El cierre del sistema político, la inequidad social y el conflicto armado han contribuido a que en Colombia se criminalice a quienes lideran la protesta social y la defensa de los derechos humanos, reveló una investigación realizada por el abogado Leyder Perdomo.

 

Por: Pompilio Peña Montoya

Imagen de portada: el Esmad ingresa a la UdeA. Foto: Flickr KLEPER.

Desde el gobierno del expresidente Álvaro Uribe Vélez, en Colombia se terminó de apuntalar una política de criminalización a líderes y defensores de derechos humanos, la cual generó que cualquier manifestación civil sea considerada hoy como un acto de terrorismo. A esa conclusión llegó el informe Lo absurdo sobre lo obvio: Criminalización histórica al reclamo y defensa de los Derechos Humanos en Antioquia, que será presentado este 14 abril en Medellín en una jornada de lanzamiento de publicaciones de la fundación Comité de Solidaridad con los Presos Políticos.

El informe, realizado por el investigador Leyder Humberto Perdomo, docente de Derecho de la Universidad de Antioquia, retomó datos del Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica, según los cuales Antioquia registró un total de 91.156 agresiones a la población civil entre los años 1958 y 2018, de las que casi el 72 por ciento (65.524) fueron cometidas a partir de 1999, a causa del recrudecimiento del conflicto armado entre los grupos paramilitares, el Estado y las guerrillas.

Este periodo de intensa violencia, observó Leyder Perdomo, configuró un ‘legalismo perverso’ que puso en la palestra del estigma a líderes sociales y defensores de derechos humanos, así como a manifestantes que no vieron otro camino que la movilización para ser escuchados por un Estado que no buscó soluciones por medio del diálogo, sino que estigmatizó los liderazgos haciendo de estos un chivo expiatorio ligado a la subversión.

Hacemos Memoria habló con Leyder Humberto Perdomo, quien explicó que aunque este informe centra su análisis en Antioquia, brinda un panorama de la política y del derecho penal que permite explicar la criminalización de la defensa de derechos humanos a nivel nacional.

 

El informe afirma que “la instrumentalización del derecho penal ha sido claramente dirigida hacia el mantenimiento del orden imperante”. ¿Cómo evolucionó en Colombia este asunto según la investigación?

Hay que comenzar diciendo que en Colombia los sistemas punitivos suelen tener un carácter instrumental. De hecho, los sistemas penales en ningún lugar del mundo están diseñados de manera aséptica como suele creerse. Estos tienen una carga política, de selectividad, que se dirige en contra de determinados sectores, conductas o personas. En Colombia el sistema penal está atravesado por tres realidades importantes: una tiene que ver con las inequidades sociales y económicas, otra con el cierre del sistema político, y la tercera con el conflicto armado.

Considerando esos tres elementos, en el campo de las inequidades uno encuentra que la normatividad penal ha sido dirigida en un sentido selectivo en contra de personas que están en un estado de desventaja social y eso se puede apreciar viendo las estadísticas del Inpec y los delitos por los que hay personas privadas de la libertad, delitos cometidos por personas en situaciones socioeconómicas de desventaja, por hurtos, porte de armas, estupefacientes, personas que venden al menudeo o participan como eslabón en el tráfico de drogas.

En lo que tiene que ver con el cierre del sistema político, es conocido ya por todos que aquí ha habido unos mecanismos, formales e informales, para que al poder político accedan unos actores, mientras se criminaliza la protesta y el reclamo de derechos. Pienso concretamente en el Frente Nacional y el cierre que representó ese pacto entre partidos, pues jugó un papel importantísimo ya que se incrementó la implementación de medidas selectivas del derecho penal en contra del reclamo y defensa de los derechos humanos.

Y el conflicto armado tiene relevancia en este asunto, no porque, como se ha querido hacer ver, las personas que han sido perseguidas o criminalizadas, por ejercer el reclamo a la defensa de derechos, tengan o no relación con el conflicto armado, sino porque, al contrario, se han extendido las tipificaciones jurídico penales de los alzados en armas a defensores y reclamantes. Es decir, se les han adjudicado a los líderes y defensores conductas propias de quienes hacen parte de un grupo armado en contra el Estado. Y esto está muy atravesado por la ideología contenida en la doctrina de seguridad nacional, que entiende que la amenaza insurgente no solo pasa por quienes se alzan en armas, sino también por quienes se organizan para interpelar, impugnar o eventualmente derrocar al gobierno de turno.

Las normas han tenido un uso instrumental que en nuestro informe se relaciona con un ‘legalismo perverso’. El principio de legalidad en un Estado de derecho pretende que todo lo que el Estado puede hacer, o esté facultado para hacer, está expresamente permitido en la ley; y a los particulares les está permitido hacer todo lo que no esté expresamente prohibido en la ley. En Colombia lo que se ha hecho es invertir la fórmula, y ampliar las facultades del Estado, las potestades de sus instancias no judiciales y restringir las libertades. Es por eso que en Colombia se emitieron entre 1958 y el 2018 al menos118 normas que contienen 241 disposiciones que regulan el derecho al reclamo o a la defensa de los derechos humanos. El reclamo es un verbo de la defensa y concretamente se refiere a la movilización, la exigencia y la protesta social en favor de los derechos.

El informe refiere que el derecho penal no es objetivo ni aséptico. ¿Podría ampliar esta idea?

Este es un enfoque que aportó hace ya varias décadas la criminología crítica. Comúnmente el sistema penal suele ser visto en referencia al delincuente: quién delinque, por qué delinque, así como en referencia a las causas del delito y a qué hacer para superar las causas del delito. Pero pocas veces se observa quiénes criminalizan y cómo criminalizan, algo que la criminología crítica sugirió y se hace en este informe. La criminalización es una acción política que está atravesada por intereses, sentidos, proyectos y finalmente selectividades.

Los sistemas penales suelen estar atravesados por consideraciones políticas que obedecen a un sinfín de contextos. A partir de eso, el sistema penal colombiano tiene sus ‘clientes’ entre la población vulnerable, pero también entre la población y grupos que han sido estigmatizados o que son referenciados por los actores del poder estatal como opositores o peligrosos para el poder político que se sostiene, y, en ese sentido, es que se ha demarcado la criminalidad.

Lo anterior se puede notar, por ejemplo, en las personas privadas de la libertad por conductas asociadas a la protesta social. Y es que en Colombia la regulación de la protesta social es excesiva. El código penal y el de policía tienen un montón de normas para referir conductas de la protesta como el lanzamiento de objetos peligrosos, el daño en bien ajeno y la violencia contra servidor público, etc., que son situaciones que suceden en la protesta, pero son consideradas como delitos aparte y a cada una se le asigna una pena. Ahí se evidencia la selectividad y la carga sobre quienes participan en este tipo de manifestaciones.

En el ámbito de la política, el reclamo y la defensa de los derechos humanos han sido blancos predilectos de persecución a través del sistema punitivo. ¿Cuáles son los mayores daños que ha recibido esta población defensora de derechos?

Definitivamente el estigma es uno de los peores daños que causa este tipo de normatividad. Porque las normas no solo tienen una eficacia en términos del efecto material hacia la obediencia o desobediencia, o en el caso de las normas penales en materia de mayor o menor impunidad, si efectivamente se castiga a responsables de conductas tomadas como ilícitas, etc.; sino que también se encuentra el efecto de las causas simbólicas que contienen las normas en un contexto social, de conflicto y de política en el caso colombiano. Esto ha llevado a que, efectivamente, haya un señalamiento así sea mediático o retórico de quienes reclaman o defienden derechos humanos, pues por lo regular son relacionados con grupos alzados en armas. Y partir de eso es muy común escuchar asimilaciones entre la gente del común de que los defensores son agentes del conflicto, cuando esa no ha sido su función o, por lo menos, no ha sido probada en juicio.

Y a partir de allí se derivan otro montón de daños supremamente graves como las agresiones, la persecución, el homicidio, la deslegitimación. Y uno podría decir que este es uno de los factores que afectan y conllevan a la persecución contra líderes sociales en un contexto de posconflicto o de transito de posacuerdo como en el que se supone que estamos.

¿Cuáles son aquellas prácticas de judicialización contra defensores de los derechos que identificó la investigación?

Nuestro estudio tiene una temporalidad que es entre el 2002 y el 2018. La fecha de inicio se escogió por constituir el inicio de los gobiernos del expresidente Álvaro Uribe, que fue un gobierno de estados de excepción y de la instrumentalización del legalismo perverso que ya mencioné, en el que el sistema punitivo se utilizó y se afianzó de nuevo contra defensores y defensoras de los derechos humanos. Y el año de corte, 2018, corresponde al cierre del gobierno del expresidente Juan Manuel Santos, el cual supuso un periodo de esperanza hacia la paz; entre otras cosas el acuerdo de paz contiene medidas para las garantías de los y las lideresas.

Durante esos cuatro periodos de gobierno (dos de Uribe y dos de Santos), unos de guerra intensa y otros de negociación, se encuentran varias prácticas. La primera tiene que ver con la militarización de la justicia. A los jueces y a los fiscales al día de hoy, constitucionalmente a partir de 1991, se les ha guardado su lugar como actores civiles, pero hay una intromisión en el marco de la justicia civil a partir de la designación de oficiales, sobre todo de la Fiscalía, ante unidades militares. Nosotros trabajamos para el informe con dos casos, se pueden encontrar muchos más, uno con una fiscalía destacada ante el comando élite antiterrorista y otra destacada ante la IV Brigada, la Dijín y el CTI. Una y otra fiscalía, por ejemplo, funcionan en la guarnición militar y sus procedimientos judiciales están fundados en información de inteligencia militar o policial, una cosa que está legalmente prohibida. A partir de eso hay definitivamente un sesgo y un sentido de acción demarcado por esa perspectiva de policía civil.

Otra agresión tiene que ver con la estigmatización de personas defensoras y la protesta social, factor que ya mencioné. Aquí vale agregar que la Universidad de Antioquia incluso ha sido escenario de todo tipo de señalamientos en el ámbito judicial, principalmente los y las estudiantes señalados de participar en conductas ilícitas en la protesta social.

Por otra parte, está la inflación de los tipos penales para la protesta social, principalmente el denominado ‘terrorismo’ como una constante en los distintos expedientes en los que suele referirse toda conducta que podría ser socialmente problemática, eventualmente ilícita. El aparato judicial toma estas conductas de protesta como propias del terrorismo, a partir de una consideración bastante amplia y ambigua sobre ese delito que hace referencia a aspectos como la generación de temor y la obstrucción o daños a bienes públicos. Esto, sin dejar de lado el efectivismo de las actuaciones judiciales a partir de testigos de dudosa credibilidad.

En ese contexto, durante el gobierno de Uribe y al día de hoy, se podría decir que la Fiscalía está acudiendo a personas desmovilizadas de grupos armados que claramente están libreteadas en sus supuestos testimonios. Uno puede encontrar un corte y pegue de apartados con errores de ortografía exactos en varios casos, uno puede encontrar señalamientos e inventivas de los supuestos testigos en contra de las personas, uno puede hallar en el caso de la UdeA testimonios de personas que claramente están integradas, así sea informalmente, a agentes de la inteligencia militar. Ahí se puede apreciar el uso instrumental del que hemos hablado; testimonios que fácilmente pueden desvirtuarse.

Retomando el tema del estigma, hay un asunto de selectividad para tener en cuenta, y esta hace referencia a que particularmente los estudiantes universitarios, las organizaciones comunitarias y las organizaciones no gubernamentales, gremiales y artísticas han sido perseguidas y estigmatizadas mediante el sistema punitivo. En la cantidad de casos que nosotros indagamos se puede hablar fácilmente de cien víctimas, pero de una o dos condenas.

¿Qué consecuencias tiene esta criminalización de la protesta en un país que se denomina democrático y pluralista?

Una es el tema del estigma y la ilegitimación del derecho a la protesta. Por otra parte, está el vaciamiento político y social de las protestas. Ahí no suele haber respuestas frente a las demandas de quienes protestan, sino que se desvía el debate hacia la consideración político penal del comportamiento de los manifestantes. Por eso salen categorías como vándalos, que es un calificativo que usan mucho los medios de comunicación y las autoridades.

Por otra parte, la reacción violenta y desproporcionado de la fuerza pública, especialmente de la policía, es el resultado de eso. Los policías son formados bajo el entendido de que aquel que está del otro lado, los manifestantes, son una amenaza para la seguridad de la ciudadanía y para ellos mismos.

En esas condiciones también lo que sucede es que se arraigan prácticas de violencia al interior de las protestas sociales. Cuando uno tiene la posibilidad de entrevistar a personas que participan en ellas, encuentra argumentos en esa dirección. Por eso podemos ver en la universidad, por ejemplo, a personas que se tienen que cubrir el rostro por el riesgo de ser estigmatizadas y perseguidas, y entonces sostienen que utilizan la violencia porque de otra manera no son escuchados. Eso conlleva a una retroalimentación, si se quiere, de las prácticas de violencia dentro de las manifestaciones.

¿Cómo se puede superar esta problemática de la criminalización al ejercicio de reclamo de los derechos humanos?

El desmonte del uso instrumental del derecho penal en contra de defensores de derechos humanos implica un asunto que va más allá del mismo sistema penal. De hecho es una cosa con la que se quiere llamar la atención a través de este informe, y es que la criminalización es una modalidad de agresión contra defensores y defensoras que ha sido olvidada, pero que se corresponde con un asunto mucho más amplio, como las desapariciones forzadas, los asesinatos y las torturas.

Ahora, esas agresiones se corresponden con un problema mucho más estructural que tiene que ver con la democracia colombiana, y es la falta de aceptación, promoción, protección y garantías de mecanismos democráticos, institucionales o sociales para que las personas efectivamente organicen colectividades y agendas con peticiones, y a partir de eso gestionarlas e interactuar con las autoridades y poder adelantar procesos de negociación. Si eso se hiciera, habría un reconocimiento de la labor del defensor o defensora como agente social y democrático, se anularía el estigma y a partir de ello todas las modalidades de criminalización y todas las modalidades de agresión, entre ellas la criminalización injusta. El problema y la solución no pasa por desmontar unas normas o medidas, sino que pasa por desmontar toda una política arraigada, incluso ideologizada y adoctrinada en el interior del Estado.