La Jurisdicción Especial para la Paz: entre lo deseado y lo posible

A la JEP le quedan por delante máximo trece años de funcionamiento. En estos siete que lleva ha asumido su encargo como tribunal de cierre del conflicto armado en medio de críticas que provienen de todos los sectores, incluidas las víctimas y sus representantes. En esta columna, el profesor Max Yuri Gil expone dos consideraciones sobre el trabajo de esta entidad del Sistema Integral de Paz.

Por Max Yuri Gil Ramírez*
Foto: Diego Pérez, JEP

Las sociedades inmersas en procesos de transición política, luego de graves y masivos sucesos de violencia, se enfrentan a grandes dilemas sobre cuál es el camino más adecuado para avanzar en la reconstrucción del tejido social profundamente dañado como consecuencia de las violaciones a los derechos humanos e infracciones al derecho internacional humanitario, en contextos de dictaduras o en el marco de conflictos armados internos.

Es en estos contextos donde surgen debates sobre temas como qué hacer con los responsables de las violencias, quiénes son las víctimas y cómo repararlas de la forma más integral posible, cómo lidiar con las memorias encontradas sobre lo que pasó, sobre si es posible el perdón y la reconciliación y cuál es su contenido, entre otras. Además, estos debates no solo encuentran múltiples y a menudo contradictorias respuestas en la sociedad, sino que son discusiones que se extienden en el tiempo y que cíclicamente retornan a la deliberación pública en las sociedades, como pasa en España con la Guerra Civil (1936-1939) y con la dictadura franquista (1939-1975), en Alemania con el nazismo, en Italia con el fascismo, en el Cono Sur con las dictaduras militares, y en Centroamérica con las guerras civiles, por poner algunos ejemplos.

Colombia es uno de los países que en las últimas décadas concentra la atención mundial en materia de justicia transicional, dada la riqueza y diversidad que significa el desarrollo de procesos de negociación muy disímiles, desde los llevados a cabo en la década de 1990, pasando por la atípica desmovilización paramilitar de la primera década del siglo XXI —muy cuestionada por hacer del paramilitarismo un actor armado completamente ajeno al Estado—, hasta los diálogos establecidos entre el Estado colombiano y la guerrilla de las FARC en 2012. El país acumula una vasta experiencia de negociación con grupos armados ilegales insurgentes y también con grupos paraestatales, lo cual ha dejado marcos normativos como la Ley 975 de 2005, creada para la desmovilización de los grupos que constituían la confederación paramilitar conocida como Autodefensas Unidas de Colombia, y como el Acuerdo de Paz de 2016.

Este último, además de lo establecido en materia de reformas económicas y políticas, buscó satisfacer los derechos de las víctimas a verdad, justicia y reparación, para lo cual creó el denominado Sistema Integral de Paz, conformado por la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición (CEV), la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD) y la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), a las cuales se suma la articulación con instituciones ya existentes como la Unidad para la Atención y Reparación Integral a Víctimas.

En los últimos meses se han producido diferentes cuestionamientos sobre la labor de la JEP desde diferentes enfoques y actores políticos y sociales. Una de las críticas más sobresalientes es la que se ha expresado desde personas provenientes del movimiento de derechos humanos, de víctimas y representantes de víctimas de crímenes de Estado, quienes han cuestionado públicamente —en medios como Cambio Colombia y El Espectador— elementos estructurales del funcionamiento de la jurisdicción en temas como la dilatada duración del proceso judicial a casi siete años de su entrada en actividad, la participación de las víctimas en el mismo y las formas de sanción que se comienzan a desarrollar con algunos grupos de victimarios en algunas regiones del país, incluso sin que haya condenas ya proferidas.

En la JEP, desde su ley estatutaria avalada en 2019, se establecieron tres tipos de sanciones. Primero están las sanciones propias, que son las que se aplican a los comparecientes que colaboren de manera satisfactoria con las demandas de la jurisdicción, para quienes se aplican los denominados Trabajos, Obras y Acciones con sentido Reparador (TOAR), que consisten en el desarrollo de obras sociales de reparación y no incluyen privación de la libertad. Luego están las denominadas sanciones alternativas, que se aplican a quienes colaboren, pero de manera tardía, eso sí, antes de la sentencia; para estos habrá penas de pérdida de la libertad entre 5 y 8 años. Y finalmente están las sanciones ordinarias, para quienes no acepten los cargos y que en caso de ser vencidos en juicio, perderán la libertad entre 15 y 20 años.

El gobierno del presidente Petro también ha sido crítico con algunos elementos de la labor de la JEP; sobre todo, su insistencia en que en el país se necesita un tribunal de cierre, dada la dispersión de las investigaciones y de la verdad en tres jurisdicciones: la ordinaria, la de Justicia y Paz, pactada en la desmovilización de los grupos paramilitares (Ley 975), y la de la JEP. Esto, además, ha producido un cuestionamiento en este caso del comisionado de paz Otty Patiño sobre el tiempo de duración de la JEP, que ha llegado incluso a plantear la necesidad de acortar su periodo de actuación. En esto coinciden con el expresidente Juan Manuel Santos, quien advierte sobre la inconveniencia de una postura maximalista en la JEP, que prefiera la judicialización de un número muy grande de responsables, lo que puede justificar la ampliación del periodo de funcionamiento de la JEP.

Finalmente, buena parte de los firmantes del Acuerdo de las antiguas FARC han estado haciendo críticas constantes sobre la labor de la JEP, y han denunciado que se sienten traicionado porque la jurisdicción estaría extralimitando sus competencias. Sus principales críticas son: incumplimiento de las condiciones para conceder amnistía a quienes no son máximos responsables, ampliar la investigación a mandos medios y combatientes rasos, rechazo a convalidar las sentencias de justicia ordinaria como equivalentes de las de la JEP, y la falta de celeridad en sentencias a pesar de que los comparecientes de esta organización han aceptado la responsabilidad que se les ha imputado, no se ha producido la primera sentencia luego de siete años de funcionamiento.

Es bastante probable que la JEP deba revisar varias de estas anotaciones que se vienen haciendo sobre su labor, pero al respecto también quiero expresar dos consideraciones. La primera: es materialmente imposible con la estructura de la JEP, el tiempo y las capacidades que se le adjudicaron, resolver la inmensa mayoría de los crímenes cometidos en el conflicto armado colombiano, una confrontación que se ha extendido por más de cinco décadas, que ha dejado al menos diez millones de víctimas según el Informe Final de la Comisión de la Verdad y el Registro Único de Víctimas (RUV), que se ha desarrollado en prácticamente todo el territorio nacional y en el cual, además de los integrantes directos de los grupos estatales, paraestatales y contraestatales que han desarrollado las acciones militares, hay todo un entramado de actores e intereses que desde la legalidad han contribuido a la acción violenta.

En este sentido, se debe optar por una estrategia de priorización y selectividad sobre lo que se debe y se puede investigar, concentrando la atención en la documentación y sanción, al menos por ahora en los máximos responsables de los más graves crímenes, decisión que con toda certeza dejará una gran insatisfacción en numerosos sectores de la población en general y de las víctimas en particular.

Y es justo en este último aspecto que quiero plantear la segunda consideración. En el universo de las más de diez millones de víctimas, que representa a hoy nada menos que el 20 % de la población del país, hay víctimas de todos los grupos armados que han actuado en estos cincuenta años, y ellas, como la población del país en general, tienen posturas y observaciones variadas y contradictorias sobre lo que nos ha pasado, sobre el castigo, sobre la reparación y sobre todos los temas del debate transicional. En este sentido, creo que no es posible decir “lo que las víctimas quieren es…”, porque no son un sujeto único, uniforme, homogéneo. De hecho, es por lo menos cuestionable asumir que hay alguien que sí sabe lo que piensan y quieren las víctimas, pues, si mucho, se podrá expresar lo que consideran, y esperan, algunas porciones de ese sector complejo que constituye el universo de víctimas de Colombia.

Para concluir, pienso en que este Acuerdo de Paz de 2016 y el Sistema Integral de Paz sí son una posibilidad de buscar la garantía de los derechos de las víctimas, que esto se desarrolla en medio de un proceso de transición abierto en Colombia para poner fin a cinco décadas de conflicto armado interno, y que, lamentablemente, esta es una transición aún en desarrollo, dado que el ciclo de violencia no ha terminado; claro, hay cambios y continuidades, pero incluso como vemos hoy en el Cauca, en Chocó, en el bajo Cauca antioqueño, en el sur de Bolívar y en el Catatumbo, entre otras regiones del país, la confrontación se ha reconfigurado y repotenciado.

La JEP debe estar atenta a todos los cuestionamientos con respeto y apertura, y con humildad asumir que es posible que deba hacer cambios en los años que le quedan de mandato, que pueden ser máximo 13 años, para cumplir los 20 que se establecieron para ella. Pero también se requiere que algunos sectores de la sociedad entiendan y asuman que, de nuevo, un acuerdo de paz es un delicado e inestable equilibrio entre lo deseado y lo posible, y que en esto también, lo perfecto es enemigo de lo bueno.


Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de Hacemos Memoria ni de la Universidad de Antioquia.

* Max Yuri Gil Ramírez es director del Instituto de Estudios Políticos, de la Universidad de Antioquia. Doctor en Ciencias Humanas y Sociales por la Universidad Nacional de Colombia. Fue coordinador de la región Antioquia – Eje Cafetero de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad.