Leer a la botánica Robin Wall Kimmerer sirve de inspiración para pensar el rol de la academia en torno a las memorias de las violencias en Colombia: una propuesta de relaciones recíprocas entre quienes investigan y quienes viven y actúan para mantener vivas estas memorias.

Texto y foto: Claudia Maya Zapata*

Regresé al lugar en el que todo había empezado, a la belleza. A las preguntas que la ciencia no se hace, no porque no sean importantes, sino porque no tiene la capacidad de hacérselas.
Robin Wall Kimmerer

Admiro, y a la vez desconozco, la profundidad de los dones, mensajes y legados de la naturaleza. De ahí mi motivación por leer a la botánica norteamericana Robin Wall Kimmerer (Nueva York, 1953), autora de Una trenza de hierba sagrada, entre otros. Este viaje literario ha sido una revelación: son inspiradores los caminos trazados por la investigadora para sostener, a lo largo de los años, un diálogo-escucha entre plantas, conocimiento científico y saberes heredados de sus propios ancestros indígenas.

No pretendo que esta columna sea considerada como un texto académico, ni que ponga demasiado en evidencia mi simpatía por la autora (¡me ha cautivado, lo sé!). No abordaré aquí la obra de Wall Kimmerer, claro que no. No obstante, más allá de las preguntas y respuestas sobre las relaciones entre plantas, entornos y (otros) quienes habitamos este planeta, reconozco en sus relatos cierta comunión entre pasado, presente y futuro. Y ese escenario me hace pensar en el tema de este texto.

Gran parte de lo que aquí expreso nace de haber compartido la experiencia del Diplomado en Memoria Histórica de la Unidad Hacemos Memoria de la Universidad de Antioquia. Se trata de un programa de formación que facilita intercambios, debates y aprendizajes entre quienes nos hemos dedicado, desde diferentes disciplinas y quehaceres, a la reflexión y al intento por comprender, justamente, el universo que albergan las memorias. En concreto, estas líneas están motivadas por una reflexión sobre el rol del trabajo académico en la discusión social sobre las memorias de las violencias en Colombia.

Preguntas (I)

Soy colombiana y vivo en Colombia. Las realidades mediadas o directas del país han permeado, y permean, cuestiones personales y profesionales de mi vida. Surgen entonces, como en un primer asalto, preguntas de referencia: ¿Es la historia una vía directa o una alterna a las memorias? ¿Para qué sirven el conocimiento y el entendimiento de la historia en los procesos de hacer y trabajar las memorias? ¿Es posible aprender del pasado (de la historia) para no repetir hechos atroces?

Con la historia pasa como con las memorias: se esbozan, construyen y reconstruyen, cuentan y recuentan, se actualizan. Hablar de historia y de memorias no es (solo) hablar del pasado. El antes, el durante y el después son fronteras como las de una cartografía imaginada y frágil: la marea podría hacer desaparecer un islote o un acantilado; al otrora verdor le podría sobrevenir un catastrófico vitiligo de desplazamiento y destrucción. El tapete natural reconfiguraría una y otra vez, a los ojos nuestros y a los de los satélites, el mapa.

La academia provee una revisión historiográfica a las memorias: lugares, tiempos, acontecimientos, biografías, contextos, implicaciones e impactos de las violencias. Puede, a la vez y si se lo propone, darles un lugar visible —en esa especie de universo histórico— a procesos de búsqueda y (re)construcción de memorias, particulares o colectivos. Lo que no debería la academia es circunscribir su revisión a un modo bucle de discursos y narrativas, de forma estática, unidireccional, uniforme, repetitiva en su quehacer investigador. Aun sin la academia, las memorias existen. Y aun sin la revisión historiográfica, también. Reconozco que, a este punto, me conflictúa el hecho de que, finalmente, historias y memorias se escriben en plural y no solo como fruto de un trabajo académico.

¿Con la revisión historiográfica estamos haciendo memoria? ¿Con la memoria hacemos o reescribimos la historia? Una línea de tiempo (herramienta historiográfica) nos permite, por ejemplo, ubicar en tiempo, espacio y contexto un hecho atroz o victimizante; darle un lugar en la historia. A su vez, sin los testimonios sobre las vivencias, esa línea de tiempo sería un mero recurso metodológico sin vida, una caja de herramientas sin memoria. Leo ahora a la investigadora Elizabeth Jelin: “¿Y lo que está pasando hoy? La cuestión es no pensar o partir de la premisa de que memoria es recordar los acontecimientos y los detalles de los acontecimientos”. Una invitación, sin duda, a revisitar esa cartografía de las memorias e imaginarla en perspectiva de futuro.

La academia está llamada también a reconocer el verdadero alcance de sus trabajos, supeditados a la condición de las personas que los realizan, el lugar y el tiempo desde donde ejercen y la realidad circundante de la cual hacen parte. No ha de olvidarse que la academia es también un lugar social, a la vez institucionalizado y hegemónico en discursos sobre la vida humana, social y biodiversa; es dadora de sentido y, en algunos casos, de identidad desde el pensamiento y la investigación-acción. Pienso en la academia como trabajadora de la memoria, recordando otra vez a Jelin. Una academia coconstructora, cohabitante, coactualizadora de las memorias. Una academia dudosa de sí misma, que no hace desde el “dando voz a”, sino “de la mano de”.

Preguntas (II)

Si lo imagino, veo las memorias como un mapa en construcción: ¿Quién lo traza, lo actualiza, lo mantiene vigente? Las ideas-imágenes de Wall Kimmerer sobre lo aprendido en la ciencia y lo aprehendido desde el saber ancestral me dan una pista: ¿A qué se refiere la autora, en esa cita preámbulo, con que la ciencia no está en capacidad de hacerse ciertas preguntas? ¿Acaso la investigación no se pregunta y trata de dar respuestas? ¿Acaso las memorias no emergen de la sociedad (objeto de estudio, yo le llamo sujeto de vivencia en función de este texto), y es la sociedad la que le plantea a la academia —a veces en bandeja de plata— sus preguntas?

Resuena un indicio en estas cuestiones: esforzarse por hacerse preguntas que no nos hemos hecho, escuchar a quienes se las hacen. Las memorias sobre el conflicto armado y las formas de violencia en Colombia —memorias aguerridas, visibles, resonantes, retadoras— ponen en perspectiva esa búsqueda de la belleza de la que habla la botánica-poeta estadounidense: el relato sobre cómo era antes, cómo fue después y cómo es ahora la vida, en la casa, el barrio, la vereda, el pueblo; la sonrisa de frente al dolor y a la pérdida. En conversación con mi amigo y colega Daniel Botero, ambos coincidíamos en que este apartado recuerda las experiencias del sociólogo colombiano y ex Comisionado de la Verdad en Colombia, Alfredo Molano, quien trazó un mapa a partir de sus andanzas y del encuentro con voces cartógrafas de las memorias.

Así como las plantas encuentran nombres científicos en la botánica, las memorias tienen nombres y definiciones institucionalizados. Pero también las memorias revelan, en algún lugar, entonaciones, tonalidades, matices, atenciones y silencios en el lenguaje de las gentes, los sabedores ancestrales y los paisajes. Pienso en las personas portadoras y vociferantes de esas narraciones como quienes formulan las preguntas que urgen.

Experiencias propias

En mi trabajo de los últimos años he coorganizado numerosas actividades académicas: discusiones, talleres, presentaciones de libros, congresos. Junto con personas creativas e inquietas he publicado contenidos en diferentes lenguajes (audiovisual, textual, sonoro), no solo en torno a las memorias, sino también a otros temas sobre esa incansable búsqueda de la paz en el país. Uno de los descubrimientos más retadores ha sido, precisamente en alusión a Wall Kimmerer, tener conciencia de la naturaleza como víctima del conflicto armado en Colombia: una autodestrucción de la que no nos recuperamos ni nos recuperaremos pronto.

El aparato conceptual y logístico de mis actividades se ha sumado a una experimentación –con los riesgos que esta implica, debo decirlo– que intenta explorar metodologías novedosas e inhabituales para la academia, con el interés por congregar, en lo posible, diversas voces. Al final, esas jornadas laborales se han sabido solventar, de manera afortunada, con charlas como la sostenida con una lideresa habitante de La Sierra en Cesar, Colombia; o con viajes a parajes para mí antes inexplorados, como aquel por el ecosistema arterial, densamente verdoso, de la Amazonía colombiana; o con relatos conmovedores, como los de una familia campesina en el Oriente de Antioquia, Colombia, en un café mañanero… Retomo a Elizabeth Jelin: “Si nosotros nos interesamos por temas de memorias, primero tenemos que pensar en que las memorias son múltiples, que hay pluralidad de memorias y no hay sentidos únicos del pasado”.

Tratar de ordenar el caos

Recurro a Robin Wall Kimmerer como refugio metafórico de esta reflexión, que ya se me plantea lo suficientemente difícil. En el entretejido de pasado, presente y futuro, la autora reconoce que el conocimiento científico y el ancestral construyen relatos válidos —y necesariamente complementarios— para entender funcionamientos y relacionamientos que han tenido y tienen lugar en el mundo. Escuchar, atender y aplicar el saber ancestral podrían guiar a la ciencia, por ejemplo, a identificar patrones y proponer acciones preventivas de cuidado o mejoramiento equilibrado de los entornos. A su vez, los hallazgos científicos podrían, bien encaminados, facilitar mecanismos o sistemas mejorados en dichos entornos y promover condiciones de vida más dignas en ciertas comunidades (humanas, vegetales y animales).

Robin Wall Kimmerer describe la naturaleza desde su generosidad y reitera, a partir de sus vivencias y enseñanzas, pensarnos la relación de nosotros, seres habitantes, con ella desde la reciprocidad. Mi amigo Daniel y yo sintonizamos en la idea de que las memorias son generosas: nos hablan de momentos particulares, no solo en un lugar allá en el pasado, sino en un presente e incluso, tal vez de forma un poco arriesgada, en la idea-imagen de un futuro. En definitiva, se trata de establecer un diálogo más allá de la memoria, dice mi amigo.

Sugiero no tomar estas líneas al pie de la letra, pues han sido un intento de ordenar el caos de asaltos circunstanciales. Recomiendo, sí, abrirnos a los lenguajes posibles para narrar las memorias colombianas de violencias, cambiantes y trascendentes. Los lenguajes, en plural, así como hablamos de memorias o verdades, en plural, y ampliamos el campo semántico de la palabra. A propósito de las palabras, me gusta la forma en alemán para hablar de las memorias: Erinnerungskultur es una palabra vinculante de sentidos entre Erinnerung (memoria, recuerdo) y Kultur (cultura). Y pienso en Oliver Simmons, cuando se refiere a cultus: prácticas agrícolas o cultivadoras.

Las memorias se cultivan y revitalizan en el entrecruce de ese saber con otros. “Investigar como misterio, esperar sorpresas”, dice Elizabeth Jelin. Que nos asalten las preguntas. Aquí quedan, a merced de quien me lee, algunas propias. Así como se narra la vida, así tal vez se narra, allí en las memorias, la belleza.

Leer la obra de Wall Kimmerer es una ofrenda que me doy por los pasos que estoy dando. Agradezco a quien me hizo la recomendación de Robin Wall Kimmerer, una persona sensible y, justamente, “muy” académica.


Nota: Este texto fue elaborado como trabajo central en el XII Diploma en Memoria Histórica: Narrativas de la Memoria, que se ofreció en modalidad virtual entre mayo y julio del 2024.

CAPAZ | Staff*Claudia Maya Zapata es Master of Arts in Media, Communication and Cultural Studies de Universität Kassel (Alemania) y Université Stendhal Grenoble 3 (Francia). Comunicadora Social Periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín (Colombia). Actualmente es colaboradora científica del Instituto Colombo-Alemán para la Paz – CAPAZ. Contacto: claudia.maya@instituto-capaz.org