En San José, corregimiento de La Ceja, a mediados de 1990 un grupo de mujeres unieron su liderazgo para trabajar por el medio ambiente, la sostenibilidad y el papel de cada una en el territorio. Cuando llegó el conflicto armado, les bastó con enviar una carta, escuchar lo que tenían por decirse, y abrazarse el alma entre ellas. Esta es la historia del colectivo de mujeres Palmas Unidas.

Por Emmanuel Zapata Bedoya
Foto: cortesía Palmas Unidas

Alrededor de la mesa están sentadas María Edilia, Orfilia y la dueña de la casa, Fabiola. No son hermanas, pero sí primas, y esta vez no se reúnen para apoyarse entre sí y darse un abrazo en tiempos de dolor, sino para recordar por todo lo que pasaron cuando el conflicto armado llegó a esa tierra en la que han vivido siempre, San José.  

Las tres se conocen las tristezas, las penas y los silencios. Creen en la Virgen del Carmen, la Santísima Trinidad y el Sagrado Corazón de Jesús, pues fueron esas figuras las que escucharon sus plegarias y llantos. Como una especie de milagro, la vida las hizo familia y las convirtió en refugio para los tiempos de guerra.  

María Edilia, Orfilia y Fabiola son fundadoras de Palmas Unidas, una organización de mujeres campesinas que llevan trabajando juntas más de 25 años por el liderazgo femenino, el fortalecimiento personal, la seguridad alimentaria, el cuidado de los recursos naturales y la economía sostenible en el municipio de La Ceja, específicamente en su único corregimiento, San José. Fue en Palmas Unidas donde ellas despertaron su liderazgo, lo potencializaron y con este le hicieron frente a la violencia que llegó al corregimiento en 1998.  

Cuando arribaron los actores armados, se escuchaba en la pequeña escuela de San José un villancico, y que los niños cantaban al unísono. Sonaban las maracas panderetas. Los niños, Fabiola y otras mujeres estaban sentadas viendo el pesebre. Una leía los gozos, otra guiaba la sonata y los niños cantaban alegres, pues el que no cantara no recibía dulces al final de la novena.  

“Era 17 o 18 de diciembre. Estábamos en la escuela en la novena de aguinaldos. Faltaba nada para terminarla cuando escuchamos el chirrido de unas llantas en la calle. Al principio no prestamos atención, pero luego vemos que entran a la escuela unos hombres morenos, grandes y armados, entonces uno de ellos pasó sobre nosotros, por encima y se paró en el pesebre. En la pared que teníamos al frente escribió con aerosol: ‘Muerte a sapos, ACCU’. Eran paramilitares, pero nosotros no lo sabíamos”, narra Fabiola, alrededor de la mesa.  

Lo primero que ella hizo fue coger a los niños que estaban más cerca. Las otras mujeres tomaron a los demás, pues varios en medio de la confusión y el susto empezaron a llorar. Ese día los hombres armados no solo rayaron la pared de la escuela, sino que marcaron casas, tiendas y cantinas. Era diciembre de 1997. Un mes después, en enero de 1998, aparecieron nuevamente con la intención de quedarse.  

Hoy sobre la mesa hay papeles, varios vasos de gaseosa, panes y una libreta de apuntes que Fabiola ha ido alimentando con el tiempo y en la que tiene fechas precisas de algunos hechos importantes, unos dolorosos, algunos más alegres y otros que han marcado un antes y un después en sus vidas, entre ellos la creación de Palmas Unidas en 1996.  

“Ese año llegó al corregimiento don Gustavo Álvarez, funcionario de la Umata. Nos dijo que quería que nosotras como mujeres creáramos algo en lo que nos sintiéramos cómodas y saliéramos de los hogares. Que tomáramos liderazgo y sacáramos adelante proyectos en pro de la comunidad”, toma la palabra Orfilia.  

El técnico de la Umata, entidad gubernamental que presta asistencia técnica agropecuaria a pequeños productores rurales, con profesionales de organizaciones como Vamos Mujer y Artemisa, ambas de Medellín, empezaron a capacitar a más de cuarenta mujeres del corregimiento y a diagnosticar cuáles eran las necesidades que ellas tenían en la zona rural.  

Muchas mujeres no continuaron con el proceso. Otras, como María Edilia, Orfilia y Fabiola sí decidieron seguir preparándose; fue ahí cuando, dos años después, en 1998, y en compañía de otras veinte mujeres, se constituyeron legalmente como Palmas Unidas, un grupo asociativo con razón social y objetivo definido.  

Vamos Mujer, por su parte, las capacitaba y guiaba en la creación de proyectos, emprendimientos y procesos que les permitieran generar ingresos para sostenerse en el tiempo. Por otro lado, la corporación Artemisa se encargaba de dictarles talleres enfocados en plantas medicinales, tratamientos naturales y manejo de recursos sostenibles y amigables con el medio ambiente. Poco a poco se formaron en liderazgo, conservaron su autonomía y empezaron a creer en sus capacidades creativas.  

“El primer proyecto que tuvimos fue un criadero de pollos. Obviamente era colectivo, pero con el tiempo nos dimos cuenta de que a todas nos quedaba muy difícil sostenerlo, porque vivíamos lejos las unas de las otras. De ahí pasamos a gestionar proyectos, a realizar pomadas, champús y jabones naturales, y algunas de nosotras hasta pudieron viajar a Brasil y España a conocer experiencias de otras mujeres”, cuenta María Edilia mientras toma un poco de gaseosa.  

La fabricación de jabón fue uno de los primeros proyectos productivos. Foto: archivo Palmas Unidas.

Como grupo trabajaban desde antes de la llegada del conflicto armado a San José. Cuando los paramilitares se hicieron con el dominio del territorio, las reuniones programadas por Palmas Unidas empezaron a ser menos frecuentes, pero cada vez que se veían hablaban sobre cómo seguir adelante a pesar del miedo y el dolor. Con el presupuesto que tenían, se dispusieron a instalar tres locales comerciales: dos tiendas y un remate —así llaman en Antioquia a la venta de misceláneas—. Con esto, llegó la primera advertencia por parte de los grupos armados: debían pagar “vacuna” por sus negocios.  

“Con el conflicto no nos reuníamos tan seguido como antes, porque a muchas nos daba pavor salir de la casa, pero cuando lo hacíamos, tratábamos de que la organización siguiera en funcionamiento. Cuando montamos esos negocios, llegó una compañera a la reunión y nos dijo que ‘los muchachos’, así les decíamos a ellos, nos mandaban a decir que teníamos que pagarles una cuota por tener las tres tiendas. A nosotras, sin saber qué hacer y en medio de la sorpresa, se nos ocurrió enviarles una carta diciéndoles que plata no teníamos”, explica Fabiola.  

Y así fue. Ese mismo día, en una de las tiendas que lograron abrir en la cabecera del corregimiento, se sentaron varias de ellas, tomaron una hoja de bloc y empezaron a escribir: “Respetado, doctor…”. Como quien hace valer sus sueños, allí expresaron los motivos por los cuales no debían cobrarles esa vacuna. “¿Qué podíamos perder al enviar esa hoja? Nada. Eran como diez o quince mil pesos, pero para la época, año 2003, eso siempre era plata. Quince días después llegó uno en una moto y nos dio respuesta. Nos dijo que el comandante había aceptado la carta y que no nos cobrarían ni un solo peso. Para nosotros fue un logro”, cuenta, aliviada, Orfilia.  

A medida que el conflicto se iba intensificando, algunas de ellas se distanciaron por miedo y dejaron de asistir a las reuniones. Y aunque a Palmas Unidas nunca llegó una amenaza o advertencia de parte de los actores armados, entre ellos las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) —los autores del letrero—, luego el Bloque Metro (BM) y más tarde el Bloque Cacique Nutibara (BCN), cada una de estas mujeres sí vivió en carne propia el dolor de esa guerra que, hasta ahora, no han terminado de entender.  

En esta casa de San José funcionó una tienda de Palmas Unidas; allí se reunieron para escribirle una carta al comandante paramilitar pidiéndole que no les cobraran la “vacuna”. Foto: Emmanuel Zapata Bedoya.

Tres historias 

María Edilia y Orfilia vivieron experiencias similares. Sus hijas, después de que los paramilitares se establecieron en San José, empezaron a “charlar” con algunos de ellos. Al principio se veían con los “muchachos” en el parque del corregimiento; se tomaban una que otra cerveza y conversaban hasta que la tarde empezaba a caer. Después, cuando ambas familias estuvieron en desacuerdo con esas compañías, lo hacían de forma clandestina o sin que nadie se enterara.  

“Mi hija, Viviana, al principio charlaba con uno al que le decían ‘Palmira’, del Bloque Metro. Del nombre no me acuerdo porque a la mayoría los conocíamos por los apodos. Cuando me di cuenta, yo le rogaba que se alejara de ese muchacho, le decía que cómo era posible que ella estuviera con él, pero no, nunca me hizo caso. Al tiempo resultó Viviana embarazada y cuando nació el bebé, a los cuatro meses y medio, desaparecieron a ‘Palmira’”, cuenta hoy María Edilia.  

El embarazo de su hija lo describe como algo trágico y traumatizante, porque en muchas ocasiones, en las noches, casi madrugadas, ‘Palmira’ llegaba a su casa, y en medio de los tragos soltaba frases llenas de ira. “Mi hija y yo nos abrazábamos, llorábamos, teníamos miedo. Sabíamos que si ‘Palmira’ entraba podía acabar con todo y matarnos. Siempre que se tomaba sus tragos gritaba que ese hijo no era de él, que mi hija con quién lo habría engañado”, continúa el relato, con un leve temblor en las manos.  

Por otro lado, la hija de Orfilia también se veía a escondidas con otro paramilitar del mismo grupo armado y también quedó embarazada, pero la situación fue diferente. “Mi hija se llama Lida. Él se llama Róbinson. Acá en San José lo conocían como ‘El Primo’. Lida me cuenta que sí se enamoró de él. Se veían por ahí sin que uno se diera cuenta y también, como María Edilia, yo le pedía al cielo para que a mi muchacha no le pasara nada malo. Me encomendaba a todos los santos para que llegara siempre a la casa”, narra Orfilia, con un dejo de calma en su voz.  

Róbinson logró desmovilizarse, pero no pudo estar presente en el nacimiento de su hija, Camila. Después de su reincorporación a la vida civil, en 2008, cuando se dirigía para Medellín, fue capturado por la Policía. Los cargos que le leyeron fueron una fuga en Abejorral en la que estuvo involucrado cuando era paramilitar y una masacre cometida en Montebello, municipio cercano a San José.  

“A él lo capturaron, cosa que nos pareció extraña porque se suponía que con el proceso de desmovilización le borrarían todos los antecedentes. Además, lo acusaron de una masacre que no cometió, porque la masacre sucedió cuando él estaba en pleno proceso de desmovilización. Ahora está en la cárcel y no sabemos qué pasará con él. Después de todo, yo debo admitir que ha sido un muy buen papá y buen marido, porque a Lida y a su hija no les ha faltado nada”, agrega Orfilia.  

La historia de Fabiola no tiene nada que ver con una historia de amor: a uno de sus hijos, en 2004, el Ejército y la Fiscalía lo iban a hacer pasar como “falso positivo”. Juan Camilo, el hijo de Fabiola, vivía y trabajaba en El Retiro, en la oficina de impuestos. Una tarde quiso ir a visitar a su mamá a San José, como era costumbre cuando salía temprano del trabajo. Llegó al corregimiento, estuvo con Fabiola un rato y salió a comprar algunas cosas a la tienda. Ahí empezó la angustia para ella.  

“Ese día había un operativo de la Fiscalía y el Ejército acá en San José. Todo esto estaba lleno de funcionarios y militares. Cuando Juan Camilo sale para la tienda, se demora un rato y llega Orfilia a contarme muy desesperada que a mi muchacho lo habían subido a un camión y que se lo iban a llevar. Yo ahí mismo empecé a llorar y desesperada salí a buscar a la señora que estaba liderando todo el operativo y le dije que me devolviera a mi hijo, que por qué se lo estaban llevando, y como respuesta me dice que fuera por él al otro día a Medellín”, narra Fabiola.  

Una, dos, tres llamadas… No sabía a quién más recurrir para que a su hijo no lo sacaran del municipio. Su instinto de madre le decía que buscara el número de Leonel Tobón, entonces secretario de Gobierno y padrino de Juan Camilo. Por fin le contestaron en el despacho, pues todos los funcionarios estaban ocupados celebrando el día de la familia: “Muy desesperada le dije lo que había acabado de pasar y él, como siempre, me calmó, me dijo que Juan Camilo no saldría del pueblo”.  

Pasó entre media y una hora hasta recibir noticias de su hijo. A Juan Camilo lo habían subido al camión con otras dos personas: el mayordomo del suegro de Leonel y un joven con capacidades especiales. Como si sus plegarias hubieran sido escuchadas, el carro en el que iban llegó al lugar donde se festejaba el día de la familia.  

Leonel Tobón, entre discreto y curioso, preguntó por las personas que iban en el camión. Una respuesta vaga, por un lado; una imprecisión, por el otro. “Llevamos a tres guerrilleros y queremos presentarlos a la comunidad”, cuenta Fabiola que eso le dijeron al secretario. “Tras esa respuesta, él les dice que no, que esas personas no eran guerrilleros, que no sabían a quién llevaban ahí adentro, pues eran casi su familia. También, mi hijo cuenta que desde adentro del camión él lograba ver todo el revuelo y la forma en que Leonel les reclamó a los funcionarios. Así se salvó mi muchacho”, dice hoy, aliviada.  

Son pocas pero están juntas

Con sus dolores, silencios, penas, oraciones, plegarias, ausencias. Con todo en contra y muy poco a favor, eran cada vez menos las mujeres de Palmas Unidas que se reunían regularmente. Los encuentros, en ciertos momentos, no se trataban sobre cómo seguir liderando sus proyectos o potencializando sus ideas, sino, más bien, sobre cómo seguir llevando sus vidas con las tristezas a cuestas.  

Había algo que les dolía. Les dolía su gente, su familia, sus amigas. También su tierra. Extrañaban. Les hacía falta ese amigo que dejó de caminar por la única calle del corregimiento. Echaban de menos a esa niña que jugaba con polvo y tierra antes de entrar al colegio. Extrañaban cómo era San José cuando todo estaba en paz. No olvidaban cómo se veían sus casas antes de que las marcaran de aerosol rojo, y no comprendían cómo unas siglas: ACCU o BM o BCN, eran capaces de cambiar tanto la vida y esencia de un territorio.  

Y así continuaron, no solo las mujeres de Palmas Unidas, sino muchas otras mujeres y familias de San José, en medio de abrazos que curaban el alma por cinco minutos. En medio de una tranquilidad tensa, pero siempre con la esperanza de que algún día llegaría la paz, otra vez.  

“Nosotras logramos ponerle el cuerpo a la guerra. No sé si todas hemos logrado perdonar a muchos de los que se quedaron en esta tierra cuando se desmovilizaron, pero nos hicimos a la idea de que ya eran parte de la comunidad, y ahí están. Nos saludan como si nada, como si no hubieran hecho nunca nada”, afirma Fabiola.  

Después del conflicto armado en San José, Palmas Unidas siguió con su trabajo de liderazgo. Con los años el grupo creció tanto que llegó a tener 35 mujeres activas, generando ideas, promoviendo la paz y construyendo un territorio mejor. Ahora, a 2024, son solo 13 las mujeres que hacen parte de la organización. A la fecha se encuentran actualizando sus estatutos y recolectando la documentación necesaria para renovar su registro frente a la Cámara de Comercio en La Ceja.