Para la hermana Luz María Gutiérrez los imposibles no existen. Su propósito es construir un Catatumbo medioambientalmente sostenible, con una economía basada en la agricultura orgánica y la soberanía alimentaria.
Por: Ángela Martin Laiton – Pacificultor
Imágenes: Pacificultor
Todos los viernes, a las siete de la mañana, por la emisora La Merced Estéreo se transmite el programa Ecología al día. En este espacio radial la voz de la hermana Luz María Gutiérrez irrumpe como un rayo luminoso en las casas de los campesinos del corregimiento de Las Mercedes en Sardinata. Desde la cabina de locución comparte su caminar por más de 15 años en experiencias agroecológicas y de soberanía alimentaria.
La casa donde viven Luz María y otras religiosas está junto a la iglesia del corregimiento, frente a la plaza central desde la que se dibujan verdes las montañas del Catatumbo. En la casa cural está ubicada la emisora que sintonizan los habitantes del casco urbano y las veredas aledañas. «Ecología al día nació porque cuando yo llegué aquí había paro armado, entonces nadie recogía la basura, necesitábamos un manejo de basuras urgente. El primer día dije: esto se llama Ecología al día y hablamos de las basuras. Tenía la idea de hacer un programa de manejo de basuras con las tres r: reducir, reutilizar y reciclar”, cuenta.
La hermana se viste a diario de botas pantaneras, pantalón y camisa a cuadros, nadie es indiferente ante su presencia fuerte, tiene la voz grave y un sonido especial en cada s de sus palabras. «El hábito lo dejé de usar cuando compré a «Nikita'», dice con una sonrisa de picardía dulce. ‘Nikita’ es la moto en la que se mueve hacia veredas y fincas desde el año 2008.
Una niñez campesina educada por la radio
Luz María nació en Tona, Santander, un pueblo muy pequeño que queda a 38 kilómetros de Bucaramanga. «Subiendo hacia Cúcuta, en el kilómetro 18 hay un desvío y ahí está metido entre dos montañas. Pertenece a todo el páramo de Berlín y toda esa zona de Santurbán. Somos tres hermanos, uno mayor, yo soy la del medio y mi hermana menor, que nació cuando yo entré a la comunidad». Esa parte de Santander es reconocida por ser zona cafetera, recuerda que en la finca de sus padres sembraban yuca, maíz, plátano y una arracacha muy especial que se reconoce en el resto del país, por eso ella dice que “Tona es la tierra de la arracacha”.
Nuestra conversación se da en esa casa pequeña junto a la parroquia. Es domingo y los cantos de la eucaristía a veces no nos permiten escucharnos. «Yo crecí en el campo, mi familia sigue siendo campesina, mi hermano está en la finca que teníamos y mi hermana vive en una casita que hizo mi papá más cerca de la carretera, porque vivíamos muy lejos. Es una zona muy montañosa, con laderas muy pendientes y una tierra muy productiva», dice, mientras sirve un dulce de pepino y melocotón que preparó el día anterior.
La hermana estudió la primaria en la vereda en la que vivía y el bachillerato por radio. «Soy amiga entrañable de la radio y la educación a distancia. Nunca en mi vida me senté en un pupitre, salvo décimo y once, que los hice en Pamplona, pero, después, jamás me senté a escuchar una clase presencial, me parece de lo más aburrido», cuenta mientras ríe.
«El día de colegio de nosotros era una hora por la radio, es que usted es muy joven y no alcanzó a vivir eso. En el principio, Radio Sutatenza era lo mejor, después la fundieron porque la desgracia de este país es así, pero quedó la Radio Difusora Nacional de Colombia, ahí pasaban las clases del bachillerato por radio y en el campo era muy difícil ir al colegio. Escuchábamos la clase una horita, dependiendo del curso en el que uno estuviera la clase salía de 4 a 5 de la mañana. En una hora despachaban las cinco materias y el que entendió, entendió, y si no se jodió», recuerda.
Pasó esos años entre las clases que sintonizaba de madrugada en el radio y el trabajo en la finca familiar. El tiempo que tenía para resolver cuestionarios y hacer lecturas era el de la noche, a la luz de la vela en una vereda sin electricidad.
El encuentro con la palabra
«No quiero mentirle, mi familia no es una familia practicante, de misa los domingos y estas cosas, pero hubo una misión en 1984 en la que fueron las misioneras de La Consolata a la vereda. Estábamos recogiendo una cosecha de café y nos invitaron a unas reuniones», recuerda.
Se reunían en la escuela de la vereda y junto al párroco del lugar organizaron por primera vez la catequesis. Ahí conoció a las Hermanas Dominicas de La Presentación, durante esa experiencia pudo compartir de cerca con el trabajo comunitario que llevaban, particularmente recuerda a la hermana Rosa Orejarena. «Ella es una mujer encantadora. Cuando terminamos el curso, un día me dijo que si yo quería ser religiosa. Yo le dije: no, hermana ustedes con esa mano de trapos que tienen encima, yo no sirvo para eso, a mí lo que me gusta es el campo. Pero en el fondo me quedó sonando esa vaina. ¿Será que sí?, no me veía metida entre ese hábito. Así que al final dije pues sí, la cosa puede funcionar», cuenta. Ahí empezó todo, decidió vincularse a la comunidad y terminar el bachillerato. Se fue a vivir a Pamplona con la congregación y cursó décimo y once presencialmente.
El dolor del Catatumbo en primera persona
«Era enero de 2003 cuando llegué al Catatumbo, nadie me acompañó, llegué a Cúcuta y cogí un carro pirata, cuando uno baja de la Y se siente algo diferente, cambia el paisaje y cambia todo, ahí es el Catatumbo. Cuando llegué a Campo Dos, averigüé dónde era la parroquia. El calor de Campo Dos era una cosa aterradora, el vidrio de la mesa quemaba, no había ventilador que valiera. Era un momento muy difícil en el Catatumbo por la incursión de los paramilitares. Después ocurrió la masacre en La Gabarra, yo le tenía miedo a los muertos y digo le tenía porque creo que ya me curé de espanto. El obispo llamó al párroco para ir a acompañar a la comunidad en esa situación tan dolorosa. Llegamos y una desolación que se cernía, un ambiente de muerte muy pesado, muy grande. No había sol, ni sombra. En medio de ese mundo de dolor de nadie, raspachines que no se sabía de dónde eran, una cosa es contarlo y otra cosa es vivirlo. Era el caos porque había un solo médico para todas esas necropsias. Por allá todos los cadáveres descompuestos, los habían bajado en rastras por el río después dos horas de camino y luego los botaron en el suelo, botaron unos en el cementerio y ahí mismo estaban haciendo necropsias. Cuando subíamos, yo no vi porque estaba manejando, el padre dice: ay, están abriéndole la cabeza a uno, yo aceleré y como un kilómetro arriba frené y di la vuelta. Él se bajó y le dijo a la alcaldesa que cómo iban a hacer eso, esa carnicería ahí, los niños colgados de las rejas viendo todo. Cuando el padre salió y le dije: no puedo más, por favor vámonos. Como a las cinco de la tarde salimos para Tibú, esa noche no podía cerrar los ojos, me fui a la habitación y traté de dormir dejando la luz del baño prendida, pero no pude. Me tocó ir a dormir con una de las hermanas que tenía tres camas más. Me quedé durmiendo tres noches ahí porque no podía. Eso me hizo más sensible para comprender la realidad del Catatumbo, cómo se van entretejiendo el dolor y la muerte, la pugna por la plata, porque aquí es un interés por la plata tremendo, es muy poca la gente que piensa en el desarrollo de las comunidades. Entonces, ese factor dinero nunca generará desarrollo en el Catatumbo, jamás, porque siempre va acompañado de mucho dolor y de mucha muerte», concluye.
La lucha agroecológica: David y Goliat
Así duró Luz María trabajando nueve años con las comunidades de Campo Dos y uno año con las de Tibú, en ese tiempo también estudió la técnica en Agropecuarias en la Universidad Francisco de Paula Santander. Su trabajo consistió en gestionar proyectos para capacitar a los campesinos en agricultura orgánica. En el primero de ellos, recuerda, llegaron 20 familias: «Les dijimos, vamos a hacer un proceso de conciencia, vamos a resistir a la palma y la coca, un proyecto de soberanía alimentaria. Eso fue en el 2005. Empezamos a trabajar con las comunidades de Campo Tres que eran desplazados retornantes», cuenta.
Una vez desmovilizados los paramilitares empezó el proyecto duro de la palma, una amenaza fuerte contra los ecosistemas del bajo Catatumbo. La hermana y su equipo de trabajo decidieron apoyar a la gente para que se resistiera al monocultivo de palma. «Hacer resistencia con tres pesos locos es imposible. Poner una hormiga a pelear con un elefante. Nosotros les ofrecíamos unas cositas para hacer abonos orgánicos y ellos les ofrecían de una vez 60 millones para hacer sus inversiones, nosotros no podemos competir cuando la gente está ávida de plata. Pero logramos que unas 40 familias hicieran resistencia a la palma y trabajaran con agricultura orgánica», recuerda.
Después de pasar seis años en Bucaramanga y terminar el pregrado en Zootecnia, en febrero de 2020 regresó al Catatumbo para trabajar de la mano de la gente. «Estamos trabajando sobre planeación de fincas, cuidado del suelo y del agua, producción de alimentos sanos, elaboración de abonos orgánicos y sistemas agroforestales. Y, bueno, vamos bien, estamos produciendo hortalizas, con la pandemia la gente se dio cuenta de que aquí no había comida, todo lo que se sembraba era monocultivo palmero o coquero y la comida se compraba. Así que empezaron a producir para ellos mismos, alimentarse lo mejor que se puede, alimentar bien a los animales. Estamos potenciando otro tipo de cultivos para tener seguridad y soberanía alimentaria», manifiesta la religiosa.
La hermana Luz María Gutiérrez trabaja por un Catatumbo libre de monocultivos, medioambientalmente sostenible y libre de guerra. «A mí siempre me van a encontrar en botas, sombrero y trabajando», dice.
*Este texto fue publicado originalmente en la segunda edición del periódico Pacificultor en abril del 2021.