Como si nada… Relato a cuatro voces

Las experiencias de la familia Ospina Restrepo, que vivió el comienzo del nuevo milenio en la Comuna 13 de Medellín, dejan ver cómo era la cotidianidad de los habitantes de esta zona azotada por la violencia urbana. Sara, la hija menor, elabora esta memoria familiar y reflexiona sobre las acciones naturales de aquellos días que les permitieron continuar como familia aun en medio de temores y dificultades.

Por Sara Ospina Restrepo*

En el contexto de la violencia, la sobrevivencia cotidiana de los núcleos familiares se convierte en un complejo entramado de estrategias adaptativas y formas de resistencia no convencionales. Según María Teresa Uribe, los entornos de guerra y transacción están marcados por una red de micronegociaciones y acomodamientos que los habitantes de cada territorio utilizan para mitigar el impacto de los operadores de violencia.

Estas dinámicas no solo limitan la coerción impuesta, sino que también sirven como mecanismos de mediación entre las comunidades y quienes ejercen el control territorial. La estrategia de acomodamiento, descrita por Uribe, revela cómo pobladores se involucran en discursos ocultos y negociaciones indirectas para gestionar tanto su seguridad como sus necesidades básicas.

La resistencia es amplia, comprendida no solo como acciones visibles y disruptivas, sino también como prácticas encubiertas que desafían sutilmente el orden impuesto y buscan restablecer la normalidad cotidiana en contextos de dominación y miedo. Explorar esas dinámicas complejas es crucial para comprender cómo los núcleos familiares no solo sobreviven, sino que también intentan prosperar en medio de contextos de violencia. El estudio detallado de estas estrategias permite desentrañar la resistencia cotidiana de las comunidades, así como las implicaciones profundas que tiene la presencia de actores armados en la vida cotidiana.

Este trabajo, realizado como parte del XII Diploma en Memoria Histórica: Narrativas de la Memoria, ofrecido Hacemos Memoria, aborda las estrategias de sobrevivencia que desarrolló el núcleo familiar Ospina Restrepo, en el marco de la violencia urbana en la comuna 13 de Medellín, un caso emblemático en Colombia.

En este relato, construido a cuatro voces, se evidencia cómo a través de las experiencias vividas, los habitantes de esta zona urbana de Medellín resistieron a las complejidades de un entorno marcado por enfrentamientos armados y dinámicas de control territorial, por medio de prácticas que son cruciales para entender la agencia de los sujetos y su capacidad de resistir a las imposiciones externas sin confrontaciones abiertas, como una manera de proteger también su integridad y asegurar su subsistencia.

Cada una de las historias que componen este relato se acompañan de registro fotográfico de la época, inicios de los 2000, y audios de apoyo. Para realizarlas se tuvieron en cuenta algunas orientaciones de los Imprescindibles del periodismo que trabaja por la memoria, mediante una escritura cuidadosa del detalle y del símbolo, con la cual se habla del pasado sin suspender el presente, y se dan algunas pinceladas frente a las sobrevivencias y resistencias, así como se entienden las fuentes como personajes, desde la posibilidad de transformar las historias por medio de la capacidad de agencia.

Algunas de las preguntas que guiaron este ejercicio narrativo fueron:

¿Cómo era un día cotidiano para la familia Ospina Restrepo en los 2000?

¿Qué desafíos enfrentaban día a día en conexión con la situación del barrio?

¿Cuáles eran las mayores preocupaciones para la seguridad y el bienestar de la familia?

¿Qué medidas tomaban para protegerse y mantener la seguridad dentro de su hogar y en el barrio?

¿Hubo cambios de rutinas debido a la presencia de grupos armados?

¿Qué prácticas familiares de resistencia llevaron a cabo?

¿Cómo continuaron con la vida personal y familiar en medio de la violencia urbana?

* * *

Esta experiencia de acercarme a algunos de los detalles de las experiencias de cada miembro de la familia ha contribuido a proporcionar una visión profunda de las vivencias dentro del contexto del conflicto en la Comuna 13 de Medellín, ejercicio que hasta la actualidad no había compartido de forma colectiva y que nos permitió la circulación de la palabra desde la evocación del recuerdo y el análisis sobre lo acontecido desde una perspectiva intergeneracional.

Este ejercicio evidencia las adversidades enfrentadas por cada persona de mi núcleo familiar primario, así como los mecanismos de resistencia y adaptación que desarrollaron. Las historias relatadas revelan cómo el silencio, el pasar desapercibidos y el acomodamiento fueron estrategias fundamentales de supervivencia en el contexto del conflicto, pues estas estrategias no solo permitieron la preservación de la vida, sino que también representaron una forma de resistencia frente a la dinámica violenta que nos circundaba.

Continuar con la vida y la cotidianidad bajo tales circunstancias no era simplemente una elección, sino un acto de resistencia que implicaba enfrentar diariamente el miedo y la incertidumbre.

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Luz Mery, mi madre, nació el 11 de agosto de 1952 en Andes, Antioquia; hija de Margarita Monsalve y Felipe Restrepo. Se crio en las tierras del Suroeste: algunos años en su pueblo natal y los siguientes en Támesis. A sus 18 años tuvo a su primer hijo, Carlos; unos años después, a su segunda hija, Magaly, y mucho tiempo después a su tercer hijo, Camilo. A los tres los levantó a punta de trabajo duro y honesto; en una época acompañada y otra en soledad, como muchas madres que tienen que vivir con el ensordecedor ruido de la ausencia.

Luz Mery Restrepo Monsalve es la mamá en la familia Ospina Restrepo.

A comienzos de 1982 llegó a Medellín en busca de un futuro mejor para ella y sus tres hijos, quienes se quedaron en el pueblo con mi abuela. Trabajó vendiendo talcos puerta a puerta, luego tintos y aromáticas, en todo lo que saliera y le permitiera mandar unos pesos para el sostenimiento de los niños. Ella siempre dice que cuando llegó a esta ciudad rodó como una pelota, de aquí para allá, de barrio en barrio, buscando un espacio para descansar, un lugar dónde establecerse y tener un hogar para sus hijos.

En 1983 decidió irse a probar suerte en las empinadas lomas de la Comuna 13, pues escuchó que por allá una se podía hacer su rancho y que ya no iba a tener que rodar de pieza en pieza. Se trajo a sus hijos del pueblo y les mostró la vida citadina, con todas sus luces y sombras.

Mi madre exploró esta ciudad sin entender muy bien qué era lo que pasaba, pues el ritmo agitado de aquellos que sobreviven el día a día, apenas deja espacio para unas escasas horas de sueño, en las que en ocasiones, si hay suerte, se viaja a otra línea temporal en que las cosas son diferentes y las esperanzas se vuelven realidad.

En 1989 conoció, en la cafetería donde trabajaba, a Héctor, mi padre. Se casaron y así se cumplió el segundo sueño de ella: conformar un hogar con todas las de la ley, con un amor correspondido y presente. Fue una historia de amor que se consolidó con el nacimiento de mi hermano Héctor en 1992 y posteriormente con el mío, en 1995.

Los días y las noches transcurrieron entre el agite del trabajo, la crianza, la vida matrimonial, el ruido del barrio, los actores armados y las jugarretas del poder. La vida siguió entre las despedidas, entre las ceremonias de levantamiento oficiadas por las milicias, entre el ritual de la muerte y la zozobra que deja la violencia. La vida siguió a pesar de los asesinatos de ‘Chivo’, de Fredy, de Alfonso, de los ‘Gomelos’, todos allegados a la familia. A todos los lloró mi madre entre 1996 y 2001.

¿Cómo no seguir con la vida después de tanta travesía? ¿Cómo no seguir con la vida después de que ella misma se ha desarrollado en medio de los rituales de la muerte y el desespero? Por eso la vida siguió: ir a trabajar, llevar a los niños a la escuela, ir al médico, hacer lo que hay que hacer.

Mi madre aprendió a vivir entre las sombras, el hambre, la escasez y el peligro, por ello, la violencia de la comuna no le escandalizaba, mucho menos cuando recordaba que entre los actores del conflicto estaba el muchacho de los ojos tristes, quien siempre iba a proteger al barrio.

Resistir

Mi padre, Héctor Darío, nació el 31 de octubre de 1952 en Medellín. Hijo de Josefina Cifuentes y Manuel Ospina. Fue el cuarto hijo de los diez que tuvieron mis abuelos. Nacido y criado en Belén San Bernardo, cuando aún eran mangas interminables y se respiraba aire limpio en la ciudad. Fue un niño inquieto y trabajador, pues en la casa se necesitaban refuerzos para lograr tener los platos de comida en la mesa.

Héctor Darío Ospina Cifuentes es el papá en la familia Ospina Restrepo.

En esas travesías del rebusque aprendió de mecánica, fontanería, tapicería y artes varias de reparación y mantenimiento. Fue un muchacho solitario al que le dio el arrebato y en 1971 se fue a prestar servicio militar, porque en esa época no se veían más opciones de vida. Estando allí, probó por primera vez la marihuana, no le gustó; lo suyo era el aguardiente.

Al salir del servicio, continuó con el rebusque, pero encontró en la tapicería su oficio y comenzó a trabajar en la tapicería Lecar en la década de los ochenta, y ahí fue cuando empezó a habitar la zona de la 65 entre las cafeterías y los billares, donde lo conocían como ‘El Pájaro’, por su carita menudita y sonrisa tímida.

Entre el aguardiente y el descanso, en 1989 conoció a mi madre en una de las cafeterías, se enamoraron y sin pensarlo dos veces, se casaron y juraron amor eterno en la parroquia Nuestra Señora del Carmen, de San Javier, el 21 de abril de 1990.

Con ese ritual, mi padre marcó el inicio de una nueva vida en la Comuna 13, al lado de mi madre, a quien también le dio un giro la existencia, pues dejó de ser la proveedora principal y pudo destinar tiempo a las labores del hogar y a trabajar ocasionalmente, debido a que en la casa ya estaba la figura del padrastro que provee y cuida la familia.

Para mi padre el cambio fue total: una esposa, tres hijastros y una nueva comuna donde se podían sentir de manera frontal la tensión y el conflicto, pero que a fin de cuentas seguía siendo el hogar querido y amado donde sucedían la luna de miel y el comienzo de una nueva vida.

Esta nueva vida tuvo un telón de fondo ruidoso y doloroso. En el informe Desplazamiento forzado en la Comuna 13: la huella invisible de la guerra (2011), del Centro Nacional de Memoria Histórica, se expone que desde 1997 las Autodefensas Unidad de Colombia (AUC) se expandieron a ciudades como Medellín para contrarrestar la influencia guerrillera, así mismo, había incursiones del Bloque Metro, el Bloque Cacique Nutibara (BCN) y el Frente José Luis Zuluaga de las Autodefensas Unidas del Magdalena Medio.

El territorio se configuró como un espacio estratégico y de disputa entre los actores armados debido a su topografía, de montañas y laberintos, que facilitaba actividades como el tráfico de drogas, el contrabando de armas, el refugio y el secuestro.

La comuna se convirtió en un campo de batalla entre guerrillas, milicias y paramilitares, lo que marcó un cambio significativo en el conflicto armado urbano y contribuyó al desplazamiento forzado de la población debido a la lucha de los actores armados por el control territorial y los recursos ilícitos como el contrabando de combustible.

Desde el año 2001 se intensificó la arremetida paramilitar y “se declaró objetivo militar a todo aquel que simpatizara con las milicias, se adelantó una labor de reclutamiento de jóvenes que incluyó a quienes acababan de regresar de prestar servicio militar y a integrantes de las milicias que aceptaran el ultimátum de sumarse a ellos o de abandonar la Comuna”, dice el informe mencionado.

Así mismo, se observó un cambio en la forma en que la Fuerza Pública estaba presente y operaba, pues hasta entonces, su presencia había sido esporádica, enfocada en mantener el orden público; sin embargo, entre febrero y octubre del 2002, se llevaron a cabo 11 operativos militares en áreas identificadas como territorios bajo influencia guerrillera: Operación Otoño I, Operación Contrafuego, Operación Otoño II, Operación Marfil, Operación Águila, Operación Horizonte II, Operación Mariscal, Operación Potestad, Operación Antorcha, Operación Saturno y Operación Orión.

En este contexto, mi padre resistió a la violencia de formas que hoy me parecen increíbles, pues tengo la fortuna de tenerlo con vida, y no estar buscando a un padre desaparecido o llorando a un padre asesinado.

Él continuó con la vida, igual que mi madre; no conocían otra forma de resistir y sobrevivir, más que esa: seguir con la cotidianidad y acomodarse al contexto de manera tal que la bala no alcance el pecho, que la corporalidad pase desapercibida, que el silencio como cómplice proteja la vida, que el seguir implique que nada pasa y que como nada pasa, todo esté bien y se resista en el fragor de la violencia; y se resiste trabajando, y se resiste llevando el pan a la mesa y se resiste viendo nacer y crecer a sus dos hijos, que son el vivo reflejo de él: la nariz, las orejas, los ojos.

Olvidar

Mi hermano, Héctor Manuel, nació el 16 de febrero de 1992 en la clínica León XIII de Medellín. Su nacimiento fue esperado con ansias, pues mis padres deseaban tener un hijo juntos. Desde temprana edad fue sometido a cirugías en el ojo derecho, pues nació con la córnea rota y solo podía percibir siluetas. Todas las cirugías fueron en vano.

Héctor Manuel Ospina Restrepo es el hijo mayor de Héctor Darío y Luz Mery.

Desde pequeño mostró su hábil intelecto, le gustaba explorar, aprender, preguntar. Se destacó en el preescolar Carla Cristina y en la escuela 20 de Julio, pues siempre fue el primero de la clase por su inteligencia, pero también fue un niño silencioso y tímido.

Mi hermano recuerda que los días por la época del 2000 eran horribles, de nerviosismo constante, aunque todo transcurría sin mayores contratiempos: levantarse, arreglarse para ir a la escuela mientras de fondo se escuchaba el programa radial Tejas arriba del padre Calixto, desayunar con migas y emprender el descenso por las lomas del barrio hacia la escuela donde cursaba el grado tercero. Cada paso dado era avanzar hacia la certeza inquieta de encontrar personas asesinadas, tiradas en la calle como resultado del enfrentamiento de la noche anterior: dejados en el abandono absoluto. Usualmente se encontraban donde parqueaban los colectivos del 20 de Julio o en la ‘Y’ antes de llegar a la escuela.

Manu, como lo llamo, recuerda que el primer muerto que vio fue a Fredy, el hijo de Marina, amiga de la familia, en 1996, quien estaba tirado por la iglesia del barrio 20 de Julio con una sábana blanca que con el rojo de la sangre comenzaba a mutar de color. Sintió curiosidad, quería saber qué era lo que su ojo izquierdo veía, no entendía muy bien el tema de la muerte, hasta que en el año 2000 comenzó a sentir los horrores de la violencia, el espanto y la tensión que deja a su paso el conflicto.

 Entre 2000 y 2002 la cotidianidad era desafiante, pues mis padres de alguna manera normalizaron la violencia, la volvieron paisaje, y por ello continuaron con la vida, pero para mi hermano ir a la escuela era un dolor de cabeza, pues se volvió recurrente sentir el miedo, pues cada vez había más muertos en la calle, por quienes ya no sentía curiosidad. A su corta edad empezó a comprender lo que significaba que un ser le arrebatara la vida a otro por medio de la violencia armada.

El 16 y el 17 de octubre del 2002 comenzó la Operación Orión en la comuna, que fue, como dice la Comisión de la Verdad, “la mayor acción militar realizada en área urbana en Colombia dentro de la historia del conflicto armado. Orión fue emblemática por las modalidades de violencia que desplegó (capturas arbitrarias, detenciones selectivas y posteriormente desapariciones), por las series denuncias sobre la actuación irregular de agentes del Estado (además de fuerza pública, DAS y Fiscalía) y por la participación de grupos paramilitares”.

La Operación Orión fue liderada por Mario Montoya, comandante de la Cuarta Brigada, y Leonardo Gallego, comandante de la Policía Metropolitana de Medellín, en articulación con los paramilitares que llevaron a cabo una labor previa de inteligencia y acompañaron a las autoridades señalando a integrantes de supuestas milicias, con el propósito de restituir el orden en el territorio.

En el mismo informe sobre desplazamiento, del CNMH, se expone que “efectivos del Cuerpo Técnico de Investigación de la Policía (CTI) del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) y de la Fiscalía, con el apoyo de informantes, realizaron allanamientos, redadas, búsqueda de armamento y de secuestrados”. A su vez, se incrementaron las denuncias de personas por detenciones arbitrarias, torturas a algunos de los detenidos y por numerosos allanamientos sin orden judicial.

Orión fue una acción que causó un gran impacto debido al número de tropas que participaron, el tipo de armamento utilizado (ametralladoras M60, fusiles, helicópteros artillados y francotiradores) y las acciones contra la población civil.

En este contexto fue que Manu aprendió a esconderse debajo de las camas para protegerse de los enfrentamientos armados, los cuales le arrebataron la posibilidad de la diversión y la apropiación de la calle para explorar los juegos infantiles, como saltar la cuerda, la chucha cogida, el yeimy… Esa fue también una forma en la que nuestra madre nos protegió: resguardarnos en casa, el lugar donde las balas no penetraban, porque la bendición de Dios siempre estuvo con la familia.

Para mi hermano todo lo que pasó hace parte de una memoria del horror, por eso ejerce su derecho al olvido, pues la Comuna 13 ya no tiene nada que ofrecerle; para él fue gratificante haber salido del territorio y construir una vida en otro lugar que no le recuerda la indefensión y el terror de la violencia.

Preguntar

Nací el 14 de junio de 1995 también en la clínica León XIII de Medellín. La última hija, la menor de la casa. Mi madre y mi padre me nombraron Sara, en honor al personaje bíblico del Antiguo Testamento.

Desde pequeña fui una niña introvertida y con dificultades para socializar con los demás niños y niñas, pero muy abierta a explorar, experimentar y preguntar sobre todo lo que había a mi alrededor.

Sara Ospina Restrepo es la autora de este trabajo que recoge algunas memorias de su infancia y su familia.

Mi madre siempre nos leía cuentos religiosos a mi hermano y a mí, intentó cultivar en nosotros el amor por el conocimiento, pues su mayor deseo era que pudiéramos estudiar y formar una carrera.

De los primeros años de la infancia no guardo conmigo muchos recuerdos; apenas tengo pequeñas imágenes que van formando, cual rompecabezas, una parte de la experiencia que presencié a temprana edad.

Recuerdo las expediciones que mi madre nos hacía vivir a mi hermano y a mí cuando se llegaban las citas médicas de Manu, que se encontraba en un proceso para tratar el prognatismo mandibular. Esos días eran de caminatas largas: bajar la loma de las Independencias II, cruzar por el 20 de Julio hasta las escalas de La Colina, luego subir como si fuera el camino hacia el cielo, para posteriormente caminar hasta llegar a Villa Laura. Una travesía que más que diversión nos generaba miedo: era un camino fantasma, de casas vacías, de grafitis de las AUC en las paredes, con uniformados en cada esquina y en un silencio absoluto que sepultaba cualquier atisbo de alegría.

En el 2002 experimenté desde la mirada de una niña de siete años cuatro operaciones militares: Operación Mariscal (mayo 21), Operación Antorcha (agosto 20), Operación Saturno (septiembre 14) y Operación Orión (16 de octubre). De ellas, puedo recordar un par de situaciones que muchos años más tarde, iba a comprender.

El 21 de mayo del 2002 escuché la voz de Leo, que gritaba: “Respeten a la población civil”. Ese grito captó mi atención pues conocía a la perfección la voz de Leo, ya que era quien vendía el revuelto en el barrio y, además de eso, a quien no tenía en mis afectos porque en múltiples ocasiones había hecho las veces de sobandero popular para organizarme unos esguinces en el tobillo derecho que en varias ocasiones me hice por saltar el lazo o correr muy rápido; él era el emisario del dolor y podía reconocerlo a kilómetros.

Al asomar la cabeza por la ventana, me percaté de que además del grito enfurecido, Leo sostenía también un trapo blanco que ondeaba desde el balcón, al igual que muchos otros habitantes en toda la cuadra, mientras de fondo se escuchaba el frío espectáculo de la violencia que no copea de reclamos, ni de símbolos, ni de unión vecinal.

Citando de nuevo el informe sobre desplazamiento en la Comuna 13, esta operación estuvo ligada a la proximidad de las elecciones presidenciales, pues, según la Fuerza Pública, era necesario desarticular un supuesto plan terrorista para sabotear las elecciones por parte de la guerrilla. Se ha evidenciado que en la Operación Mariscal, “la Fuerza Pública atacó indiscriminadamente a la población civil utilizando ametralladoras M60, fusiles y helicópteros artillados y dejó como saldo un total de nueve civiles muertos (incluyendo varios menores de edad), más de 37 heridos, 55 pobladores detenidos de forma arbitraria, ocho miembros de la Fuerza Pública heridos y posiblemente seis muertos entre estos”.

No recuerdo muchas cosas con fechas exactas, pero sí guardo en mi memoria el sabor de la comida hecha en fogón de petróleo, pues en varias ocasiones debido a la confrontación armada, explotaban los transformadores eléctricos para dejar al barrio sin luz. Allí, entre el sonido de las balas, las tanquetas ruidosas parqueadas al frente de la casa, la luz de las velas y el silencio, comíamos en familia los alimentos cocinados en ese fogoncito que mamá guardaba como recuerdo de su vida en el campo.

Del 16 de octubre del 2022 recuerdo que soñé o me imaginé, no lo sé, que toda la casa estaba en llamas, y que del fuego aparecía la virgen María como embajadora de la paz. Yo lloraba, tenía miedo, mi casa se desmoronaba al igual que se desmoronaba la vida a mi alrededor, aunque afuera, orgullosos, aclamaban y celebraban que la Operación Orión fue una derrota estratégica de las guerrillas en Medellín y marcaba el triunfo de la parainstitucionalidad.

También tengo recuerdos borrosos de personas asesinadas en las calles. Mi madre dice que yo era curiosa, que mi mirada era fija y certera, como grabando cada uno de los rostros de los seres que acallaron, que siempre hacía preguntas sobre por qué pasaba lo que pasaba, que quería entender quiénes eran los que estaban muertos y quiénes eran los encapuchados. Mi madre no respondía, ella sabía que el silencio era la mejor estrategia para sobrevivir ante el horror.

Nota: Este proyecto fue elaborado como trabajo central en el XII Diploma en Memoria Histórica: Narrativas de la Memoria, que se ofreció en modalidad virtual entre mayo y julio del 2024.

* Sara Ospina Restrepo es politóloga de la Universidad de Antioquia. Correo: saraospinarestrepo@gmail.com