Conflicto armado, posconflicto o guerras focalizadas son algunas de las formas como diferentes expertos y líderes sociales, consultados por Hacemos Memoria, tratan de nombrar y caracterizar el actual periodo de recrudecimiento de la violencia en Colombia.
Por Daniela Jiménez González
En las últimas semanas, las noticias sobre masacres y asesinatos múltiples ocurridos en diferentes regiones de Colombia ocupan los titulares de los medios de comunicación de forma reiterada. Los hechos más recientes sucedieron en zona rural del municipio de Buesaco, departamento de Nariño, donde este 4 de septiembre se conoció la masacre de cuatro personas; y en el sector de Senegué, entre los municipios de Cajibío y El Tambo en el departamento del Cauca, donde el 5 de septiembre se difundió el hallazgo de tres personas asesinadas con arma de fuego, cuyos cuerpos tenían sus manos atadas.
El panorama preocupa, si se tiene en cuenta que entre el 1 de enero y el 5 de septiembre de este año se registraron en el país 51 masacres, en las que fueron asesinadas más de 180 personas, según datos del Observatorio de Conflictos, Paz y Derechos Humanos del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz).
Once de los hechos registrados por Indepaz ocurrieron en Antioquia, varios de ellos en el Suroeste del departamento en los municipios de Venecia, donde el domingo 23 de agosto asesinaron a tres personas; Andes, donde el viernes 27 de agosto ocurrió otro triple homicidio; Ciudad Bolívar, donde el 16 de junio asesinaron a cuatro personas; y Salgar, donde el 26 de febrero asesinaron a cuatro personas y el 24 de enero a otras cuatro.
Para tratar de comprender qué tipo de violencia está viviendo el país y cómo podría ser caracterizada, Hacemos Memoria consultó a cuatro académicos, cuatro líderes de observatorios de derechos humanos u organizaciones de la sociedad civil y dos líderes sociales.
La continuación del conflicto armado
“Creo que no deberíamos tener miedo y llamar a lo que está ocurriendo como conflicto armado”, dijo Andrés Suárez, sociólogo y magíster en estudios políticos de la Universidad Nacional de Colombia, quien agregó: “teníamos una paz mal hecha e incompleta con los paramilitares, que fue marco del acuerdo de paz con las FARC. Tenemos al ELN con quien no hay negociación, a la disidencia de FARC, a paramilitares y al narcotráfico. Es decir, los viejos ingredientes”.
Suárez explicó que la paz con las FARC sigue siendo parcial y que no llamar conflicto armado a lo que está ocurriendo sería “seguirle el juego a la narrativa gubernamental de negar este conflicto. Cuando lo niegan, lo que ocurre es que el narcotráfico, que no lo podríamos entender sin el conflicto armado, se vuelve el chivo expiatorio perfecto para dejarlo reducido todo a ese espectro y permitir una narrativa criminalizante que no posibilita tocar los temas estructurales”.
Tras cuatro años de la implementación de los acuerdos, añadió el investigador, lo normal es que haya remanentes. Pero pasado todo ese tiempo y reconociendo un conflicto armado que solo tuvo una solución parcial, ya no parece ser un ciclo de rezagos, advirtió, sino que “estamos en una nueva etapa en la que tenemos que decidir cómo vamos a afrontarlo”, concluyó Suárez.
Para Adriana Arboleda, directora de la Corporación Jurídica Libertad (CJL), lo que estamos viviendo es un recrudecimiento de la violencia política con un incremento de las hostilidades en el marco del conflicto armado.
“Esto ocurre porque tenemos un Estado que ha gobernado sobre la base de hacer trizas el acuerdo de paz. La suspensión de la mesa de negociación con el ELN llevó a que las hostilidades se incrementen”, explicó Arboleda.
Según la directora de la CJL entre 2014 y 2017 las hostilidades y el accionar contra de la población tuvieron un alivio significativo en la reducción de delitos como la desaparición y el asesinato a líderes, debido al proceso de paz y posterior reincorporación de las FARC y al proceso de negociación con el ELN.
“Una vez el gobierno empezó a atacar el proceso de paz, muchos de los miembros de las FARC que estaban inconformes se fueron a las disidencias. Es innegable que el incremento de esas disidencias es culpa del Gobierno y del poco cuidado que tuvo frente al cumplimiento de los acuerdos”, dijo Arboleda.
Por su parte, Gloria Gallego, directora del grupo de investigación Justicia & Conflicto de la Universidad Eafit, mencionó que “la guerra es camaleónica y las formas de la violencia mutan, se producen reubicaciones de los actores y hay periodos de descenso de la violencia y otros de recrudecimiento”.
Pero esta es la misma guerra, afirmó Gallego, en la que hoy están el Estado, el ELN, las disidencias de las FARC, que en el Occidente del país se han fortalecido, y los paramilitares, representados en grupos como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia y sus aliados.
Gallego añadió: “no diría que hay un montón de guerras en el país. Es una única guerra diferenciada por regiones. No le pondría otro nombre. Esta guerra desescaló considerablemente y ahora estamos viendo un repunte de la violencia colectiva que no está en todo el territorio, pero que sí es notoria en algunas regiones”.
Entre tanto, para Álvaro Jiménez, director de la Campaña Colombiana Contra Minas (CCCM), una organización no gubernamental, “lo que seguimos teniendo son unas expresiones de conflicto armado que involucran cuerpos muy disímiles y unas disputas territoriales. El Estado colombiano no controla buena parte del territorio y, cuando eso ocurre, termina pasando que el que tenga la pistola más grande es el que termina imponiendo sus normas y definiendo las leyes de vida para las comunidades en esos territorios”.
Jiménez añadió que el entrecruce de distintos actores armados, cada uno imponiendo reglas disímiles en los territorios, las cuales se modifican de una semana a la otra, complica la situación, a diferencia de otros períodos del conflicto en que “la comunidad tenía una interlocución derivada de la presencia dominante de un actor armado. En la medida en que los actores dominantes han salido del territorio y han aparecido nuevos actores, la interlocución se hizo más difícil y los niveles de crueldad que hoy se están viendo son mucho más abundantes y dramáticos”.
Este ya no es un conflicto armado
Para otros analistas como Angelika Rettberg, profesora del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes, lo que está viviendo el país no se trata de un conflicto armado, “puesto que estas no son organizaciones ilegales alzadas en armas contra el Estado, lo que sería una guerrilla. Ahí estamos hablando más de un fenómeno de crimen organizado alimentado con economías ilícitas”.
Para Rettberg, con la salida de las FARC de los territorios, se abren los vacíos para que otros grupos distintos compitan por estas economías ilícitas: “Desde el punto de vista de lo que pasa en los países después de la guerra, no debería sorprendernos. Esos aprendizajes criminales y la debilidad estatal son fenómenos que duran más allá del momento de la terminación de un conflicto armado. Lo que sí impresiona es la confluencia de tantos fenómenos en tan corto tiempo”.
De otro lado, para Camilo González Posso, presidente de Indepaz, “estamos teniendo violencias focalizadas en diferentes partes del país. Estas masacres no pueden equiparse a los fenómenos que se dieron en los años 90, donde había un fenómeno paramilitar y contrainsurgente y una insurgencia disputando territorios. Aquí es una acción violenta y directa contra la población para someterla”.
Posso explicó que si bien hay conflictividades armadas, como ocurre en Arauca, debido al enfrentamiento entre grupos armados, lo que pasa en otras regiones como Nariño son acciones violentas contra la población que no tienen ninguna pretensión de poder político del Estado.
Para Nestor Rosanía, analista político y director del Centro de Estudios en Seguridad y Paz, “estamos en lo que se conoce como una nueva espiral de la violencia”. Según Rosanía, desde que comenzó el proceso de paz con las FARC, lo que se veía venir era el nacimiento de una nueva espiral en la que no hay una plataforma política de fondo; ya no es una lucha partidista o ideológica, sino una guerra por portafolios de economía ilegal (como el narcotráfico), concluyó.
Este panorama, dijo Rosanía, implica una transformación de la guerra: deja de ser un conflicto con actores claramente definidos y pasa a ser una descentralización de la violencia. «Donde el Estado no tenga la capacidad de llegar a ocupar los espacios vacíos dejados por las FARC, no va a llegar un solo actor predominante, llegarán muchos grupos pequeños a disputarse esos mercados ilegales; son grupos que nacen, desaparecen, que hacen alianzas y están en mutación constante. El Estado no tendrá con quién interlocutar o negociar», explicó.
No importa cómo se llame. Los días al paso de la violencia
Ni una planta eléctrica, ni agua, ni carreteras. El padre Jesús Albeiro Parra se quedó un momento pensando, como juntando las piezas de una retahíla de vacíos o pendientes, y siguió con su lista: en las comunidades indígenas o afro que habitan en las zonas rurales del país no suele haber centros médicos, ni buena salud. Ni siquiera una vida tranquila.
Tras más de tres décadas de sacerdocio, Parra es hoy el coordinador de la Agenda Regional Eclesial de Paz del Pacífico y Suroccidente de Colombia, la cual agrupa a las jurisdicciones eclesiásticas de territorios como el Chocó, Nariño y el Cauca.
Con base en su experiencia y en el contexto actual del país, el sacerdote Parra afirmó que “la llegada de la pandemia a las zonas rurales del Pacífico fue como si los hubieran desnudado. Como si los hubieran dejado hasta sin ropa”. Lo dijo así porque, porque en estos días de emergencia sanitaria, las comunidades rurales no solo han tenido que sortear lo de siempre —es decir, la falta de alcantarillado, o de alimentos, o de misiones médicas— sino también un aumento progresivo de la violencia.
“Las comunidades han sobrevivido a todo eso —el abandono estatal—. Pero lo más grave es que siguen llegando grupos armados y ya ni siquiera les permiten cultivar”, denunció el sacerdote Parra, quien agregó que para las comunidades rurales no poder trabajar en sus cultivos es como estar en una casa encerrado en una habitación y no poder, ni siquiera, salir a la sala o a la cocina a tomar agua.
En la pandemia hasta los líderes sociales y las autoridades étnicas están confinadas, explicó el sacerdote Parra al preguntar: “¿dónde está el control de las autoridades? Nos siguen asesinando jóvenes. Allá no nos va a matar el coronavirus, sino las balas. La gran cuestión es: ¿quién está dando la orden de las masacres”.
Intentando dar una explicación a lo que hoy está sucediendo, Luis Eduardo Celis, asesor de la Redprodepaz y sociólogo, expresó: “lo que está ocurriendo es la continuidad de unos temas históricos no resueltos, ligados a la ausencia de un orden democrático en los territorios, eso se llama la inequidad del mundo rural y la persistencia de la economía del narcotráfico. No es un tema nuevo, son viejos temas, con una particularidad y es que está marcada por la salida de las FARC de los territorios y la llegada de nuevos actores armados”.
Celis fue enfático en que esos son “viejos temas explicados por la falta de un Estado que funcione y haga sus tareas básicas de seguridad y justicia”.
Por su lado, Joe Sauca, coordinador de Derechos Humanos del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), aseguró que la violencia nunca se ha ido de los pueblos indígenas y explicó que lo que está pasando, después de la firma del acuerdo de paz, obedece al proceso de posconflicto.
“No se puede desconocer que la mayoría de los firmantes del proceso de paz siguen en reincorporación. El conflicto armado no se cerró completamente porque faltó acabar de consolidar los diálogos de paz con otra de las guerrillas más antiguas, que fue el ELN. Hoy vemos los rezagos de ese conflicto”.
Sin embargo, dijo Sauca, la pandemia les recordó otra radiografía. Sus hijos no pueden atender las clases virtuales porque las comunidades indígenas ni siquiera tienen señal. En algunas zonas del Cauca no hay vías ni carreteras para llegar rápidamente a los centros de salud, ni una forma rentable de sacar los productos que se cultivan para venderlos, ya que en el camino se estropean. “Cuando uno hace ese paralelo, entiende porque los cultivos ilícitos se vuelven una alternativa. El narcotraficante llega a la casa, recoge la hoja de coca, lleva los insumos y te paga la plata. Vivimos en esa desigualdad, donde el trabajo del campo está desprotegido”, concluyó.
Pero no todos son cultivos ilícitos, advirtió Sauca, quien recordó que algunas regiones han sobrevivido a punta de su vocación agrícola, a pesar de que los insumos para cultivar son carísimos y los intermediarios pagan a precios bajos. Sin embargo se lamentó: “uno se cansa en la vida de ver las injusticias, de que uno cultiva la papa y que invierte, pero, cuando vas a ver, no alcanza para nada”.
Sauca concluyó que las comunidades ancestrales no necesitan que el Gobierno les regale nada, sino que cumpla con el desarrollo seguro e integral del sector rural. Mientras eso ocurre, algunos jóvenes indígenas siguen abandonando el territorio porque se cansan de esperar que el cultivo de la tierra se vuelva, por fin, un asunto lo suficientemente rentable. También se van esperando que la violencia, algún día, les dé una pausa.