Blas Cárdenas, Henry Mosquera y Ányeli Tello lideran la Asociación Amigos de la Fauna y la Flora, en Santa Cecilia, un corregimiento de Pueblo Rico, Risaralda. Desde hace catorce años trabajan por el medioambiente de su región, que históricamente ha sido foco de traficantes ilegales de especies de fauna. Hoy tienen como propósito cuidar a una pequeña rana endémica de la zona.
Por Mateo Yepes Serna
Foto: Alonso Quevedo Gil
En Santa Cecilia los días transcurren así: sol, lluvia y neblina, en ese orden. Para llegar desde Pereira, la ciudad más cercana, hay que recorrer unos cien kilómetros por una vía zigzagueante y con taludes que amenazan con venirse abajo como consecuencia de las lluvias. Santa Cecilia es un corregimiento de Pueblo Rico, Risaralda. Es el último centro poblado en la carretera que conecta a Pereira y Quibdó; en adelante, ese camino se adentra en la espesa selva chocoana. Comienza allí el llamado Chocó biogeográfico: siete departamentos que comparten la riqueza natural y cultural del Pacífico colombiano.
Santa Cecilia siempre está vigilada por imponentes montañas que se levantan hasta los 4200 msnm y que conforman el Parque Nacional Tatamá, en donde está la reserva del Alto Amurrupá. Su casco urbano, de apenas cuatro calles, está justo dentro del cañón del río San Juan.
Dentro del Tatamá, de acuerdo con Parques Nacionales, hay un páramo virgen que convierte esa zona en una de las mejores conservadas de Risaralda y del país. Por eso Santa Cecilia es ahora destino de investigadores, docentes y estudiantes de universidades que, junto con la comunidad, trabajan en la conservación del territorio.
En el 2014 la Corporación Autónoma Regional de Risaralda (Carder), en alianza con el Instituto de Investigaciones del Pacífico (IIAP) y la Corporación Universitaria de Santa Rosa de Cabal (Unisarc), llegó a Santa Cecilia para ejecutar un plan de manejo de los recursos naturales.
Tatiana Martínez, directora de la Carder entre 2020 y 2021, explicó que en la elaboración de ese plan de recursos querían aprovechar el conocimiento ancestral de las comunidades, hacer un acompañamiento que encaminara a la región hacia el desarrollo sostenible y que las normas que se establecieran desde la corporación estuvieran en armonía con las costumbres y los saberes de los habitantes. Para ello encontraron un aliado en Santa Cecilia: la Asociación Amigos de la Fauna y la Flora, Asoafa, un colectivo que desde el 2008 defiende el medioambiente y sirve como mediador para ejecutar los proyectos ambientales.
Ányeli Tello, la presidenta de Asoafa, me dio la bienvenida en Santa Cecilia. Su colectivo comunitario nació gracias a una investigación e inventario forestal que reconoció la presencia de nuevas especies de flora y fauna en el Alto Amurrupá. En el inventario forestal se contabilizaron 19 especies de anfibios, entre ranas, sapos y salamandras; 31 especies de serpientes, 8 venenosas y 23 inofensivas para el ser humano; y 6 tipos de murciélagos, entre insectívoros, vampiros y nectarívoros.
Caminé por la carretera principal, y sentados en una mesa en el antejardín de una casa, vi a los demás miembros de Asoafa, todos con sus chalecos, que en el pecho llevan el logo de la asociación. Henry Mosquera Gracia, dueño de la casa, tomó la palabra. Él y Blas Antonio Cárdenas son los únicos cofundadores de Asoafa que aún continúan en la asociación.
—¿Qué tiene de especial Santa Cecilia? —pregunté.
—Santa Cecilia tiene un potencial que mucha gente no entiende. Este corregimiento está virgen en el tema de investigación; a pesar de que se han hecho convenios, no se conoce el potencial de la zona —respondió Blas.
Entendí de esta conversación que en Asoafa trabajan con las uñas. A pesar de que llevan catorce años trabajando por Santa Cecilia, y de tener vínculos con la Carder, la Unisarc y el IIAP, los miembros de la asociación son enfáticos en que no tienen suficientes equipos, botas, chalecos, cámaras ni binoculares, que son esenciales para su trabajo en el campo.
A las voces de Ányeli, Blas y Henry, y a los ruidos de los camiones, buses y chochos se sumó un aguacero que llegó casi a las cinco y media de la tarde, justo cuando Blas empezó a hablar del conflicto armado en Santa Cecilia.
Yolanda Maturana, lideresa asesinada
El 17 de marzo del 2000, el frente Aurelio Rodríguez de las FARC se tomó el casco urbano de Santa Cecilia. Hubo dos muertos. Los habitantes recuerdan ese momento con horror. Además de la toma, la guerrilla también atacó el convoy de apoyo que llegaba de Pueblo Rico, Apía y La Virginia, Risaralda.
El corregimiento vivió al menos tres años de zozobra a causa del conflicto. “No queremos vivir otra vez el conflicto. Eso no deja evolucionar a un pueblo. Si con lo que pasó no hemos podido avanzar, si vuelve a suceder sería catastrófico. Lo que hemos hecho con la asociación quedaría en el olvido”, dijo Ányeli.
La historia de María Yolanda Maturana es también un episodio de los tristes que se recuerdan en Santa Cecilia. El 1 de febrero del 2018, un hombre entró a la casa de maderas blancas donde vivía María Yolanda, y la asesinó.
Ella fue una de las que fundó Asoafa años atrás, junto con Henry, Blas y otras personas. María Yolanda participó desde el principio en las actividades, se capacitó y dio comida y techo a los investigadores que llegaban al corregimiento a trabajar. Ella, Blas y Henry eran los representantes de Asoafa en su territorio.
En Santa Cecilia y en Asoafa poco se habla de María Yolanda y su asesinato. La extrañan, eso sí, y piden que esos hechos violentos nunca se repitan. “Yolanda era incansable. Era muy pilosa. Nos dolió mucho esa situación, no sabíamos la problemática que tenía ella. De un momento a otro fue asesinada. Nosotros solo pedimos que no se repitan esos crímenes contra los líderes sociales”, dijo Henry cuando le pregunté por Yolanda.
De selva para adentro
Los fines de semana es cuando más trabajan en Asoafa; caminando la selva por senderos ecológicos especiales para el avistamiento de aves, y haciendo jornadas de conservación. Entre semana, Henry trabaja en Invías, Blas en unas parcelas y Ányeli tiene compromisos académicos y laborales en el centro de salud. Ese domingo, Henry estaba listo desde temprano en la puerta de su casa.
El río San Juan traza los límites del corregimiento y lo atraviesa de principio a fin por el costado sur; su caudal es tan poderoso que el sonido que hace se asemeja al de las peores tormentas. Gracias a él en Santa Cecilia nunca se siente el silencio. Llevábamos unos cinco minutos caminando cuando Henry se detuvo, aguzó su oído y miró a un costado: vio una oropéndola, un ave típica de la región.
El sendero continúa por la montaña y bordea gran parte de la orilla del San Juan, que cambia de color con su recorrido. Henry contaba de su vida: nació en Bagadó, Chocó, y por culpa del conflicto armado tuvo que desplazarse hasta Santa Cecilia en 1998, en búsqueda de paz.
Nos detuvimos. Henry escuchó algo. Miró para los lados, identificó qué había alrededor y por fin vio lo que buscaba. Esta vez no fue la oropéndola, sino en la corteza de un árbol, una rana arlequín, la Oophaga histriónica, una rana multicolor que es endémica de Santa Cecilia y es de las más solicitadas en el mercado ilegal internacional. Recordé a Blas, que me dijo que antes de pertenecer a la asociación, entre 1980 y 1996, traficó con mamíferos y anfibios.
Últimamente las alianzas entre la Carder, Unisarc, IIAP y Wildlife Conservation Society han tenido como meta generar conciencia en los habitantes de Santa Cecilia, para que, en vez de vender las ranas en el mercado ilegal, las conserven en su hábitat y las conviertan en un símbolo del lugar. La rana arlequín está en peligro crítico de extinción.
Luz Elena Muñoz, investigadora de la Facultad de Ciencias Básicas de Unisarc, explica que con lo que les pagaban a los habitantes de Santa Cecilia por las ranas les alcanzaba para comprar la comida de días, por lo que cambiarles el chip fue un desafío para las organizaciones y las universidades que se lo propusieron; lo han logrado con investigación, trabajo hombro a hombro y proponiendo la alternativa del turismo responsable, como el avistamiento de aves y especies vivas en su entorno natural.
Si algo han hecho bien las entidades que apoyan a Asoafa en Santa Cecilia es convencer a sus integrantes, y por extensión a muchos habitantes del corregimiento, de que trabajen por su tierra y por sus especies. Ideas hay muchas, voluntades también. El nombre de Asoafa tiene su razón de ser y aún tiene mucho por dar, sobre todo para impulsar a Santa Cecilia como un destino turístico, protector de la biodiversidad, y para borrar del todo ese estigma de ser centro del conflicto, que aún pesa sobre su nombre.
La versión extendida de esta historia puede leerse en el libro Defender la vida, publicado por Hacemos Memoria y el Programa Somos Defensores. Descargue el e-book, aquí.