Dioselina Pérez y Sandalio Escalante siembran café desde hace más de 30 años.  Ambos apuestan por una finca sin cultivos de uso ilícito y con alimentos libres de agrotóxicos. Han ganado premios nacionales por la calidad de su café y sus hijos continúan el legado.

 

Por: Ángela Martin Laiton – Pacificultor

Arriba de la montaña, en la vereda San Vicente, está mi casa. Para llegar hay que venir en mula cuesta arriba durante cuatro horas. El primer tramo del camino está lleno de fincas, a medida que la mula va subiendo la montaña, las fincas se van reduciendo y el bosque se hace más espeso. También el clima cambia, ya no hace el calor denso que inunda todo en Sardinata, aquí ya hay que usar saco y ver la niebla que cae en las mañanas y la tarde. El camino está bordeado por los ríos que nacen en la montaña, el agua se ve de un verde esmeralda brillante que ilumina la selva que la rodea, las piedras son blancas y espejadas. Cuando la mula cruza por el río, se ve el reflejo claro de quienes lo cruzan. En este camino no hay pierde, está lleno de heliconias rojas y salvajes a la espera de colibríes que las polinicen. Árboles primigenios que se abrazan a la tierra dan sombra por doquier.

Mi nombre es Dioselina Pérez Rodríguez, nací y me crié en la vereda San Vicente del corregimiento de Las Mercedes, aquí nacimos todos. Desde el patio de mi casa, a través del jardín florido, se ve todo el territorio, el mismo que habitaron mis ancestros. Mi mamá llegó aquí con su familia huyendo de la violencia bipartidista, con el tiempo la nona se quedó viuda y le tocó enfrentar la vida con sus siete hijas. Mi papá, que era de Villa Caro, por allá de Bucarasica, se vino a vivir por aquí porque algunos familiares lo convidaron. Aquí se enamoró de mi mamá, ellos duraron nueve años siendo novios, mi papá se iba dos o tres años por allá y mi mamá aquí esperándolo, imagínese, igualito a los noviazgos de hoy que llevan ocho días que no se ven y ya tienen cachos.

Después se compraron una finca y ahí nos criaron, yo digo que fue muy linda la infancia mía. Somos nueve, nosotros vivíamos bien con mi papá, él era un hombre recio, sí, pero yo digo que en la familia ahora se alcahuetea mucho. Luego, todos nos fuimos casando y casando hasta que dejamos a los viejos solos. Yo me casé vieja, a los 24 años. Con Sandalio, mi esposo, nos compramos una primera finquita y ahí tuvimos la familia, después compramos este otro pedazo de aquí, o sea que ya tenemos 29 años de estar viviendo aquí. Llevamos 41 años de casados.

Durante mi niñez, aprendí todo sobre cómo mantener una casa de campo, nos tocaba a todas ordeñar vacas, cocinar, lavar, ir a coger café, ir a llevar almuerzo a los obreros (en ese tiempo se hacía puntal, o sea que el almuerzo era como a las diez de la mañana y a la una o dos de la tarde había que llevar el puntal, o sea, otra comida). En esta familia hemos sacado los cuatro hijos adelante: Javier, Elías y las dos mellizas, Matilde y Ana Ilse. En esta finca hemos comido, hemos bebido y no hemos tenido necesidad de sembrar esos cultivos, hemos vivido del café, pero sembramos todo lo que necesitamos para el consumo, lo único que se compra aquí es el arroz, el jabón y la sal, lo demás se saca de acá. Hemos sembrado caña, tenemos ganadito y de ahí se sacan la leche y los quesitos, sembramos frijol, maíz, apio, arracacha, yuca, lo que uno siembre aquí se da, el cacao también se da, las gallinas, los piscos, a veces conseguimos un cerdo y ahí vamos manteniendo. Todos nuestros hijos tienen fincas de café y ganadito.

La estufa de mi cocina funciona a leña, pero también tenemos un biodigestor con el que aprovechamos los desechos de los animales. Al lado está la huerta de la que sacamos mucho del pancoger, tengo sembradas varias hortalizas, plantas aromáticas, maíz y caña. Dedico gran parte del día a mantener las plantas bien sin usar químicos que envenenen la tierra porque para nosotros es obvio que el veneno con el que se siembra después va a la boca del que come.

En 1999 ganamos un premio a la mejor finca cafetera de Norte de Santander, la Federación Nacional de Cafeteros nos llevó a Bogotá a Sandalio y a mí. A él le regalaron una guadaña y unos bultos de abono; a mí me regalaron una vajilla que todavía la tengo, también me dieron una plancha y una licuadora.

Hemos tratado de hacer las cosas distintas toda la vida, yo he buscado oficios y trabajos para ayudar con el sustento y también aportar aquí en la vereda. Aprendí a coser desde muy joven porque ya me gustaba mucho la costura. Cuando las otras muchachas se casaron, mi papá me compró una máquina, pero era sin pedal y yo le decía que quería una máquina de pedal y me decía «usted no es capaz de coser con esa máquina porque eso brega mucho». Después, a los 18 años, fui profesora de la escuela, enseñaba a los niños a leer y a escribir: a sumar y restar, todo lo básico. Los papás me pagaban 50 pesos y ahorré durante esos años. Cuando me casé, tenía 12 mil pesos, con los que compré mi máquina de pedal, en esa perfeccioné la técnica y le cosí todos los pañales y vestidos a mis hijos.

Luego me formé en Tibú como promotora de salud, en ese momento ya estaba criando las niñas, las tenía de nueve meses, les estaba dando seno, imagínese, pero yo le dejaba a él las niñas con tetero y me iba. Nosotras íbamos a Tibú para hacer el curso, durábamos allá ocho días y volvíamos, solo una vez tuve que estar 15 días por fuera. Eran doscientas yo no sé qué horas y lo hicimos en tres años. Después de eso nos dijeron que ya podíamos trabajar como promotoras de salud, ahí el municipio le pagaba a uno. Trabajé como promotora por las veredas para vacunar, hacer censos y a dar charlas y todo, once años trabajé en eso, fue muy bonito, pero también durísimo, echarse uno ese riel a las costillas y ese termo con vacunas por allá por todas las veredas, son como 46 veredas que hay en Las Mercedes, más las veredas de Luis Vero.

 

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Para mí son muchísimos los problemas de la región, pero el problema principal es el de la coca porque de ahí vienen muchas cosas, incluso la guerra. Si la región solo produjera yuca, cacao, plátano, todo eso, las cosas serían diferentes. Hemos tenido un momento de mucha tensión, por ejemplo, cuando miembros de un grupo armado se tomaron la casa de Elías. Esa vez se quedaron varios grupos en fincas, en la escuela y así. A ellos les tocó venirse a dormir aquí, pero no podían dejar eso botado porque allá estaban los animales y había que alimentarlos.

Un jueves se fueron a llevar un torito al pueblo, ellos estaban solos, yo estaba aquí con Matilde y las chinas, esperándolos para el almuerzo, pero no aparecían. Pues a Elías le dio por ir a guardar unos huevos y asomarse a la casa, y yo ya con hambre, empezamos a servir el almuerzo cuando escuchamos unos tiros para el lado de allá y se forma esa plomacera, los aviones que volaban para acá y para allá, usted no se imagina el susto de ese día. Dije, no, ya nos quedamos solas porque le matan el marido a ella y me matan el marido a mí también. Yo fui y me le arrodillé a la virgen, y de fondo sonaban esas bombas, una bomba, otra bomba, Dios mío. Yo le dije: virgencita santa, usted me ha sacado de otras, usted me tiene que sacar de esta. Eran las puras 12 del día cuando se formó eso, yo les decía a ellas: ya no lloren más que ellos van a llegar vivos. Cuando ya como a las dos y media llegó Elías, yo lo abracé y lloré, también llegó Sandalio, y yo los abrazaba. Ellos venían blancos del susto, al ternero lo dejaron por allá botado, se volcaron por el caño arriba y así no estuvieron en esa balacera.

Todo eso me ha hecho pensar que si tuviéramos otra clase de cultivos no estaríamos en esta guerra, podríamos cultivar nuestros alimentos y no andar con ese miedo que da la coca. Este territorio sano es lo único que necesitamos nosotros todos los días, que haya aire puro, que las aguas estén limpias, que la tierra esté sana, porque aquí es donde vivimos y han vivido nuestros antepasados, esto es lo único que le vamos a dejar a nuestros hijos. Tendríamos que cuidar para que la tierra no se canse.

A veces, en las noches, mientras me voy quedando dormida, compongo coplas que envío a la radio del corregimiento, las envío firmando como “La Siempreviva”, porque me gusta pensar en la extensión eterna de mis palabras. Casi todas son para este territorio, esta noche, silenciosa, estrellada desde mi casa digo:

 

Hay muchos interesados

En explotar la región

Acaban con la madera y las minas de carbón

El hombre es el único ser

Que solo piensa en su barriga

No le importa que vengan otros

Llenos de hambre y fatiga

Esto que estoy diciendo

Me parece que es muy cierto

Veremos nuestro planeta

Convertido en un desierto.

 


*Este texto fue publicado originalmente en julio del 2021 en la tercera edición del periódico Pacificultor.