A los 25 años Analía supo de la participación de su papá, Eduardo Kalinec, en la última dictadura argentina. Mientras la familia cerró filas en torno al padre, ella optó por la desobediencia. Este es su testimonio.
Por: Estudiantes de Periodismo y Memoria*
Foto de portada: archivo particular
En 2005 mi papá quedó preso. ¿Qué pasó?
Había ganado las elecciones Néstor Kirchner con muy, muy bajo porcentaje de votos. Es más, esto es una frase que quedó para la historia: “había más desocupados que votos” cuando asumió la presidencia, pero inició una serie de políticas públicas que materializaron una lucha que venía desde el retorno de la democracia.
Cuando terminó la dictadura, en 1983, acá en Argentina tuvimos el primer gobierno democrático de Raúl Alfonsín, que asumió su mandato presidencial con el compromiso de investigar lo que pasó durante la dictadura y fundó lo que se conoció como la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, que empezó a recibir las primeras denuncias de personas que tenían familiares desaparecidos y evidenció todo un aparato clandestino que funcionó alrededor de esas desapariciones. Con esos primeros testimonios empezó el Juicio de Las Juntas, donde se juzgó a los jerarcas, a los que habían sido presidentes de facto. Pero todavía los sectores militares y conservadores tenían mucha fuerza, pese al contundente triunfo democrático. Por eso cuando se buscó profundizar en los juzgamientos de quienes habían ejecutado las órdenes criminales, se terminó llegando a lo que se conoció como las leyes de obediencia debida y punto final, donde se decidió a nivel de país que las personas que estaban por debajo de los mandos más altos cumplían órdenes y entonces no tenían responsabilidad por los crímenes que cometieron. Obviamente las madres de los desaparecidos o los familiares de las víctimas, incluso los sobrevivientes de los centros clandestinos, comenzaron una lucha incansable que sigue a la fecha.
Yo nací en el año 79, en plena dictadura, y crecí en un complejo de viviendas de la policía federal. Empecé a ir a escuelas privadas, escuelas de corte católico en barrios cerrados de las fuerzas policiales, donde iban hijos de otros policías y donde no se hablaba de la historia reciente.
En 2005 era una grandulona que no tenía ni nociones de que había existido una dictadura en Argentina… ¡a ese nivel! Y entonces me desperté un día con un padre preso, acusado de los crímenes más horribles: tortura, secuestro, desaparición forzada, apropiación de bebés…
Empecé con crisis internas: un padre muy querido, muy presente, muy afectuoso, y yo, yéndolo a visitar a la cárcel con mi nene chiquitito y embarazada de mi segundo hijo, diciendo “pobrecito mi papá”, preguntándome: “¿Qué están haciendo? Qué injusta la gente que viene a decir estas cosas horribles de mi papá. Se ve que no lo conocen”, pensaba. Y bueno, la que no lo conocía era yo.
Unos años después leí el auto de elevación a juicio y, cuando leí ese documento, los testimonios de los sobrevivientes de los centros clandestinos, o sea, los testimonios de personas que habían sido torturadas por mi papá, me produjeron un quiebre. Dejé de querer incondicionalmente a mi papá frente a la evidencia, digamos contundente, de lo que eran esos testimonios.
Empecé con un reproche, al principio un poco ingenuo. Y mi padre, que venía negando todo, decía: “esto es mentira. Ustedes no tienen que creer nada. Se van a decir muchas mentiras, pero yo defendía la patria. Eran años difíciles”. En ese cuestionamiento que yo le hice, ya en el año 2008, mi padre intentó justificar sus crímenes. Recuerdo que lo fui a visitar a la cárcel con el documento en la mano y le dije:
— Papá, toda esta gente dice esto, ¿qué tenés para decirme?
— Vos eras muy chica, no lo podés entender. Yo defendí a la patria porque estaban poniendo bombas y había que salir a poner el pecho.
— Pero padre, se llevaban a chicos de 16, 17 años… ¡se robaban a los bebés!
— No, no, yo sabía muy bien a quiénes iba a buscar porque los investigaba antes.
Y a medida que me iba explicando, me iba dando cuenta, iba quedando en evidencia que todo eso que pensaba que era mentira, era verdad. Y él me lo estaba confirmando en ese momento.
Al principio estaba muy disociado lo que era el represor por un lado y mi papá por el otro. Era como que mi cabeza no los podía juntar. Y, a diferencia de otros padres genocidas, que volvían de torturar o de secuestrar gente y en la casa eran igual de violentos, igual de sádicos, alardeaban de los crímenes que cometían; en casa mi papá llegaba y era Charles Ingalls, el padre ejemplar, el más bueno, el que hacía chistes, el que nos hacía cosquillas, el que jugaba con nosotros, o sea, muy disociado. Aunque ahora, retrospectivamente, puedo ver determinado perfil de mi viejo, determinado costado un poco violento, que uno naturalizó también en su crianza o en su modo de infancia. Pero con los años fui entendiendo que era la misma persona. Y cuando yo empecé a hacer algunas preguntas o a cuestionar algo, no dudo en atacarme a mí.
A partir de ahí empezó un autoexilio familiar, por decirlo de alguna manera. Un reproche de toda mi familia; que yo era una traidora, que yo tendría que estar apoyando incondicionalmente a mi papá. Hay todo un entramado familiar muy novelesco: tengo dos hermanas que nacieron después que yo, son personal civil de la policía, están alineadas incondicionalmente con mi padre y haciendo un juicio para declararme indigna y desheredarme de mi mamá; y está mi hermana más grande, que no quiere meterse.
Historias Desobedientes
Luego vino la vergüenza de ser la hija de un condenado, porque a mi papá lo condenaron a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad. Y en el imaginario social, ser la hija de un represor te vincula indefectiblemente con ese pensamiento ideológico. Entonces no solamente era la hija de un represor, sino que tenía que estar explicándolo todo el tiempo. Casi sintomáticamente tenía que contar mi historia y explicar que estaba en desacuerdo con mi papá, como de manera traumática.
Y en ese contar, mi historia fue leída por la hija de otro condenado por crímenes de lesa humanidad. Ella me buscó por las redes, nos hermanamos, nos juntamos y a partir de ahí, resumiéndolo un poco y con ayuda también de las redes sociales y de algunas notas que nos empezaron a hacer algunos medios, se conformó hace tres años lo que hoy es Historias Desobedientes, donde nos organizamos quienes tenemos un vínculo filiatorio con los genocidas. O sea, no solo las hijas y los hijos, sino también nietos, hermanos, sobrinos, ahijados de genocidas que formaban parte de las fuerzas armadas y de seguridad, y otras personas civiles, por ejemplo, una nieta de un juez condenado por su participación en la dictadura.
Tal fue el impulso de este colectivo que ya se conformó Historias Desobedientes en Chile, que tiene autonomía y funcionamiento propio; y se está fundando en este momento Historias Desobedientes en Brasil, donde ya se han encontrado doce familiares de genocidas de ese país hermano.
Con Historias Desobedientes arrancamos de cero y pasamos de un grupo de cuatro o cinco personas que nos juntamos un día, a un movimiento de carácter internacional. Hace poquito nos otorgaron la personería jurídica, nos conformamos como asociación civil, pero no tenemos ningún tipo de financiamiento, ningún tipo de recurso material más que el trabajo que cada uno pone de manera voluntaria y amorosa. Pero está en nuestro sueño el poder institucionalizarnos y generar no solo políticas públicas, sino una estructura que pueda contener terapéutica y socialmente. Por ejemplo, nosotros nos dimos cuenta de que muchas de las personas que se acercan al colectivo tienen atravesamientos que vinculan sus desarrollos subjetivos y emocionales, los cuales necesitan un trabajo terapéutico que no siempre han podido llevar a la práctica. Entonces, estamos pensando en tener un área de salud mental externa, para poder orientar a los compañeros que se acercan. También un área de formación política, porque entendemos que muchos de los que se acercan están como yo hace diez años, sin ninguna posibilidad de haber entendido o tramitado nada de la historia.
Las primeras veces que salimos con nuestra bandera a las manifestaciones, la gente nos miraba y miraba el cartel que decía: “Historias Desobedientes. Hijos e hijas de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia”; entonces la gente miraba el cartel, nos miraba, miraba el cartel, nos miraba y alguna señora preguntó:
— No entiendo, ¿ustedes son hijos de desaparecidos?
— No señora, nosotros somos hijos de los genocidas que nos venimos a pronunciar en contra de nuestros padres.
Y la persona se puso a llorar.
Éramos al principio un grupo de personas desesperadas por salir a la calle, por manifestarnos, por escribir, por narrativizar nuestras historias, por construir un espacio colectivo frente a otras instituciones que tienen más de cuarenta años y que nos miraban como diciendo: “¿estos de dónde salieron?” Yo creo que tuvieron esa sabiduría y esa prudencia de dejarnos andar, de escucharnos, y cuando no les quedó duda, de venir a abrazarnos.
Cuando empecé a dar mi testimonio se me acercaron varias víctimas, incluso algunas víctimas directas de mi papá, con un nivel de respeto y empatía muy alto. Eso fue lo primero que yo percibí a nivel personal, individual. Incluso Paolo, con quien tengo un vínculo de amistad, él me pidió que intercediera ante mi padre para saber qué pasó con su mamá, que está desaparecida. Cuando intenté interceder, obviamente la respuesta que recibí de mi papá fue una demanda para declararme indigna y desheredarme; lo que mi papá dice es que yo fui detectada por los grupos activistas en la Facultad de Psicología, literal.
En Argentina hay una prohibición de que los hijos puedan declarar o testificar en contra de sus padres. Esto es un principio que viene de la mano, primero de lógicas muy patriarcales, muy ancestrales, incluso hasta religiosas, pero que están plasmadas en el ordenamiento jurídico por un principio de cohesión familiar, de “la familia ante todo”. Entonces un hijo tiene prohibido prestar declaración o testimonio en un juicio contra su padre, excepto que el delito lo haya cometido el padre contra el propio hijo o un familiar de igual grado. Estos artículos nos vedan la posibilidad, nos sacan el derecho incluso de poder ir a contar lo que nosotros sabemos en los juicios de lesa humanidad.
Es lo que le pasó concretamente a un compañero, Pablo Verna, que es el autor de un proyecto de ley: cuando él se dio cuenta, cuando también se le cayó el velo y advirtió quién fue realmente su papá, se presentó a la Secretaría de Derechos Humanos para contar lo que sabía, porque se dio cuenta que era fuente de prueba. Pero se encontró con que no podía ir a testificar en un juicio. Esto le pasó en 2013. Por eso en 2017, cuando se conformó Historias Desobedientes, Pablo Verna redactó el proyecto de ley que propone que se modifiquen estos artículos. Y bueno, el proyecto de ley nunca fue tratado. Es muy difícil por asuntos burocráticos y legislativos, aparte de políticos. No obstante, Pablo logró declarar en un juicio en el que su padre no era uno de los imputados. Entonces, él pudo ir a testimoniar, aunque uno de los jueces se opuso a su declaración.
Pablo prestó su testimonio con todo lo que sabía y obviamente en su declaración imputó al padre. Todavía no sabemos el alcance de estas declaraciones, pero él pudo tener esa tranquilidad de llevar a un ámbito judicial, institucional, algo que le pesaba un montón, una verdad que él tenía. Y de la mano de eso ya hay varios hijos de genocidas que han declarado en juicio, algunos cuyos padres han muerto. Pablo es el único que, estando su padre vivo, fue a declarar. Con esa salvedad, que el padre no era el imputado en esa causa.
En noviembre de 2019 a mi padre le otorgaron salidas transitorias. O sea, el código procesal penal contempla este tipo de beneficios en la ejecución de las penas cuando se cumplen determinados requerimientos. A nivel social hubo un rechazo a este otorgamiento de salidas transitorias, encabezado por Historias Desobedientes a través de los medios de comunicación y de las redes, que derivó en una audiencia pública el 19 de febrero de 2020, y en esa audiencia Historias Desobedientes, ya con personería jurídica, se presentó con una figura legal que se llama Amigo del Tribunal, dando su opinión como agrupación de por qué las personas que cometieron estas graves violaciones a los derechos humanos no pueden tener beneficios en la ejecución de sus penas.
En esa audiencia mi papá se conectó vía teleconferencia desde la cárcel. Su abogada defensora también dio sus alegatos, la fiscalía dio sus alegatos y después nosotros como agrupación hablamos. Yo testimonié, me presenté como Historias Desobedientes y fundamenté desde mi condición de hija por qué mi padre no podía salir con ese beneficio. Y dos víctimas de mi padre, que estaban sentadas a mi derecha, también dieron sus opiniones. A los poquitos días salió un nuevo fallo del tribunal revocando las salidas transitorias.
Nosotros, basándonos en la jurisprudencia internacional, lo que decimos es que las penas deben ser efectivas, ejemplares, por una cuestión incluso preventiva, para que no se vuelvan a cometer estos crímenes.
Punto de inflexión
Yo ubico como punto de inflexión junio de 2008, que fue cuando elevaron la causa de mi papá a juicio oral. Sin embargo, más que un momento es un recorrido que uno va haciendo y son fichas que te van cayendo, una por una, hasta que un día vos ya estás parada en otro lugar. Y creo que no solamente fue una decisión mía, sino de la propia familia que me expulsó.
Mis primeras dudas, mis primeras reflexiones, las fui a poner sobre la mesa con mi mamá y con mis hermanas, incluso con mi papá. Y ahí es donde a mí me expulsan, me censuran, me dicen que me tengo que callar, que me tengo que ir al psiquiatra: “¿qué le pasó a Analía? le va a dar un ataque de zurdaje”.
A mí papá ya la sociedad lo desenmascaró condenándolo por crímenes de lesa humanidad y él sigue con su máscara justificando sus crímenes en determinados sectores, pero ya hasta su propia hija dejó de creerle frente a la evidencia de… bueno, no solamente lo que hizo, sino lo que me está haciendo a mí también y que me da cuenta del tipo de persona que es, que no puede anteponer, a lo mejor, el amor filial, el amor de una hija, el amor de padre frente a su pensamiento ideológico, a su pensamiento criminal.
Entonces, nada, yo voy haciendo mis duelos, voy añorando ese papá de infancia que tuve, que no sé qué tan real fue o qué tan imaginado fue, pero que existió, porque es mi papá y yo lo recuerdo y es un recuerdo que también elijo conservar. Pero eso no quita que yo entienda que él cometió todos esos crímenes, y que lo reproche y lo cuestione y lo repudie por lo que hizo. Pero bueno, siempre la verdad es mejor conocerla, porque si no, uno termina haciendo síntoma por otro lado. Creo que, en esto, por más doloroso que sea, conocer la verdad es lo que a uno lo hace libre.
https://www.youtube.com/watch?v=XXt6dreVYg4
En 2018 la directora Abril Victoria Dores Portaluppi presentó el cortometraje documental La hija indigna, basado en el testimonio de Analía Kalinec.