños estudiaran en La Pica, pues en esa vereda vivían sus padres que los recibían para almorzar cuando salían de estudiar.
David y Viviana se despertaban a la misma hora, a las seis, desayunaban juntos, caminaban media hora hasta la escuela, estudiaban en el mismo salón, y pasaban las tardes jugando en la vereda. El asesinato de su hermano, de su sombra, fue como si le hubieran arrebatado la mitad de su propia existencia.
En los meses siguientes a la masacre, al regresar de la escuela, Viviana le decía a Miriam que extrañaba mucho a David. La mamá hacía un esfuerzo enorme por no preguntarle sobre lo que ocurrió en la caminata y en la masacre
perpetrada por los militares, pero la niña de a poco empezó a contarle detalles, como que ella salvó a Jorge Arboleda cuando lo arrojó al piso y no le permitió levantarse hasta que los soldados dejaron de disparar. “Cuando me contaba alguna cosita, la niña lloraba mucho, entonces la abrazaba y le decía que el niño estaba en un lugar tranquilo”, cuenta Miriam.
Al final del año 2000, Mauricio, el segundo hijo, se graduó del bachillerato y ocupó el primer puesto en las pruebas que hace el Estado para medir el conocimiento de los bachilleres. “Qué pesar del muchacho —se lamenta Miriam—, yo la verdad no sentía nada, me ponía a llorar. Tuve que hacer de tripas corazón y seguir adelante, yo no me podía dejar caer por ellos”.
“¿David era tu único hijo?”, le preguntaron varias veces los muchachos cuando le veían los ojos encharcados. A partir de ese momento ella tomó la decisión de llorar solo en las mañanas cuando ellos estaban en el colegio y guardar silencio sobre lo que había ocurrido. Además, quería transmitirle fortaleza a Viviana y tenía miedo de contagiarle la depresión que se le había alojado en lo más profundo de sus entrañas.
La casa de Miriam en el barrio Calatraba de Itagüí, ciudad vecina de Medellín, a cien kilómetros de Pueblorrico, es como un solar. Tiene plantas en el balcón, en la sala, en las escaleras. Dice que son como un recordatorio del amor que siente por la vida en el campo. La decoración se completa con imágenes religiosas. A diferencia de las mamás
de Gustavo Adolfo, Harold, Marcela, Paola y Alejandro, no exhibe imagen alguna de su hijo. “A David yo lo recuerdo en mi mente, tal cual lo quiero recordar”, me explica.
Al cementerio solo fue cuando lo enterraron. Nunca se sintió con la fuerza de visitarlo en la tumba y prefirió evitarse el dolor que imaginó le produciría la exhumación del cuerpo de David cuando fue trasladado a un osario. Sin embargo, cada tanto pasan por su mente las imágenes de esa mañana de agosto, cuando lo vio pálido en la montaña.
—¿Por qué decide hablar ahora? —le pregunto a Miriam.
—Porque a mí no me gustaría que ninguna mamá sufriera el dolor que sentimos cuando nos quitaron a nuestros hijos. Una mamá que tenga a su hijo convencido de que vive en un lugar tranquilo, que llegue un soldado y se lo mate, no tiene sentido, ellos están ahí supuestamente para cuidarnos a los civiles y especialmente a los niños, no para matarlos de esa manera.
A Miriam y a los familiares más cercanos de los niños asesinados y heridos, el Estado los indemnizó en el año 2003 por el crimen que cometieron los soldados del batallón Pedro Justo Berrío. A ella, según consta en el documento del Ministerio de Defensa que relaciona las indemnizaciones, le dieron 32 millones de pesos para reparar el daño que sufrió tras el asesinato de David.
Dice que desde el principio la indemnización le pareció injusta, que la negociación con los abogados del Ejército se dio en medio del duelo que vivían las familias. “La vida de un hijo no tiene precio —explica Miriam—. La gente creía
que nos habíamos hecho ricos. Iban y nos decían: es que a ustedes les pagaron el hijo. Y yo les respondía: ¿Cómo así que nos pagaron el hijo? ¿Usted por cuánto haría matar al suyo?”.
En el 2005 Miriam dejó su tierra natal, Pueblorrico, y se mudó a Itagüí, con sus cuatro hijos. Estaba agotada de la vida matrimonial y tenía la ilusión de acompañar a sus muchachos durante la formación profesional. Todos, contrario a las burlas que se tuvo que aguantar en la vereda, son profesionales. Con ese cambio también quiso dejar en el pasado el trágico suceso de la muerte de David.
Tras casi dos décadas de los hechos, Miriam guarda la esperanza de que los responsables del ataque sean llevados a juicio. “El soldado sin orden no dispara, quizás ellos no sean tan responsables, por eso yo espero que algún día todo el peso de la ley castigue a quienes ordenaron disparar”, comenta.
También cree que parte de la justicia sería conocer la verdad de lo que ocurrió aquella mañana, por eso a ella le gustaría tener al sargento Mina de frente para preguntarle por qué dispararon. Y recibir la respuesta, más que de un exmilitar, de un ser humano que el mismo día del crimen en la vereda La Pica dijo tener dos niños de la misma edad de los que asesinaron.

