«En la calle hay que dormir con un ojo abierto y el otro cerrado»

El psicólogo brasileño Thiago Calil comparte algunas reflexiones de trabajar con personas consumidoras de drogas y en situación de calle. En Medellín observa a este grupo de expulsados sociales que va en aumento sin que se sepa cómo ofrecerles atención o cumplimiento de sus derechos fundamentales.

Por Róbinson Úsuga Henao

El amigo Thiago. Así se llama. Es psicólogo y llegó desde San Pablo, Brasil. No como turista, sino como investigador. Nos conocemos en la Universidad de Medellín, en un encuentro de investigadores de la historia de la fotografía. Me dice que se hospeda cerca de allí, en un piso 18. Que permanecerá durante algunos meses, de agosto a diciembre de 2024, y por eso sus pasos prontos, recorriendo la ciudad, hablando con la gente y observando la calle con avidez. No quita la vista de los colectivos humanos que se forman por ahí, especialmente un grupo social que genera temor y repudio en la ciudad: los habitantes de calle. Desde hace veinte años su especialidad es observar y escuchar a esta población.

Al oírlo, me doy cuenta de que quiero entrevistarlo para comprender cosas que él ahora sabe a partir de sus trabajos de inmersión en Cracolandia (la tierra del crak) de San Pablo, el Cartucho de Bogotá y el Bronx de Medellín: zonas de concentración de drogadictos y habitantes de calle. Justo allí, en Cracolandia, empezó el viaje que lo sacó de su país. Me explicará después que muchos quieren hacer sus estudios en Europa y Estados Unidos, pero él encuentra suficientes temas interesantes aquí en la propia Latinoamérica.

Thiago Godoi Calil es su nombre completo. Con su estatura media, barba árabe y mirada tranquila llegó a nuestra casa un lunes de principios de noviembre. Thiago estaba allí porque también quería entrevistarme para su investigación. Entonces pactamos algo. Descuartizaríamos el tiempo en tres partes: en la primera yo lo entrevistaría a él y en la segunda él me haría preguntas. En la tercera hora tendríamos una zona de distensión.

Me dice que visitó Medellín por primera vez a mediados de 2018 y ahora, en este 2024, los habitantes de calle parecen haberse reproducido. En efecto, esta población aumentó en un 150% en los últimos cinco años. La ciudad pasó de tener unos 3200 habitantes de calle en 2019 a un estimado de 8000 en 2024 según datos de la corporación cívica Corpocentro.

Thiago sospecha que esta proliferación podría deberse, en parte, a los estragos que dejó la pandemia del Covid. «Creo que la pandemia acentuó las desigualdades económicas, sociales y políticas en las ciudades, y muchas personas que sobrevivían entre la pobreza y la pobreza extrema encontraron en la calle su única opción», dice.

Heroína y bazuco

Los habitantes de calle de Medellín se concentran principalmente entre el cruce de calles y puentes aledaños a la Plaza Minorista, y en las calles Cúcuta y La Paz, por allí mismo. También en la Avenida Ferrocarril y las orillas del río.

Thiago me explica lo que ha observado en su país y que, en algunos aspectos, también aplica para Colombia. A comienzos del presente siglo Brasil vivió una transición: de la cocaína inyectable que se usaba desde los años ochenta se pasó al bazuco, la droga menos tolerada por la sociedad brasileña. «Brasil tiene una sociedad moralista, donde hay cierta tolerancia con el consumo de alcohol y marihuana, pero no con el bazuco. En la mayoría de los barrios hay un rechazo casi unánime. Simplemente no es permitido. Entonces si un chico empieza a consumir bazuco es expulsado de su comunidad», dice Thiago.

La mayoría de estas personas se dirigen al centro de la ciudad y allí crean un gran epicentro de gentes que habitan la calle y se reúnen para consumir. Aunque de procedencias y vidas distintas, encuentran algo en común: la mayoría fueron expulsadas de sus lugares de origen. Eso les ayuda a crear una identidad que los conmina a permanecer juntos porque comparten algo todavía más valioso: el anonimato. Nadie conoce a nadie, pero en la calle se conectan y comparten.

«Hay personas que tienen sus estudios, sus casas, sus coches, pero han dejado eso y están en la calle», dice.

Estas personas regresan a sus hogares por ciertos periodos y después vuelven a la calle. Van y vienen. ¿Acaso la libertad que ofrece la calle también se vuelve adictiva? Algunos incluso defienden su derecho a quedarse por ahí. «Me han dicho que la calle es el espacio más democrático que existe porque no importa de dónde vengan, si son ricos o pobres, niños o ancianos: todos son bienvenidos», explica Thiago.

Thiago va por la ciudad tomando fotos de todo; no enfoca su cámara en los habitantes de calle, sino en lo cotidiano, ensombrecido por el juego de luces. Foto: Thiago Calil.

En Colombia, un país con cultura de violencias, entre el común de la población no se comparte esa visión de los habitantes de la calle como seres libres y democráticos, sino como estorbo y suciedad. Algo que debe ser eliminado. Según el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica titulado Limpieza social, una violencia mal nombrada, entre 1988 y 2013 unas 5000 personas fueron víctimas de mecanismos de exterminio social. El objetivo ha sido asesinar a quienes viven en la indigencia por afear las ciudades y ser inútiles para la sociedad. La mayoría de estos exterminios, el 75%, se ha llevado a cabo en las ciudades principales, como Bogotá, Medellín, Cali y Cartagena.

«Las operaciones de exterminio social alcanzaron su más prominente alza en 1992, año en que produjeron 313 casos, 310 con homicidio y un total de 481 personas (de calle) asesinadas», describe un párrafo del informe del CNMH.

Thiago me aclara que, si bien entre los sintecho predomina la «percepción» de que habitar la calle es una expresión de libertad y democracia, en Brasil también han sufrido rechazo, estigmatización y exterminio. «En 2004 por ejemplo, en São Paulo asesinaron a diez habitantes de calle durante la madrugada. Hubo sospechas de que fue la policía, pero nada quedó concluido», cuenta.

«No todos los habitantes de calle son consumidores de drogas»

Le pregunto a Thiago si acaso todos los habitantes de calle son drogadictos y me tira un no rotundo. Aunque hay abundante consumo de drogas entre la gente que vive, come y duerme en la calle, no es el consumo lo que los lleva allí. Es una ruptura, un quiebre en sus vidas, en sus familias.

«En demasiados casos el consumo comienza cuando las personas ya están en la calle porque las drogas ayudan a soportar la dureza de la calle, y hay quienes se involucran con la dinámica de las drogas para lograr algún recurso financiero», responde.

Aunque parezca increíble, Thiago ha dado una y otra vez con personas que no consumen drogas, y aun así comparten sus días y noches en la calle, revueltos entre aquellos que sí la consumen.

Le pregunto cómo pueden salir las personas del atolladero de las drogas y me dice que él confía, ante todo, en el mismo diálogo. Cuando empezó a interesarse por esta población era todavía un estudiante universitario que colaboraba con el Centro de Convivência É de Lei, una institución que trabaja con los habitantes de calle desde la perspectiva del cuidado de los consumidores de drogas. Con ellos comprendió que había una creencia extendida: que solo es posible ayudar a los drogadictos sometiéndolos a regímenes de encierro, soledad y abstinencia. «Desde ahí quise buscar formas plurales de ofrecer cuidado porque todas las personas somos distintas y cada consumidor tiene su propia relación con las drogas», dice Thiago.

Está seguro de que el encierro forzoso y el bozal de la abstinencia no son una receta que sirva a todos los consumidores de drogas. Entonces hay que dialogar con cada uno para conocer su mundo, su pasado, su vacío, su ruptura, sus miedos, sus luchas, sus anhelos y esperanzas. El escenario idóneo para esa conversación es la calle misma. ¿Pero hablar de qué? Thiago dice que de todo: de fútbol, de política, de los peligros de la calle, de anécdotas personales. «Yo a veces les hablo de arte, de música y de café».

En fin: lo importante es tejer un puente que permita mantener un vínculo sano.

¿Pero quién lo hará? ¿A quién le interesa sacar tiempo para hablar con los habitantes de la calle? Entonces reconozco la valentía y la piedad que hay en Thiago, al internarse por puro gusto, inquietud académica y vocación social en los oscuros infiernos urbanos donde parecen predominar el caos, las riñas y la insalubridad. No es común encontrarse con personas como él, y quienes hagan cosas parecidas merecen respeto y admiración.

Como buen brasileño, los fines de semana Thiago juega fútbol con sus colegas, investigadores y profesores de la Universidad de Medellín, donde adelanta una pasantía posdoctoral con el profesor Hilderman Cardona Rodas. Cuando no está haciendo entrevistas y trabajos de observación, crea fotos de la ciudad con su cámara de rollo, de las viejitas. «Me gusta este tipo de fotos por la textura», dice. Rara vez fotografía a los habitantes de calle. Le gusta respetar su anonimato. Cuando está tranquilo en el apartamento, se pone a leer, escribir y dibujar escenas que contempla en la calle. En su libro As drogas, as pessoas e as ciudades (Las drogas, las personas y las ciudades), publicado en 2022, recoge su experiencia en dibujos. Allí tiene algunos dedicados a Medellín.

Estas fotos de cámara análoga muestran a la gente común del centro de Medellín. Los merenderos del parque Berrío. Foto: Thiago Calil.

En Brasil Thiago trabaja en la Faculdade de Ciências e Tecnología de la Universidade Estadual Paulista. Le pregunto si siempre quiso ser psicólogo. «Desde niño me imaginaba arquitecto para hacerles casas a las familias pobres», dice con la mirada clavada en algún rincón de su infancia.

Nunca estudió arquitectura. Pero tampoco se olvidó de los pobres, especialmente de los que consumen drogas y no tienen un techo para dormir. Por eso los busca. Le gusta observarlos, verlos deambular, hablar con ellos y, sobre todo, escucharlos. Ya no pretende hacerles casas. Quiere algo que es todavía trascendental: animarlos a que retomen el camino que perdieron en algún atajo. O que tracen una ruta nueva, ojalá alejada de los peligros de la calle. Porque la vida en la calle es, ante todo, incierta y peligrosa. «En la calle hay que dormir con un ojo abierto y el otro cerrado», afirma.

Y en este tema, el de los peligros, hace un especial énfasis. Para Thiago, vivir en la calle es más arriesgado que consumir drogas. Y consumir drogas en la calle es todavía más peligroso. Algunos riesgos inherentes a la calle son la violencia policial, la violencia criminal y todo tipo de violencia imprevista; el clima adverso, la contaminación, la mala alimentación, la falta de sueño y de descanso.

Las mujeres y los niños en la calle

Thiago Calil también cree que las mujeres sufren más violencias cuando son habitantes de calle. Se convierten en presa fácil de la ignominia humana. «Hay menos mujeres como habitantes de calle que hombres y todavía no encuentro cuál es la razón», reconoce. Pero ha notado algo: que las mujeres que viven en la calle tratan de conservar la compañía de un hombre, aunque este sea violento. Ellas prefieren aguantar esa violencia, quizá de un solo hombre, que soportar la violencia de muchos hombres en la calle.

Los niños que habitan la calle lo hacen en grupo para protegerse entre sí, dice. También para robar en manada porque así son más infalibles.

Aunque Thiago no se ha especializado en el trabajo con esta población, sí llega a una conclusión: que los niños en la calle son como «miniadultos». Le parece que un niño de nueve o diez años ya se comporta (en su lenguaje o con su cuerpo) «como si tuviera 27». «Están involucrados con la dinámica de supervivencia a tal nivel que ya son viejos», dice.

Un psicólogo y cafetero

Entonces Thiago habla de su propia infancia. Siempre se ha interesado en el trabajo con la población de escasos recursos, ya que muchos de ellos no contaron con la fortuna de tener lo que él sí tuvo: una familia con amor. «Creo que tuve una educación distinta, con mucho amor en casa y los padres siempre juntos. Esos han sido grandes privilegios emocionales».

Solo tiene un hermano, Rafael, y se dedica a producir documentales para canales internacionales. Su padre se llama Fernando Costa y su madre, Vera.

Tras las entrevistas recíprocas terminamos la tarde tomando café, contemplando el paisaje y hablando de las cincuenta matas de café que tiene en su casa campestre de Mairiporã, en las afueras de San Pablo. Él recoge el grano, lo escoge, lo tuesta y lo muele. Hace el proceso completo hasta tenerlo molido y disuelto en su pocillo humeante. «Mi novia Ellen me ayuda y aunque solo logramos tres kilos en el año, está bien, nos alcanza para seis meses de tomar nuestro propio café».

Fue para mí un asombro retrasado descubrir que, además de psicólogo, también es cafetero, aunque solo para conectarse con la tierra y cubrir en parte sus necesidades domésticas, el amigo Thiago…