Elizabeth Restrepo: huir de la violencia de Medellín

Aunque lleva ocho años en el exilio, Elizabeth no se olvida de su país. Sueña con volver, tener su propia finca y envejecer allí. “Colombia es como el novio tóxico que uno quiere dejar pero no puede”. Esta es la primera entrega de una serie de testimonios de colombianos exiliados en Europa.

Por: Juan Camilo Castañeda*
Ilustración: Didier Pulgarín

Mi vida en Medellín era muy normal. Yo era cosmetóloga, realizaba servicios a domicilio por todo el Valle de Aburrá. Hacía masajes posoperatorios, limpiezas faciales, todo lo relacionado con el cuidado de la piel. Mi hijo estudiaba en la escuela, mi hermana trabajaba para un banco y el resto de mi familia trabajaba en una panadería propia. Mi hermano menor tenía otra en Laureles con su esposa.

En el 2009 empezamos a notar en Itagüí, municipio en el que vivíamos todos, que grupos de paramilitares empezaron a pelearse por las plazas de vicio, esto porque habían extraditado a ‘Don Berna’ a Estados Unidos y él era el capo de la ciudad.

El barrio San José, donde nosotros vivíamos, se convirtió en una zona roja. No se podía ir al Tablazo, que era el sector vecino, por eso que llamaron las fronteras invisibles; se veían panfletos que imponían toques de queda firmados por las Águilas Negras, que todo el mundo debía estar en su casa a las ocho de la noche, que habría limpiezas sociales, decían. Era una situación que daba mucho miedo, pero en el fondo uno pensaba que eso no lo iban a tocar porque eran cosas entre ellos.

Ya hubo un momento en que se empezaron a escuchar balaceras. Eran enfrentamientos entre la bandas de la Oficina de Envigado contra las de la Oficina de Itagüí, un grupito que se llama La Unión. Ya no se podía estar tranquilo en ningún lado, cada rato se escuchaba la historia del asesinato de algún conocido del barrio: que habían matado al hijo de este, que a un señor allí, que a un niño que estaba jugando afuera de la casa. Ya era una situación de pánico.

Mi hermano vivía con la novia y con su hijo en San José. Un domingo de julio de 2009 ellos estaban en la casa viendo películas. Él fue a la tienda para comprar mecato y algo de tomar, en el instante que salió de la casa se encontraron dos grupos de esos que estaban enfrentados en Itagüí: los de El Hueco y los de La Unión y se armó una balacera de padre y señor mío. A mi hermano lo alcanzó una bala por la espalda y murió inmediatamente.

A los cinco meses de la muerte de mi hermano, el 1 de enero de 2010, falleció mi papá. Él había estado bastante triste, no volvió a comer, lloraba mucho, bebía demasiado, todos los días estaba borracho. En medio de una borrachera, después de festejar año nuevo, mi papá no fue capaz de abrir la puerta, se quedó dormido en la acera y se quemó con el sol. Al día siguiente murió por una insolación porque le dio meningitis. Eso fue otro desplome familiar donde ya creíamos que no podíamos más con la vida.

Fue la muerte de mi hermano la que precipitó el exilio de todo mi grupo familiar. Yo me enteré quién le había disparado y como en los años noventa trabajé en organizaciones sociales como la Corporación Región y Nueva Gente, era consiente de cuáles eran mis derechos, cómo defenderlos y eso incidió en que me animara a denunciar en 2010 a la persona que lo asesinó.

Ahí comenzó la persecución en contra de nosotros. Empezamos a recibir amenazas y presiones para que retiráramos la demanda. A mediados del 2011, aprovechando que una de mis hermanas vendía mercancía en Ecuador y ya tenía algún contacto allá, se fueron para Cuenca mi mamá y casi toda la familia, con la idea de estar allá un tiempo y esperar a que las cosas en Itagüí se calmaran.

Pero después de que ella se fue, las cosas se pusieron más tensas porque yo no quise retirar la demanda. Me quedé a pesar de las amenazas esperando a que me llamaran a una indagatoria. Después de asistir al juicio, el 12 de abril de 2012, me tocó salir de la ciudad por tierra, entré a Ecuador por Ipiales y finalmente llegué a Cuenca el 14 de abril.

Vivir en Europa no fue una decisión que nosotras tomamos. En Cuenca empezamos una nueva vida. Mi familia en Medellín siempre ha tenido panaderías, entonces, empezamos con lo mismo, pero hasta allá nos alcanzó un chico que hacía parte de grupos paramilitares, nos dijo que él nos conocía, que yo tenía que volver a Medellín y quitar ese denuncio y que no iba a pasar nada, que solamente hiciera ese favor.

Al día siguiente de que este chico se presentó en la panadería, nos fuimos a pedir ayuda a un grupo de apoyo a migrantes en Cuenca que se llama la Casa de la Mujer. Ellas hicieron un empalme con Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y ellos nos ayudaron a encontrar un lugar para vivir en el norte de Ecuador.

Pero allá nos contactó otra organización que nos dijo que la mejor manera para ayudarnos era ubicándonos en un tercer país. Y ahí empezó la gestión de trasladar a toda la familia a Suecia o Suiza.

Nosotros no queríamos irnos tan lejos. Era una manera de resistencia, de pensar que en Medellín las cosas iban a mejorar y que en algún momento podríamos volver. Pero tomamos la decisión de que sí, que nos veníamos todos para Suecia. Aquí llegamos mi mamá, mis dos hermanas, mi sobrina, mi hijo y yo el 21 de mayo del año 2013 y el año pasado apenas vino mi esposo porque él estuvo al margen de toda esa situación.

A los dos meses de estar en Suecia empecé a conocer a colombianos que estaban en la misma situación de nosotros y ahí comencé a vincularme al Foro Internacional de Víctimas.

Uno acá tan lejos se siente muy vulnerable.

Me preguntaba por qué tenía que estar aquí, tan lejos de lo mío, de mis costumbres, empezar desde cero con un nuevo idioma que es tan difícil, con unas nuevas culturas que son tan exageradamente diferentes a las nuestras, en un clima como este, que en el primer invierno que viví la temperatura bajó a menos 30 grados y uno se pregunta ¿Cómo voy a ser yo capaz con todo esto? Entonces, empecé a ver comentarios por las redes de colombianos en el exterior y creció el interés por hablar de lo que pasó.

Algo que he aprendido es que cuando uno se encuentra con personas que han pasado por lo mismo, o por situaciones peores, siente que no está tan solo, que no es una particularidad y uno aprende de la resiliencia de los otros.

Estar en el Foro ha sido como estar en una minga: siempre juntos. Nos reunimos en momentos difíciles, no solo por problemas relacionados con la paz, sino también preocupados por nuestros problemas más inmediatos y cotidianos.

Con el Foro hemos realizado muchas actividades. Hemos ido a presentar informes de Derechos Humanos ante ACNUR, en Ginebra, presentamos documentación muy importante sobre nuestra situación en la mesa de negociación en La Habana, y como víctimas en el exterior pudimos asistir a la entrega del Premio Nobel de Paz a Juan Manuel Santos, en octubre de 2016.

Durante la campaña del plebiscito nos movimos mucho por redes sociales. Conversábamos con nuestros familiares en Colombia, les explicábamos las razones por las cuáles era necesario votar que sí al Acuerdo, qué era lo que nos tenía que mover a nosotros como colombianos, independientemente de que fuéramos víctimas de la guerrilla, del paramilitarismo o del Estado, porque necesitamos una Colombia en paz.

Eso fue un trabajo bastante extenuante porque, en mi caso, llamaba a mi familia, pero decían que no, que esos hijuetantas de las FARC, que tal cosa. Yo les decía que no les estaban haciendo un favor a las FARC, que le estaban haciendo un favor a sus hijos para que no tuvieran que ir a la guerra, para que eso se acabe.

La pérdida del plebiscito fue como un guayabo, una tristeza que yo, personalmente, no quería saber nada de Colombia. Yo estoy bien aquí, no me quiero preocupar por nada, ni por nadie, ellos verán por quién votan, qué hacen… y hubo un tiempo en el que me alejé bastante del Foro, porque estuve bastante desengañada.

Colombia es como el novio tóxico que uno quiere dejar, pero no puede. Ahora estamos más enfocados en seguir promocionando la paz. La gente dice que es una pendejada, pero nosotros seguimos con la movilización y tratando de presionar al gobierno desde el exterior.

A nivel profesional estaba muy decaída porque no he podido ejercer mi profesión como cosmetóloga, porque no pude realizar todas las nivelaciones académicas que piden aquí, sobre todo porque los cursos que yo había estudiado en Colombia aquí son considerados como una educación no formal.

Aquí, a pesar de que tenía el apoyo económico del Estado mientras arrancaba y aprendía el idioma, fue algo muy frustrante. Llevo seis años en Suecia y este tiempo me lo he pasado estudiando el idioma. Ya tengo toda la nivelación para pasar a la universidad y ahora empezaré a estudiar algo parecido a artes plásticas.

El tema del retorno es algo que siempre tenemos presente. Yo no quiero morirme en Suecia, no quiero pasar mi vejez aquí. Siempre pienso en Colombia, en una finquita, en el campo, como tener lo mío para estar tranquila y morirme en lo mío.

De hecho, uno piensa es en invertir es en Colombia, en comprar mi casa allá. Pero por el momento estoy acá, y acá seguro voy a estar muchos años. Pero espero poder regresar en algún momento.

Con el asunto del retorno pienso mucho es en mi hijo. Él ya tiene 17 años y echó raíces aquí. Nosotros hemos ido un par de veces a Colombia y él allá se siente muy extranjero, pero me dice que aquí, a pesar de ya habla el idioma, también se siente así.

Miguel siempre me cuestiona mucho, que para qué nos vinimos, que “yo no soy sueco”; pero en Colombia dice que hablan mucho y muy duro… que tanta gente. Entonces, percibo que tiene un poco esa falta de identidad, que no es de ninguna parte, que esa migración de segunda generación es importante mirarla, porque ellos son muy afectados.

*Este trabajo fue realizado por Juan Camilo Castañeda, como parte de sus prácticas en el Máster de Cultura de Paz, Conflictos, Educación y Derechos Humanos, de la Universidad de Granada (España).