De los cerca de diez mil habitantes de Cisneros, Antioquia, 2036 son víctimas del conflicto armado. Este municipio del Nordeste antioqueño, reconocido por sus atractivos turísticos, es el lugar que María, Héctor y Luz Stella eligieron para vivir.
Por Melany Peláez Morales
María Trujillo vive con la música. Se crio bailando y cantando. Para conseguir dinero, su hermano mayor hacía fiestas, reinados o concursos de baile que ella siempre ganaba. A los ocho años, se paraba en un butaco para poder alcanzar el fogón y hacerles de comer a sus tíos y a varios trabajadores.
Así se le fue pasando el tiempo hasta el 19 de abril de 1999. “Yo vivía con un señor, le hacía de comer y él tenía un cafetal”. Ese señor era su marido y el papá de sus dos hijos. Aquel día llegaron cuatro guerrilleros a Malabrigo, la vereda en el municipio de Guadalupe donde vivían, le dijeron que no la querían ver más, que se fuera o buscara “una pieza en el cementerio”. Al señor también lo amenazaron, pero luego lo dejaron quedar porque él tenía qué darles y ella no. María empacó su ropa y se fue, no tenía más qué perder.
El 19 de noviembre de 1995 asesinaron a su hijo mayor. A la altura de Remedios, la guerrilla paró el bus en el que viajaba por carretera, lo hicieron bajar a él y a otros dos; y luego los mataron, uno en cada curva. Esa declaración de María, expresada tiempo después, fue rechazada porque se confundió con los detalles, así que ella no insistió más en ser reconocida como víctima.
En el 2000, después de estar “de arrimada” donde una familiar, su marido llamó a un amigo en Cisneros y este le consiguió un rancho para que se fuera a vivir allí. María recibió un auxilio económico por ser desplazada; ese hecho victimizante sí se lo reconocieron.
En el 2010, paramilitares asesinaron a su hijo menor en Santa Marta, pero de ese suceso no habla mucho ni hubo denuncia.
Con la muerte del primer hijo, María se dedicó a llorar, le pusieron agujas en la cabeza, las manos y los pies hasta que puso de su parte; dice que “con llorar no vuelve el ser más lindo que se fue, sino que se está martirizando uno mismo”.
Ahora se le pasa el tiempo en el “adulto mayor”, yendo a citas médicas en Yolombó, sentada con amigos y amigas o “brincando”, como dice ella, cuando pone una USB con tangos y canciones viejas. “La música es sagrada para mí, uno solo, sin con quién conversar, pone música y recuerda cuando doblaba el codo”.

La historia de Héctor Gómez “es una historia de toda parte”, dice él, porque es difícil ordenar qué dijo, qué le dijeron, quiénes, cuándo y dónde. Sin embargo, se puede resumir en que estuvo varias veces al borde de la muerte y lo salvó el crucifijo que carga en su bolso.
“Este crucifijo llegó a mis manos por un hermano mío. En esa época en Cisneros todo el mundo tenía que estar con la guerrilla, quisiera o no quisiera. Él era muy devoto de Jesucristo y del salmo 91”. Al hermano de Héctor lo acusaron de ser paramilitar, lo amarraron a un árbol y lo hicieron cavar un hueco para enterrarlo, pero pronto vieron que era un malentendido y lo dejaron ir. Ahí nació la fe.
Su hermano se lo regaló hace más de cuarenta años, cuando Héctor “andaba mal andado”. Por tres años anduvo con la guerrilla en Vegachí y un día, estando listos para un combate, dejó el armamento y se fue para su casa aun sabiendo que era una falta gravísima. Cuando volvió donde el comandante a decirle que lo había hecho porque tenía esposa e hijos, este lo dejó ir alegando que no entendía por qué no quería matarlo, pero le advirtió que no se dejara ver.
En 1992, paramilitares lo desplazaron de Vegachí y se fue para Florida, Valle del Cauca. Allí tenía un negocio con productos de belleza y seis empleadas. La guerrilla le pidió una cuota de dos millones de pesos y él no pudo pagarla, entonces los hicieron salir en un camión. “Todo quedó allá”. Héctor fue pescador, vendió discos compactos en buses, mercado en las plazas y aun así pasaba días sin tener que darles de comer a sus hijos. Además, tuvo otras experiencias cercanas a la muerte de las que solo el crucifijo lo pudo librar.
En el 2005 llegaron a Cisneros donde una hermana. Se registró como desplazado y recibió la indemnización correspondiente. Héctor recuerda lo duro que fue al comienzo, cuando apenas estaba construyendo su casa y a su esposa le dio cáncer: “La mayoría de las personas lo miran no como uno es, sino como está, uno vale según lo que tenga”, dice. Por eso, aunque le cuesta caminar, siempre está buscando cómo ayudar a los demás, en la Mesa de Víctimas, como representante de los adultos mayores, o aconsejando perdonar y apegarse a Dios.

La primera vez vivía en Cedeño, una vereda de Támesis, la casa era propia y tenía cafetal. Luz Estella Aguirre ya estaba casada y con tres hijas cuando un paramilitar “se enamoró” de ella. Amenazó con robársela y Luz tuvo que esconderse; en las noches ponía un tendido en el zarzo y dormía ahí. Luego las cosas en la vereda empeoraron y la familia decidió irse, estuvieron en varios municipios, de finca en finca o donde pudieran trabajar.
Después de dos años viviendo muy “amañada” en uno de esos tantos sitios, sufrió su segundo desplazamiento. Estaba anocheciendo cuando un hombre tocó la puerta de la casa y les pidió que entregaran las cédulas y los celulares. La finca que administraban se llamaba El Encanto, quedaba en Tuluá y en ese momento estaba rodeada de muchos hombres con fusiles. Los encerraron en una habitación junto con otras familias y trabajadores, llegaron a ser más de veinte personas secuestradas hasta el otro día por la mañana, mientras el grupo, que nunca supieron cuál era, robaba el ganado y amenazaba con matarlas cada tanto.
Luz le dijo a su esposo que no quería vivir más con miedo y otra vez comenzaron a rodar. Con el tiempo se asentaron en El Balsal, una vereda de Santo Domingo cerca a Cisneros, donde vivía su hija mayor. Allí construyeron una casita con huerta, jardín y animales, como siempre le ha gustado. Pero esa tranquilidad duró poco, la doble calzada que conecta el Valle de Aburrá con el Nordeste de Antioquia comenzó a pasarles por encima y en un abrir y cerrar de ojos los obligaron a vender el predio.
En su momento sintió rabia y odio, pero ya no; ahora recuerda con tristeza y sin embargo agradece: “Pues de ver que ya uno a lo menos pudo rehacer su vida y que superó esa etapa, que ha vivido cosas nuevas y bonitas también, gracias a que lo sacaron a uno de allá, será, porque si no, uno no estuviera viviendo lo que está viviendo ni estuviera donde está”. En el Enlace Municipal de Víctimas de Cisneros la han ayudado a hacer las diligencias para denunciar sus desplazamientos forzados y recientemente la llamaron para avisarle que su indemnización entró en lista de espera.

Un lugar de llegada
Hoy se habla de municipios expulsores y receptores, aquellos que pierden gran parte de su población por causa del desplazamiento y los que la reciben. Es común pensar en las capitales, sin embargo la Unidad de Víctimas ha identificado otros municipios receptores a lo largo del país que no son grandes ciudades, pero que, gracias al contacto previo que las víctimas tienen con otras personas del lugar, mejoran su calidad de vida tras recibir apoyo los primeros meses.
Aunque Cisneros no está en ese recuento, tal dinámica permite entender la acogida y el sentimiento de refugio que experimentan las 2036 víctimas que viven en el territorio. María lleva muchos años viviendo sola y siente alegría, dice, “porque tengo muchas amistades que me quieren mucho y están pendientes de lo que yo necesite y me miran como a una persona de la familia”.
A Luz, Cisneros le evoca amor y estabilidad, “de saber que aquí tengo mi casita, que aquí está mi hija con mis nietas y que nos han apoyado desde que nosotros llegamos. Cisneros es un pueblo muy tranquilo, he sentido mucha paz viviendo acá”.
Puede que el comienzo haya sido difícil para Héctor, pero ha logrado seguir adelante: “Tuve un grupo de oración muy bonito en Cisneros, lo dirigí yo, me metí a ese grupo sin saber nada, solamente decía lo que me nacía y fue maravilloso. Me siento muy feliz de la vida”.
A pesar de que en Cisneros hay un Enlace Municipal, una Mesa y una Asociación de Víctimas, no hay una iniciativa de memoria colectiva permanente que reconstruya lo ocurrido allí en el marco del conflicto armado, que dignifique lo vivido por estas personas ni sus contribuciones a la paz y que no sea exclusivamente dirigida a la reparación económica. En Cisneros queda un largo camino por andar, pero que ya ha comenzado a hacerse siendo un lugar de llegada para algunas víctimas.

