«¿Por qué debería importarnos que haya un museo de la memoria del conflicto armado? ¿Cuál es su pertinencia para nuestras conversaciones del presente?». Estas son algunas de disímiles preguntas que plantea el sociólogo Andrés Suárez en esta columna de opinión, donde recorre la obra física inconclusa del actual Museo Nacional de la Memoria, en Bogotá; una construcción a mediohacer de la que la Contraloría General dijo, en enero de 2024, presentaba fallas e irregularidades que representan pérdidas por más de 12 mil millones de pesos.
Por Andrés Suárez*
Foto: cortesía del autor
El Museo Nacional de la Memoria se encuentra sobre la Calle 26, entre la carrera 30 y la avenida de las Américas, tres de los principales ejes viales de Bogotá, dos de ellos con troncales del sistema público de transporte masivo Transmilenio; una zona céntrica y poco saturada de edificios oficiales, lo que permite que la obra no pase desapercibida.
La estación Concejo de Bogotá es la más cercana a la obra; de hecho, el edificio se impone a la vista si se transita de occidente a oriente por la Calle 26. Es una obra que ven a diario muchos estudiantes universitarios, porque una de las rutas de la troncal lleva a las universidades en el centro de la ciudad, pero también la ven los turistas que visitan la ciudad, pues es la única troncal que llega hasta el aeropuerto El Dorado.
Cuando los buses hacen su parada en esa estación, no faltan las reacciones y las conversaciones en torno a la obra. Hay dos tipos de reacción: la primera es la de los pasajeros que preguntan qué es; la segunda es la breve conversación que detona cuando la pregunta tiene respuesta. En este caso, el interlocutor reacciona con una contrapregunta “¿Por qué está abandonado?”, y el otro responde: “Usted sabe, al gobierno no le interesa que se cuente esa historia”.
Efectivamente lo que ven los pasajeros de Transmilenio es una obra erigida, coloquialmente se diría que parece un edificio en obra gris, sin acabados, sin terminar, que se ve como una construcción abandonada porque no hay movimiento de trabajadores ni de maquinaria en el lugar, además de que muchas paredes están marcadas con grafitis, ninguno de ellos en un estilo legible para el ciudadano común, quizás sí para los jóvenes.
Estas reacciones ponen de manifiesto que la obra no pasa desapercibida, que irrumpe y altera la cotidianidad de los ciudadanos, que hace que muchas personas se hagan preguntas, pero también revela que la obra abandonada es leída como una declaración pública, una memoria abandonada en una frontera difusa con el olvido.
Una valla se antepone a la vista de la obra, con una frase muy visible, que si se leyera con detenimiento le daría un sentido a la obra abandonada, uno lapidario y desolador. La frase en la valla es “Aquí se está construyendo la ventana al territorio”. No se ve que se esté construyendo, la obra está paralizada, pero si esa obra es “la ventana al territorio”, entonces el mensaje que se está comunicando es el de la memoria del abandono, el territorio silenciado y arrasado, las regiones que una vez más permanecen invisibilizadas para el centro, toda una metáfora.
El problema no es solo una obra abandonada, es que, si estuviese terminada, ni siquiera habría un relato para empezar una conversación, bien porque el primer guion museológico que es la exposición “Voces para transformar a Colombia” continúa con medidas cautelares por parte de la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP, desde hace seis años, lo que plantea el debate de fondo acerca de cómo proteger la participación de las víctimas sin limitarla, cómo evitar un congelamiento de la memoria que no le da cabida a nuevas voces y que no permite renovar las existentes; o bien por el desencuentro entre el Centro Nacional de Memoria Histórica y la Comisión de la Verdad para incorporar las conclusiones de su informe final en el guion museológico.
¿Por qué debería importarnos que haya un museo de la memoria del conflicto armado? ¿Cuál es su pertinencia para nuestras conversaciones del presente? ¿Acaso el pasado puede desaparecer sin dejar huellas en nuestro presente? Nuestra cotidianidad está inundada de memorias, incluido nuestro debate público del presente, y un museo abandonado, con sus memorias silenciadas, nos está limitando el potencial democratizador de la memoria.
¿Puede un país que habla de paz total prescindir de las memorias del conflicto armado? ¿Puede un país que tiene una política pública de atención y reparación de víctimas renunciar a las memorias del conflicto armado? ¿Puede un país que tiene modelos de justicia transicional operando renunciar a un museo nacional de la memoria? ¿Puede un país que solo ha tenido una paz escalonada prescindir de la memoria cuando presente y pasado se moldean mutuamente en la persistencia y el reacomodamiento del conflicto armado?
Un acto de reconocimiento
Lo primero que habría que decir sobre la importancia del museo de la memoria es su enorme poder simbólico, porque es en sí mismo un acto de reconocimiento. Reconocer que hubo conflicto armado, asumir que causó daños, aceptar que hubo víctimas, resaltar las resistencias, indagar por sus causas y factores explicativos, todo ello es necesario para asumir el imperativo moral de la reparación y la no repetición.
El museo de la memoria es un acto de reconocimiento, es una afirmación de que el conflicto armado es parte de nuestro pasado, de uno que sigue presente, un pasado con tal hondura histórica, social y cultural que necesita un lugar diferenciado para conocernos, reconocernos e interpelarnos.
No hay reconocimiento disociado de la visibilidad pública, por eso un museo de la memoria es una declaración política que afirma que esto pasó y que lo asumimos. Que ese símbolo se instale en el centro político del país no pretende negar ni invisibilizar a las regiones más afectadas por el conflicto armado; todo lo contrario, es una asunción de responsabilidad. El conflicto armado es un problema nacional, nos concierne a todos, no es solamente el problema de las regiones, no es la violencia de allá, ni tampoco la violencia de acá (el conflicto armado en las ciudades) la que importa, es que es nuestra violencia.
Un símbolo de reparación
El museo nacional de la memoria es también un símbolo de reparación, una declaración en favor de las víctimas que les comunica que lo que vivieron y padecieron sí pasó, que se les causaron daños que demandan reparación, que su dignidad y la de sus familiares fue pisoteada mediante la estigmatización y la criminalización, por lo cual es necesario restaurar el daño moral. El museo es un lugar simbólico para reconocer que las víctimas eran sujetos de derechos.
Para las víctimas, el museo de la memoria es un lugar simbólico para reivindicar luchas y resistencias que impidieron que su agencia fuera arrasada totalmente por los actores armados, es un escenario de enunciación de voces propositivas, una agencia renovada que se manifiesta mediante la creatividad y la innovación para contribuir a nombrar y a reconstruir lo que el conflicto armado arrasó, porque “para crear es necesario recordar”, o así concebían los antiguos griegos el significado del museo, como lo cuenta Irene Vallejo en El infinito en un junco.
Parte de la reparación demanda esclarecimiento, el derecho a saber por qué pasó, la necesidad de las víctimas de darles sentido a sus tragedias para asumirlas e incorporarlas en sus historias de vida. El trabajo de la memoria a menudo hace parte del trabajo del duelo.
Las víctimas no solo hacen memoria para sí mismas, lo hacen principalmente para y con otros. El encuentro con otras víctimas permite comprender y empoderarse, pero el encuentro con la sociedad permite interpelar y reclamar, ser escuchadas y recibir solidaridad.
El museo nacional de la memoria es tan importante como lugar simbólico de la reparación que incluso la JEP propuso desarrollar en el museo proyectos de sanción restaurativa para los máximos responsables.
La memoria como reparación está presente, lo que pasa es que no tiene el lugar simbólico para escenificarla, para volverla una declaración pública.
Un lugar de encuentro
El museo nacional de la memoria es también un lugar de encuentro de las memorias. No somos una sociedad desmemoriada, las memorias inundan toda nuestra cotidianidad, incluyendo nuestro debate público en el presente. El problema es que son memorias ensimismadas, memorias que no dialogan ni conversan entre sí, pues cada una pierde de vista que la memoria es selectiva y acaba confiriéndose un atributo totalizante que no da cabida a otras; la memoria de cada cual es apenas un fragmento que no da cuenta de toda la fotografía.
Las memorias ensimismadas inundan nuestras conversaciones en la cotidianidad, incluyendo el debate público y las opiniones informadas. Basta con escuchar la radio, leer la prensa, ver la televisión o seguir las redes sociales para darse cuenta de cuánta memoria permea nuestras opiniones. Siempre que se informa de la paz total, el pasado aparece en escena. Con bastante frecuencia se afirma que volvimos a los niveles de violencia de antes, que repetimos los errores de los procesos de paz anteriores, que el Estado ha perdido el control territorial que había logrado. Pero son memorias ensimismadas porque unos solo hablan de los incumplimientos de las guerrillas, pero ignoran o minimizan la violencia de los grupos neoparamilitares, mientras que otros hacen lo opuesto.
El museo nacional de la memoria es un lugar simbólico para el encuentro de todas las memorias, para superar el ensimismamiento de unas y otras, porque cuando las memorias pueden encontrarse y empiezan a dialogar no vuelven a ser las mismas, algo cambia cuando se escucha al otro así sus memorias sean contrarias a las mías. Uno siempre recuerda con otros, por eso el encuentro de las memorias altera las perspectivas y las amplía.
Un espacio para el debate
El museo nacional de la memoria es necesario, además, para promover y alentar el debate, sobre todo en un presente en el que habita el pasado de manera manifiesta. Hablamos de paz total, y no tenemos un museo nacional de la memoria; hablamos de la implementación de un acuerdo de paz, y no tenemos un museo nacional de la memoria. Hablamos del pasado todos los días, y no tenemos un museo para ponerlo en escena y ampliar el alcance de nuestras conversaciones.
Las memorias inventan lugares para crear y recrear sus conversaciones, pero hacerlo en un lugar público con el poder simbólico de un museo nacional de la memoria ofrece posibilidades y alcances únicos, sobre todo con tantas memorias que se están produciendo en el presente con la implementación de mecanismos judiciales y extrajudiciales de la justicia transicional; piénsese en las sentencias que están produciendo los tribunales de Justicia y Paz; los autos, las resoluciones y las audiencias de reconocimiento de la JEP; los informes públicos de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la memoria humanitaria de la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas; y la memoria que se produce por parte de la institucionalidad de la Ley de Víctimas (Unidad de Víctimas, Unidad de Restitución de Tierras y Centro Nacional de Memoria Histórica).
En Colombia, el problema no es la carencia de canales institucionales, sino la producción de muchas verdades fragmentadas y desarticuladas, porque no hay un lugar público del peso simbólico que puede tener un museo nacional de la memoria para juntar todos los fragmentos en un debate cohesionador que nos permita ver todo el bosque y no una parte de este. Hay verdades que pueden ser complementarias, pero no hay debate público para integrarlas y reconocer lo que nos están revelando; por ejemplo, cómo se complementan las verdades judiciales de la JEP con la verdad histórica de la Comisión de la Verdad. Pero también hay verdades contradictorias que habrá que debatir; piénsese en aquellas que están contando los exguerrilleros de las FARC-EP que se acogieron a la Ley de Justicia y Paz y las que narran los que se sometieron a la JEP.
Necesitamos, en suma, un museo que nos permita reconocer, reparar, dialogar e integrar. La obra es un lugar físico con relevancia simbólica, así que su abandono representa el silenciamiento de muchas memorias, el incumplimiento del deber de memoria del Estado y la negación del derecho a la memoria de las víctimas y la sociedad.
* Andrés Suárez es sociólogo y magister en estudios políticos de la Universidad Nacional de Colombia. Fue asesor e investigador del Centro Nacional de Memoria Histórica, coordinador del Observatorio de Memoria y Conflicto, gerente del Museo de Bogotá y asesor de la Jurisdicción Especial para la Paz. Correo: fsuarezan@unal.edu.co
Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de Hacemos Memoria ni de la Universidad de Antioquia.