A pesar de que se conoce que el número de personas con discapacidad en la región del Catatumbo supera las dos mil, la población encuentra muchos obstáculos para acceder a derechos fundamentales como salud, educación y trabajo.
Por: Ángela Martin Laiton – Pacificultor
Ilustración: Pacificultor
En el kilómetro 77 de la vía Filogringo al Tarra vive Milexy, todos los días soleados está sentada en el patio de su casa al frente de la carretera. La vía destapada es transitada por carros, caballos, buses y personas. En esa zona rural del Catatumbo todos la conocen, saben que es la hija de doña Denix Gelvis, y que es una persona con discapacidad.
Cuando Milexy tenía ocho meses sufrió una fiebre muy alta con convulsiones. «Los médicos no me dieron información clara, solo que la estuviera llevando. Le hicieron unos estudios, se la llevaron a Bogotá y luego nos dijeron que era unas neuronas que se le habían quemado. Quedó con discapacidad cognitiva y de movilidad. La silla de ruedas se la trajo el papá, la pasada se la regaló el gobernador. Todos los días tengo que asearla y darle de comer, tengo que pasearla para un lado y otro, como a ella le gusta; tengo que moverle la silla y la mesa porque a ella le gusta jugar todo el día, escribir o hacer rayas porque casi no puede agarrar el lapicero, juega con plastilina, con el dominó», cuenta Denix, de pie en la sala de su casa, una habitación pequeña con tres bancas rústicas de madera, y una mesa en la que juega Milexy en días lluviosos como el de hoy.
Al fondo suena una película de acción estadounidense, se ven personas huyendo, explosiones, el ambiente desconfiado hace que a veces todas nos quedemos viendo la pantalla sin mirar, incluida Milexy. Un olor a tierra húmeda invade todo, la casa está hecha de tablas envejecidas, tiene el piso sentado, un par de habitaciones más donde duermen Denix, Milexy y sus otras dos hijas.
Denix es madre cabeza de hogar, ninguno de sus hijos recibió el apellido paterno. Milexy es hermana melliza con el único varón de los seis. Salvo las dos menores y Milexy, todos los hijos de Denix ya formaron una familia y viven en la misma zona. «Me levanto todos los días a las cinco, ella ve que me muevo y se despierta. Vivimos con lo que me ayuda la gente y el papá de ella», me dice, mientras toma una silla y se sienta cerca de mí.
Denix tiene los ojos claros y el cabello oscuro, cuando el televisor se calla y pasamos largos minutos en silencio, suena al fondo el canto de al menos tres pollos y las gotas de lluvia contra el techo.
¿Qué pasa con la población con discapacidad en Norte de Santander?
Hablar de este territorio se reduce la mayor parte del tiempo a análisis infinitos de expertos sobre conflicto, narcotráfico y frontera. Sin embargo, las múltiples necesidades de las personas que lo habitan están relacionadas con la ausencia de políticas sociales del Estado, una constante cada vez que se habla de los derechos fundamentales de los catatumberos. Preguntarse entonces por las personas que sufren una discapacidad en el Catatumbo, no solo da luces sobre los propios dramas de la comunidad sino de todo el territorio.
El informe más reciente del Ministerio de Salud sobre discapacidad en Colombia abre sus páginas de forma desconcertante: “Colombia no tiene una cifra exacta de las personas con discapacidad, no obstante, el Censo del DANE de 2005 captó a 2.624.898 (6,3%) personas que refirieron tener alguna discapacidad”. Según el informe de Registro para la Localización y Caracterización de Personas con Discapacidad a 2018, el número rondaba por 1.404.108 personas. Es decir, que dentro de la información precaria que existe a nivel nacional, menos de dos millones de personas han logrado identificarse y caracterizarse.
En el caso de Norte de Santander, según el registro para la localización y caracterización, para 2018 se estimaban 34.243 personas del departamento con alguna discapacidad, es decir, que por cada 100.000 habitantes hay 2.461 personas con discapacidad. Para Jesús Augusto Romero, Alto Consejero para la Discapacidad en Norte de Santander, “las cifras no cuadran cuando uno se acerca a la realidad”, dado que hay varios municipios, sobre todo los del Catatumbo, donde el acercamiento ha sido más lento y difícil.
Romero ha sido Consejero para la Discapacidad desde el año 2012, un abogado cucuteño que soñó con los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, pero que, en 2002, durante una de las prácticas de gimnasia en el Centro de Alto Rendimiento en Bogotá, sufrió un accidente que generó un daño irreparable en la médula espinal. Desde entonces, ha buscado la inclusión social de las personas con discapacidad en ámbitos como la educación, la salud, el trabajo y demás derechos fundamentales.
«Cuando empezamos a trabajar dentro de la Gobernación, iniciamos un proceso en cada una de las secretarías para ir abriendo puertas. Empezar por comprender que no es un tema asistencialista, nada más de entregar sillas de ruedas, bastones, muletas y cosas así, sino un tema de protección de derechos de la población con discapacidad. Exigir que se cumplan los espacios en la educación, en la cultura, en la vinculación laboral, en la inclusión deportiva, en la salud, para que las EPS le cumplan a la población. Pensar en la persona con discapacidad de una manera más integral», afirma Romero.
Desde esa perspectiva, el camino hacia la inclusión ha sido complejo y aunque se ha avanzado en hacer posible el acceso a derechos de la población con discapacidad y en transformar la mirada que tiene la sociedad nortesantandereana de esta, el recorrido todavía es muy largo. El punto de partida fue incluir desde 2012 un ítem especial para la población con discapacidad, así la oficina puede hacer seguimiento a lo que ejecuta cada secretaría en materia de inclusión, pero los recursos del departamento son muy limitados frente a las necesidades que tienen las personas con discapacidad.
«El medio del Catatumbo no es fácil para acceder, aunque hemos intentado implementar la política pública en inclusión dentro de la región, no hemos podido. Casi que lo que hacemos está focalizado en Tibú, en algunas visitas institucionales con el señor gobernador se hicieron registros y acompañamiento en procesos jurídicos e se ha intentando garantizar el espacio en materia de educación», detalla Romero.
Un entramado de historias
En una casa esquinera dentro del municipio de Tibú está improvisada la oficina de la Asociación de Personas con Discapacidad de Tibú (Asodiscat), la sala tuvo que ser adecuada para meter un escritorio grande de madera, un computador, una impresora y otras pocas cosas. El calor tibuyano de la tarde es sofocante, un ventilador pequeño es lo único que lucha contra el sopor de la selva. Detrás del escritorio está sentada la profesora Guillermina Moreno, una tibuyana que ha luchado desde distintas aristas por el Catatumbo. «Nací con focomelia, me falta un miembro inferior derecho, a los 18 años me amputaron la pierna y me adaptaron la prótesis, tengo 30 años de tenerla, para mí ya es normal», dice mientras mira la grabadora de voz en la mesa.
Hace 12 años se vinculó a Asodiscat, una organización con 16 años de historia dentro del Catatumbo, que busca constantemente acompañar a la población con discapacidad de los territorios. «En la Asociación se han hecho varias cosas, a nivel nacional e internacional nos reconocen, estuvimos en un proyecto muy bueno que se llamó Poeta (Proyecto de Oportunidades para el Empleo) y en él nos dieron un salón, nos lo adecuaron con computadores, video beam y demás, e hicimos capacitaciones de formación básica en sistemas para la población con discapacidad», afirma Guillermina, quien es la tesorera de la organización en este momento.
Ante la pregunta por los recursos con los que funciona la Asociación responde: «Nosotros trabajamos con donaciones, funcionamos con lo que la Alcaldía da por sistema general de participaciones para la compra de ayudas técnicas, que es muy poco, son 25 millones de pesos y tenemos como 100 personas que necesitan sillas, entonces toca priorizar. Otro rubro que se ha dado es para la celebración del ‘Día Blanco de la Discapacidad’, cada 3 de diciembre, entonces nosotros hacemos comida, almuerzo, damos el kit de mercado, hacemos integraciones y con el mandato del doctor Alberto Escalante se formaron las olimpiadas de la discapacidad, hacemos lo que podamos entre nosotros. Este año no se pudo hacer por la pandemia».
Luz Marina Villamizar es la presidenta de la Asociación y afirma que la durabilidad del proyecto se ha dado por la estabilidad y seriedad con que sus fundadores y el equipo en general lo han tomado. Sin embargo, siempre han sido una organización con una financiación muy precaria que, aunque cuenta con la base de datos más completa de la población con discapacidad del Catatumbo, no ha logrado la atención completa de las personas en cuestión de derechos fundamentales. El espacio público en Tibú es precario todavía en su desarrollo, la carretera que comunica a la puerta del Catatumbo con Cúcuta está en muy mal estado y lugares como parques, andenes e instituciones no cuentan con rampas ni espacios para la inclusión de la población con discapacidad.
La situación empeora, según cuentan Luz Marina y Guillermina, en materia de acceso a salud, educación y empleo, «realmente los rubros que son destinados parecen una limosna; qué compramos nosotros con 25 millones de pesos, nada más las sillas neurológicas cuestan tres millones de pesos y necesitan baños, ahorita pidieron batería para silla eléctrica y colchonetas, entonces claro tuvimos que bajarle a las sillas para poder dar lo otro, ¿ve? Eso es algo que nos tiene incomodos porque no se cubren realmente las necesidades».
Según Asodiscat, el problema de la población con discapacidad inicia muchas veces dentro de las familias, hay muchos casos de niñas con discapacidad cognitiva abusadas sexualmente, incluso con hijos producto del abuso. Para muchas personas, tener una persona con discapacidad en casa se vuelve tan problemático que estas personas son aisladas por su propia familia. «Lo que hacemos es buscar las personas con discapacidad en todas las zonas del municipio y ayudarles a gestionar sus derechos. Con la gestión que nosotros realizamos, la persona que está abandonada por allá, que no existe para el municipio, a algunas las encierran, las ocultan, nosotros las sacamos, las hacemos visibles. Gestionamos sus necesidades. Nosotros gestionamos el cumplimiento de sus derechos a través de la personería jurídica que tiene la Asociación», afirma Luz Marina.
Sin embargo, ese trabajo ha tenido unas limitaciones muy grandes, la Asociación se quedó hace algunos años sin el espacio con el que contaba para recibir a la población. Una querella jurídica con la familia de una de las fundadoras los dejó sin instalaciones. Dentro de las imposibilidades que enumeran para el acceso efectivo a derechos de las personas con discapacidad están los obstáculos que ponen las EPS para brindar los servicios de salud, la necesidad constante de entutelar para adquirir medicamentos o tratamientos.
En Tibú no se prestan los servicios médicos especializados que necesitan las personas de distintos corregimientos y veredas del Catatumbo por lo que deben dirigirse a Cúcuta casi siempre, pero esa movilidad es cara y a veces las citas médicas no se cumplen por falta de dinero. Además, los niños y niñas con discapacidad no cuentan con espacios de inclusión efectiva dentro de los colegios y los docentes no han sido formados en estrategias pedagógicas para la inclusión. «Lo ideal sería tener un grupo interdisciplinario de profesionales para la atención de ese tipo de casos. Pero como eso no existe entonces el resultado es que tenemos mucha deserción, el niño llega, se matricula y como no se atiende en la forma en la que él debe recibir la atención entonces se retira. Por ejemplo, tuvimos niños sordos y no pudimos porque no llegó el profesional de lengua de señas y se retiraron», me cuenta Guillermina.
«Otra ley por la que se está luchando es por la del cuidador, nosotros apoyamos con 1500 firmas. Hay mamás cuidando niños con discapacidad y no tienen cómo. Hay partes donde se reparten esos subsidios y para los niños con discapacidad la ley dice que debe ser el doble, pero no se los dan. Eso está en trámite. Con la riqueza que hay en el Catatumbo, con tanta extracción que hay de petróleo y con la palma, con lo importante que es Tibú para el Catatumbo y los recursos no llegan», reclama Guillermina.
Gerson Hernández es el fundador y actual fiscal de la Asociación. Nació y creció en el municipio de Tibú y ha empeñado todos sus esfuerzos por trabajar con la población con discapacidad de la zona. «Soy nacido en 1974, mi familia llegó aquí durante el apogeo del petróleo en los años cincuenta, en ese tiempo muchas mamitas no tenían conocimiento de qué era una vacuna y mi discapacidad es a causa de un virus muy conocido en el mundo que es la poleomelitis. Quedé con secuelas en el brazo izquierdo y la pierna izquierda que fue lo que me afectó», narra.
En 2007 logró llegar al Concejo Municipal y desde allí trabajó para crear el rubro presupuestal para las personas con discapacidad. En 2010 se trabajó la política pública para población con discapacidad en Tibú. «No teníamos articulación con la política gubernamental, ni la nacional y esta es la hora que está quieta, sin actualizarse. Aunque existe el Comité Municipal para la Discapacidad, está quieto, no se le ha dado la importancia que necesita.
En el 2009, cuenta Gerson, ganaron una demanda ante la Corte Constitucional que dejó el Auto 006 de 2009, por los derechos de las personas con discapacidad y que, además, son víctimas del conflicto armado. En el 2010 les dieron el Premio Estrella de la Esperanza por la defensa de los derechos humanos de las personas con discapacidad.
Sin embargo, Gerson reconoce que lo que falta es mucho más que lo que se ha conseguido: «Falta que las administraciones de turno le den prioridad a los comités de discapacidad para acceso real a derechos, no que nos tengan de firmones, que por obligación nos reúnen cuatro veces al año y quieren que firmemos listas de asistencia y ya. En las últimas reuniones no hemos asistido, ni firmado, no es posible que en el último año pasamos una solicitud de ayudas técnicas y no nos han tenido en cuenta. Necesitamos que la política pública sea reestructurada a las necesidades actuales de la población con discapacidad del Catatumbo».
Gerson concluye refiriendo otra situación que afecta los derechos de las personas con discapacidad en su región: «La escuela María Auxiliadora se hizo para la atención con niños con discapacidad, se creó como aula de rehabilitación, hoy en día esa sede está sin luz, invadida por personas ajenas, construyeron una casa y se apoderaron de eso, desplazándonos. Ese espacio necesita ser recuperado».
La historia de Milexy es la de miles de personas en el Catatumbo
Después de esa fiebre a los ocho meses, Milexy siguió convulsionando. Con el tiempo han logrado apaciguar las convulsiones con unas pastillas que tiene que tomar todos los días, una en la mañana y otra en la tarde, pero cada cajita cuesta 40 mil pesos en El Tarra. Además, el médico que se las formuló está ubicado en Ocaña, ciudad a la que debe llevar a su hija cada cierto tiempo para que la atiendan.
Para poder llevarla al médico tiene que subirla en un bus que pasa frente a su casa y va hasta El Tarra, ahí debe pasarla a un taxi con la silla para tomar la ruta a Ocaña, además de los costos elevados en el transporte deben enfrentarse a la discriminación que le hacen a Milexy. «Ahí empieza toda la odisea, muchos buses ven que uno lleva a una persona con silla de ruedas y no le paran a uno. Si me ven sola sí, pero cuando la ven nunca paran. Subirnos al transporte es muy complicado, hay muchos ayudantes de los buses que no nos colaboran, me toca a mí como pueda montarme con ella. Una vez que le dije a uno que por favor me ayudara a subirla y me dijo que yo era la mamá que la montara yo. Pero arriba hay un Dios que pa’ abajo mira», cuenta Denix.
En cada viaje Denix gasta al menos 400 mil pesos solo en transporte. «Llevarla al médico realmente es muy caro, de aquí al Tarra son 10 mil por cada una, y del taxi para movernos del Tarra a Ocaña son 50 mil por cada una y como ella está tan pesada tengo que llevarme a mi otra hija para que me ayude, porque yo sola ya no puedo. Hace falta un servicio médico que llegue hasta estos lugares, imagínese cómo sería de bonito eso, en esos viajes sufre uno y ella sufre mucho porque se golpea, ella no se sostiene sentada y la trocha a veces se pone muy fea, tengo que estarla alzando cada rato. Llega uno muy cansado por eso».
Milexy nunca asistió al colegio ni pudo desarrollar habilidades sociales junto a otros niños. «Nosotras nos comunicamos, yo le entiendo lo que me dice, pero las demás personas no la comprenden. Hay palabras que ella no puede pronunciar. Ella nunca pudo asistir al colegio porque no se sintió bien con otros niños, se burlaban de ella. Hace como cuatro años yo trabajaba en el colegio de aquí cerca y la llevaba para allá, pero le pegaban, se burlaban y le hacían muecas. Entonces a ella le daba rabia y se ponía a llorar», cuenta Denix.
Al otro lado de la carretera está el colegio al que se refiere Denix. Milexy cumplió 29 años recientemente. Todos los días ve pasar el tiempo desde ese lindero, mientras su madre busca ayudas para sostener su casa. «La vida con ellos es difícil, le toca a uno ser muy fuerte. Me levanto en la mañana, me baño, la baño, cocino para todas. Tengo que moverla al patio, le gusta es estar afuera rayando y jugando, hoy no, porque está lloviendo».
*Este texto fue publicado originalmente en la segunda edición del periódico Pacificultor, en abril de 2021.