Apenas Mela llegó a la casa de San Joaquín, su nuevo marido se perdió a “trabajar” en lo que sabía hacer; la dejó con poco dinero, embarazada y con seis muchachitos a su cargo.
Julián Andrés Montoya Palacio*
Foto: archivo particular
Uno
A ver negrito, antes de contarle todas esas cosas que viví con la guerrilla cuando era juez allá en Ituango, yo creo que debería empezar por la historia desde antes de que yo naciera.
Imagínese pues que mi mamá era la menor de muchos de hermanos. Ella nació en 1921 en el municipio de La Unión, en una finca en la mitad de la vereda El Guarango, a nueve kilómetros del parque de La Unión. Hoy día ese pueblito queda como a hora y media de Medellín, pero en esa época, de lo complicado y lejos que era el camino, había gente que moría por allá sin ir nunca a la capital del departamento. María Hermelina Botero Restrepo le pusieron mis abuelos; nunca supe por qué, teniendo un nombre tan lindo como María, todo el mundo le decía Hermelina, y los que le tenían confianza, que eran pocos, estaban autorizados a decirle Mela.
Antes de que se montara Rojas Pinilla a la presidencia de la república, la mujer no tenía derecho al voto y menos a estudiar. Enorme problema para Mela, porque ella quería ser médica; doble inconveniente porque imagínese uno en un pueblito bien lejos de todo, donde a duras penas había primaria en las escuelas, y eso que mal enseñada, ahora pa’ que esa muchachita saliera con que quería estudiar medicina. El caso es que molestó tanto con su idea que se ganó una beca para instruirse en la escuela normal de señoritas en la capital del país, Santafé de Bogotá. Ella nunca nos contó mucho de ese viaje, pero creería yo que no fue muy ameno que digamos, porque uno pequeño, sin plata, bien montañero y tener que irse lejos de la casa. Eso no es como ahora que uno para contactarse con la gente hace una videollamada; en esa época, si mucho, uno podía mandar una carta al mes y contar con suerte para que llegara.
Hermelina tenía dos hermanas mayores que andaban con ella pa’ arriba y pa’ abajo: Herminia y Aurita; las tres eran conocidas como las tías, porque ya tenían sobrinos antes de que nacieran. Las tres eran muy inteligentes, pero como mi mamá era la que mostraba más capacidades para el estudio, ellas dos se pusieron de acuerdo para apoyar a la niña. Su primer acto para confirmar la decisión de apoyarla fue vender una vaquita que tenían entre las dos mayores para enviar con esa plata a
Mela, a sus escasos once años, a la capital del país con Próspero, uno de sus hermanos mayores. El plan era entregar la niña a una de sus primas que se llamaba Sara Botero, con el compromiso de que cuando terminara sus estudios y fuera toda una profesional, volviera para ayudarles a ellas.
Entonces las tías se quedaron trabajando arduamente para poder mandarle alguito de dinero al mes y que así pudiera comprar las cositas de aseo. No fue sino que Mela llegara a la escuela de señoritas para que la directora le dijera:
— Vea niña, yo le voy a ser muy sincera para que no tengamos problemas. Yo sé que usted quiere ser médica, pero váyase bajando de la nube de una vez porque en un país como este donde mandan los hombres nunca va a llegar a serlo; eso sí, le puedo decir: si a usted le va bien aquí, se esfuerza más de lo necesario y demuestra que tiene las capacidades, yo le puedo ayudar a llegar a ser directora de escuela, que es el cargo más grande al que una mujer puede aspirar.
Contaba mi mamá que ese fue uno de los golpes más duros que tuvo en la vida, que solo por el hecho de ser mujer le cortaran las alas, pero que lo vio como una oportunidad y pensó: “si yo no puedo ser médica, entonces voy a ser la mejor maestra que ha tenido este país”. Mucha agua pasó debajo del puente, muchas necesidades, trabajos y situaciones complicadas sucedieron mientras ella estudiaba, pero de alguna manera logró graduarse.
Apenas recibió el título le tocó tomar una decisión que marcaría toda su vida: la misma directora que años atrás le había dicho que no podía ser médica se le acercó y le dijo:
— Mela, le tengo dos propuestas, pero solo puede elegir una: la primera, es que se vaya conmigo como asistente para Estados Unidos. Allá la sociedad está más avanzada y yo le ayudo para que estudie medicina; yo sé que usted es muy buena y lo puede lograr; la segunda, es que la puedo nombrar profesora en La Unión, el pueblito de donde usted viene. Ahí le dejo ese problema; tiene hasta mañana para decidir.
Mi mamá no necesitó todo ese tiempo. Inmediatamente, con lágrimas en los ojos, le respondió:
— Yo no tengo nada que elegir, mándeme pa’ La Unión, porque si yo me voy con usted, por allá lejos, ¿qué va a ser de mis hermanas?
Así fue, se regresó a vivir a la casa de sus papás, donde había nacido ella y todos sus hermanos. Así pues, la última función en Colombia de la directora de la Escuela Normal de Señoritas de Santafé de Bogotá había sido nombrarla profesora de la escuela rural de El Guarango, lo cual era muy cómodo para mi mamá porque se podía ir caminando desde La casa grande, como se llamaba la finca de los abuelos.
Mucho se cuenta de esa etapa de maestra. El caso es que fue tan buena, que al cabo de cinco años la nombraron directora de la escuelita principal del pueblo. Ahí aprovechó y, en conjunto con sus hermanas, esas que años atrás le habían dado la mano para estudiar, compraron una casa en toda una esquina del parque. Por esa época, según se lee en sus pasaportes, las tías viajaron por Venezuela y Ecuador, cosa que para tres mujeres solas en la Colombia de los años 40 era toda una proeza. La verdad es que ninguna de las tres me contó mucho de esas experiencias, de pronto porque cuando pregunté tenían la memoria tan gastada que no guardaban ya retentiva de esos tiempos.
Fueron varios los años que Mela ejerció como directora. En esa época, Herminia empezó a desmejorar en su estado de salud, le daban mareos, dolores de cabeza, se le dormían los pies y tenía fuertes ataques de pánico algunos días, por lo cual consultaron al médico del pueblo.
Ese doctor, un tipo serio y malencarado, según cuenta mi mamá, le dijo:
— Vea señora, su hermana está sufriendo de la circulación. Eso no se cura; de pronto la podemos controlar con alguna medicina y uno que otro té de yerbas, pero eso sí le quiero advertir, se va a tener que ir a vivir a un sitio más cálido porque este frio de La Unión la está matando. Si usted quiere que le dure unos añitos, es mejor que se vayan de aquí.
Mela, muy preocupada, empezó a gestionar una posible solución a lo que le había dicho el médico, contando con la suerte de que el director departamental de educación tenía mucha afinidad con ella, por lo que pudo gestionar un traslado para una escuelita en el barrio Belén Altavista de Medellín. Le bajaron de cargo, porque de ser directora iba a pasar a ser profesora de nuevo, pero no fue un asunto que generara mucho inconveniente porque la salud Herminia era más importante. El problema, en este caso, era encontrar un sitio donde vivir; sin embargo, gracias a sus hermanos Saúl y Bartolo, que se habían dedicado al campo con una inteligencia increíble para hacer negocios y generar dinero, habían visto unos lotes en San Javier, un sector campestre de la ciudad del que se hablaba mucho por esa época. La idea era vender la casa del pueblo, comprar el lote y construir una casita, asunto que tampoco tuvo mucha demora gracias a la capacidad de relacionamiento de Herminia, que se demoró más en ofrecer la propiedad a sus conocidos que en que se la compraran.
Mis padres
No había pasado mucho tiempo de estar viviendo en Medellín cuando Mela por cosas del destino conoció a Carlos Alberto Palacio, un tipo moreno, con una nariz más bien prominente, de contextura gruesa, por no decir que obeso, y alto para la época; según mi mamá, él era un tipo muy bien parecido. Yo, siendo un poco más objetiva, diría que Alberto era feo. Este señor comerciaba entre pueblos diferentes tipos de mercancía: ropa, elementos de cocina, chucherías, cosméticos, electrodomésticos, tanto nuevos como de segunda; en todo caso, cualquier cosa que la pudiera comprar muy barata y venderla a mejor precio. El hombre era viudo y tras la muerte de su esposa había quedado a cargo de seis criaturas: el menor no alcanzaba el año en ese momento.
Decía mi mamá, no sé si será del todo cierto, que a ella no le gustaba mucho la idea de salir con Alberto, pero apenas él la llevó a la casa donde vivía en el barrio San Joaquín y vio en las condiciones tan horribles en las que estaban viviendo esos huérfanos de madre, tomó la decisión de ayudarle a criarlos. Entonces imagínese, cuando medio le estaba sonriendo la vida a mi mamá, económicamente hablando, le apareció este señor con seis bendiciones y quedó embarazada de su primer hijo; si hacemos cuentas, no debió haber sido mucho tiempo después de conocerse con mi padre, porque el menor de la primera camada no tenía todavía un año cuando se fue a vivir a la casa de Alberto.
Alberto, machista, como la sociedad lo ha sido históricamente, no permitió que mi mamá siguiera trabajando porque en palabras de él: “la esposa de un Palacio no puede trabajar”. Dicen por ahí que la familia de él era de Santa Rosa de Osos y tenían mucha plata, por lo que le prometió a Mela que la iba a tener como una reina, cosa que nunca sucedió.
Apenas Mela llegó a la casa de San Joaquín, su nuevo marido se perdió a “trabajar” en lo que sabía hacer; la dejó con poco dinero, embarazada y con seis muchachitos a su cargo. Como Saúl y Bartolo no habían estado de acuerdo con el matrimonio de mi mamá, le habían quitado toda ayuda, prohibido a las tías que le colaboraran y negado rotundamente su regreso a San Javier; de alguna manera ellos pensaban que con ese bloqueo económico la iban a hacer recapacitar.
Pasaron pocos meses cuando Herminia se dio cuenta de que su hermanita estaba aguantando hambre, así que decidió unilateralmente ayudarle sin que sus hermanos se enteraran; lo que hacía era un poco complicado, pero se iba a arriesgar para que Mela no sucumbiera al hambre y a la pobreza. En la mañana salía a ordeñar una de las vacas que tenían en el barrio, junto con unas papitas, frijoles y demás revuelto que sacaba de la despensa. Se iba todos los días en un bus de La Loma, que pasaba por la avenida San Juan; ese bus iba desde un barrio más arriba de San Javier hasta el centro de la ciudad, pasando cerca a San Joaquín, entonces quedaban en que Mela la esperaba en la vía para ella poderle pasar las cosas por la ventana del carro y no tener que bajarse, porque no tenía más plata para pasajes.
Después de toda esta operación, Herminia continuaba con su viaje en bus hasta que diera toda la vuelta y la volviera a dejar en la casa, empresa que repetía todos los días sin falta. El inconveniente es que Aurita no demoró mucho en darse cuenta y fue a contarle a sus hermanos, quienes en vez de tomárselo mal hablaron con Mela para que volviera, y así fue como construyeron el segundo piso en la casa de las tías, donde se fue a vivir toda esa muchachada con su nueva madre adoptiva. Mientras tanto, Herminia y Aurita se quedaron en el primer piso como equipo de apoyo a esa magna labor.
Ya en la casa de San Javier nació Carlos y después nació Juan; se llevaban un año casi exactamente. También apareció Lila, que entre ella y Juan se llevaban un año larguito.
En ese momento, Mela empezó a penar un poco por su situación económica pues, como era de esperarse, Alberto se iba mucho tiempo a “comercializar” su mercancía y lo que traía no era suficiente para mantener a tal batallón; entonces, como era una creyente acérrima de la religión católica, fue a hablar con el sacerdote del barrio y le dijo:
— Padre, estoy criando a seis muchachos que son hijos de mi marido, la mamá se murió en el parto del último y yo ya tengo otros tres niños desde que estoy casada. Tengo que responder por nueve bocas juveniles, más dos hermanas que me ayudan con la crianza de toda esa muchachada. Mi esposo viene pocas veces al año solamente a hacer las debidas correcciones en el hogar y yo no alcanzo a tener los recursos completos para que vivamos de forma digna. Estoy pensando en planificar con la píldora para no tener más familia y así concentrar mis esfuerzos en los que ya hacen parte de mi hogar.
Dicen mis tías que el sacerdote la sacó corriendo de la iglesia, mejor dicho, ni que le hubiera mentado la madre, le gritó que si se le ocurría planificar la iba a excomulgar, que Dios proveería en caso tal de que tuviera más familia.
Como Mela tenía sangre de tipo O negativo, para la época se complicaban los partos debido a que necesitaba gran cantidad de transfusiones sanguíneas para resistir el nacimiento de los hijos; también esto complicaba la gestación, por la gran cantidad de inconvenientes de salud que sufría durante esos tediosos nueve meses. El caso es que en una visita de mi padre una vez más volvió a quedar en embarazo, pero esta vez era distinto porque a diferencia de los tres anteriores este la tumbó a la cama, mejor dicho, el nacimiento de ese bebé y el que ella quedara viva iba a ser todo un milagro. Para ese momento, en sus oraciones mi mamá le prometió a San Blas que si la salvaba a ella y a su futuro retoño le pondría como primer nombre Blas si salía niño o Blasina si era niña. Contra todo pronóstico superó el embarazo y nací yo y efectivamente mi madre cumplió su promesa y de ahí viene mi poco agraciado nombre Blasina. Después de mí, nacieron Bayron y Germán, pensaría que ya no se veía mucho mi madre con mi padre, porque Germán siempre se llevaba como seis años conmigo. También, como era de esperarse, apenas nació el último hijo, no se volvió a saber casi nada de Alberto.
[…]
Este fragmento hace parte de uno de los tres textos finalistas del 39 Premio Nacional de Literatura Universidad de Antioquia en la modalidad testimonio. Fue publicado originalmente en la separata N° 302 de la Agenda Cultural Alma Mater.
*Julián Andrés Montoya Palacio. Soy creador de contenido, fotógrafo y escritor de la ciudad de Rionegro. Con más de cuatro años de experiencia realizando proyectos como independiente para la producción de material de calidad con especial enfoque en la creación de memoria gráfica por medio de las artes visuales, específicamente orientado en la fotografía de naturaleza, cambio climático y la adaptación de la fauna a la urbe. En cuanto a la escritura, he tenido la oportunidad de publicar en varias re- vistas como: El colectivo y Nave de los necios, como también estuve entre los finalistas del concurso de cuento de EPM del 2019. Aparte de lo anterior cuento con un espacio en Medium y mi página web personal donde publico contenido escrito semanal.