Compartimos el discurso de Fabiola Lalinde en el Acto Público de la donación del «Fondo Documental Fabiola Lalinde» a la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, que se realizó el martes 17 de abril de 2018.
«Soy una persona creyente, porque como decía mamá, orar es hablar con Dios y yo no le doy descanso a ÉL ni de día ni de noche. Y hablo tanto con ÉL, dicen los chismes por ahí, que cuando entro a una iglesia Jesús se pone la mano en la frente, cierra los ojos, baja la cara y dice: “ayyyy, mira quien llegó”. Pero también cuando era niña, papá me enseñó a no tragar entero, que las guerras no las ganan las armas sino las estrategias. Papá decía que yo era insistente, persistente e incómoda, que era como un cirirí, pues siempre estaba preguntando por qué, por qué, por qué… Ya de grande, como mamá, Luis Fernando me decía Jodelina, o Jode, con cariño, porque echaba mucha cantaleta.
Mis primeras palabras y pensamientos hoy son para ti Luis Fernando, hijo querido, para decirte que te seguimos extrañando, pero aquí estas con nosotros ¡Presente!
Luis Fernando, mi hijo, fue torturado, desaparecido y asesinado por el Ejército Nacional los días 3 y 4 de octubre de 1984, y desde entonces no hemos dejado de orar, de buscar y de preguntar.
En los últimos 34 años de mi vida me he dedicado a buscar, primero a mi hijo y luego a la verdad y la justicia. El año pasado, por ejemplo, hable con el comandante del Ejército, Alberto José Mejía, hoy comandante general de las Fuerzas Militares, quien dijo que el crimen de Luis Fernando nunca debió ocurrir. Nos abrazamos y agradecí sus palabras, pero volví a preguntarle por qué, por qué, por qué…
Quiero traer en este momento el recuerdo del médico, profesor universitario, presidente del Comité Permanente por los Derechos Humanos, Héctor Abad Gómez. Este ángel de carne hueso estuvo con nosotros desde los primeros días, nos acompañó a buscar y fue quien llevó el caso en la primera condena al Estado por la desaparición de Luis Fernando en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA. A él, como a otros tantos defensores de los Derechos Humanos, lo asesinaron, pero aquí está, aquí están con nosotros ¡Presentes! Todavía seguimos preguntando por qué, por qué, por qué… Y encontramos otras respuestas. Como en el hermoso documental de su nieta Daniela Abad, “Carta a una Sombra”, la experiencia nos enseña que los humanistas nunca mueren.
Justo en los días que salió la condena al Estado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, me llevaron presa, con falsas acusaciones de ser la jefa de la narcoguerrilla en Antioquia, terrorista y subversiva. En la cárcel, estaba desenredando unos nudos con las monjas y otras presas del Buen Pastor, y de repente se me vino a la mente la infancia, el cirirí, las enseñanzas de papá y mamá, y pensé —“¡Esperen y verán! Ahora si van a saber quién es Fabiola Lalinde, carajo, y se va a llamar Operación Cirirí y voy a buscar a Luis Fernando toda la vida, aunque no lo encuentre.”
Buscamos y buscamos, siempre diciendo la verdad, con respeto a la constitución y la ley, a través de un arduo trabajo interdisciplinario, con grupos de presión nacional e internacional. Son muchas las organizaciones y defensores de los derechos humanos que nos apoyaron en la búsqueda: Comisión Colombiana de Juristas, Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, Corporación Jurídica Libertad, Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (ASFADDES), Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos-Desaparecidos (FEDEFAM), Amnistía Internacional… Son muchos, muchas más de 200 ONG, que no puedo nombrar ahora. Juntos abrimos caminos, trochas, que antes no se conocían. Hoy algunos nos acompañan, pero a todos, a los aquí presentes y a los que no lo están, ángeles de carne y hueso, los abrazamos y les agradecemos su solidaridad.
Los militares habían enterrado a Luis Fernando como un NN, alias Jacinto, y luego lo exhumaron y desmembraron de forma ilegal para que nunca lo encontráramos. Aquí está el profesor Rodrigo Uprimny, quien me acompañó en esta búsqueda para escavar la tierra con nuestras propias manos en abril y mayo de 1992. En abril, encontramos los primeros restos óseos y prendas de vestir. Buscamos y buscamos, pero no encontrábamos el cráneo. Mamá me enseñó que la fe mueve montañas. Era miércoles santo, yo cantaleteé al Señor y le dije que no podía permitir que reinara la impunidad. Una luz brilló entre las nubes e iluminó el árbol más alto de la montaña y yo supe que era una señal de que ÉL había escuchado mis oraciones, pero el juez militar se negó a continuar. Sin embargo, insistimos, y con el apoyo de la comunidad internacional pudimos presionar hasta reanudar la búsqueda en mayo. Volvimos. Los peritos judiciales dedujeron que por la ley de la gravedad, el cráneo debería estar en la partes bajas de la montaña. Yo insistí en que deberíamos seguir buscando montaña arriba y fue entonces cuando las dije: —“¡cuándo van a entender que aquí en Colombia las leyes de la impunidad van incluso contra la ley de la gravedad”. Seguimos buscando, cuesta arriba, hasta que encontramos el cráneo en las raíces del árbol más alto de la montaña.
Encontramos los restos de Luis Fernando, pero no imaginábamos que la lucha por recobrar la identidad de Luis Fernando solo estaba a punto de comenzar. Aquí nos acompaña el profesor José Vicente Rodríguez, quien conoce de primera mano esta historia. Yo estaba segura de que los restos que habíamos encontrado pertenecían a Luis Fernando, mi corazón de mamá me lo decía, reconocí su ropa y tenía otros indicios, pero ahora era necesario demostrar en la Justicia Penal Militar que los restos de un NN, alias Jacinto, eran los de Luis Fernando. Peritos expertos de Medicina Legal y la Fiscalía General de la Nación presentaron múltiples pruebas e informes criminalísticas sobre huesos y vestido para identificar el cuerpo. El profesor José Vicente Rodríguez hizo la caracterización morfométrica y un retrato antropológico tridimensional con base en el cráneo en el Laboratorio de Antropología Forense de la Universidad Nacional. Su retrato encajaba. Pero en noviembre de 1992 fui citada para tomar una prueba de sangre. La primera prueba genética en un caso de este tipo en Colombia, la realizó el doctor Emilio Yunis Turbay (que en paz descanse) en el Instituto de Genética de la Universidad Nacional, quien concluyó primero que los restos hallados no eran de un hijo mío y luego afirmó categóricamente que sus conclusiones eran “irrefutables e inmodificables”. El mundo se nos vino encima: era el concepto de la mayor autoridad científica, nada más y nada menos que el padre de la ciencia de la herencia en Colombia. Pero teníamos tantas dudas… y decidimos seguir buscando.
Escribimos muchas cartas a especialistas en el mundo, entre ellos al Equipo Argentino de Antropología Forense y la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia. El Doctor Daniel Salcedo, de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia, nos informó que solo tres laboratorios en el mundo (en Alemania, Reino Unido y Estados Unidos) estaban técnicamente calificados para realizar un procedimiento de identificación genética con restos de este tipo. A través suyo contactamos al profesor Clyde Snow, ángel de carne y hueso, uno de los antropólogos forenses más celebres del mundo, que vino en julio de 1993 a revisar el caso a Colombia y recomendó realizar un examen genético independiente. Luchamos y luchamos hasta conseguir que la justicia aceptara este segundo examen, que hizo gratuitamente la doctora Mary Claire King en el laboratorio de genética de la Universidad de California en Berkeley. Dos años demoró su trabajo, desde mayo de 1994 hasta 1996. Según su dictamen, la probabilidad de que los restos fueran de Luis Fernando era de un 99%. Seis meses después, el Ejército me entregó 69 huesos en una caja de cartón y finalmente pudimos darle cristiana sepultura a Luis Fernando, en Medellín, el 18 de noviembre de 1996.
Quiero traer a la memoria al doctor Clyde Snow, quien murió hace cuatro años, para rendir homenaje a los hombres y mujeres que trabajan buscando las verdades de la ciencia, a la comunidad científica nacional e internacional, que hicieron posible devolverle la identidad a mi hijo, es decir, la dignidad, y cuya solidaridad es patrimonio de los luchadores por los derechos humanos en el mundo.
Señor Rector Ignacio Mantilla, la historia que he contado ya está escrita en muchas partes, la he repetido cada vez que me invitan a algún evento y pueden verla en muchos videos. La llevan escrita en el alma muchos hijos e hijas de la memoria, profesionales e historiadores como Alejandra Gaviria, que está aquí hoy con nosotros. Sin ellos, sin su fuerza y complicidad, toda esta lucha no tendría sentido. Para hijos e hijas de la memoria mi agradecimiento y mi abrazo siempre solidario.
Encontré a Luis Fernando, pero no he podido dejar de buscar y de preguntar… Mucha gente me cuestiona por qué sigo buscando después de tantos años, preguntando esto y lo otro, después de haber encontrado mi hijo.
Con la misma historia voy a responder a esta pregunta que tanto me hacen y también voy a decirles el porqué de la donación de mi archivo a la Universidad.
Señor Rector, usted es matemático y creo que me puede comprender mejor, aunque yo soy una señora común y corriente que no estudió en la Universidad. Cuando buscamos, dudamos, preguntamos, vamos en busca de la verdad, pero cuando encontramos, cuando tenemos una respuesta, nos damos cuenta que este es solo un paso, que la verdad no es certeza absoluta ni dogma, que no hay nada en la ciencia que pueda ser irrefutable o inmodificable y que, en el curso de la vida y de generación en generación, necesitamos seguir preguntando por qué, por qué, por qué…
Yo he tenido suerte. A pesar de que persiste la injusticia y la impunidad, nuestro caso es conocido y con mi familia y la solidaridad de miles hemos logrado tantas cosas, pero mamás y familias desconocidos, víctimas de diversos actores armados, legales e ilegales, siguen buscando sin encontrar respuesta, sin ser escuchados. He sufrido con el dolor de las madres de miles de jóvenes ejecutados extrajudicialmente por los militares, falsamente acusados de ser guerrilleros y cuya identidad les fue negada. Tuve el honor de acompañar a las madres de los cientos de soldados hechos prisioneros por la guerrilla en sus luchas por la libertad. Pero esto no es una cosa del pasado, la barbarie se ha vuelto rutina y costumbre, es algo que vivimos todos los días cuando líderes sociales y defensores de los derechos humanos son asesinados en las ciudades y campos colombianos. Con todos ellos seguimos orando, buscando y preguntando por qué, por qué, por qué…
Dejo mi archivo en la Universidad Nacional porque quiero que sea conservado en Medellín, donde he vivido con mis hijos y han tenido lugar nuestras luchas. Pero mis papás me educaron con un sentido de país y de humanidad, así que quiero que este testimonio de nuestras búsquedas por la verdad, la solidaridad, el respeto y la dignidad sea un patrimonio de la gente colombiana al servicio de toda la humanidad.
Señor rector, ya tengo muchos años, pero todavía soy como un cirirí, inquieta como cuando era niña, así que para terminar voy a echar algo más de cantaleta.
Jovencitos, duden, opinen, hagan hablar al archivo, no dejen que guarde silencio.
El archivo de un cirirí tiene que seguir siendo incómodo en un país injusto y violento como el nuestro, se los dejo como oportunidad de comunión, de solidaridad y de creación, no como un objeto muerto del pasado.
Este es mi presente de dignidad a las generaciones que están y a las que vienen, ustedes que son amantes de la verdad, la libertad, la justicia y la belleza, ustedes que tienen en sus manos construir un país distinto. Persistan, no dejen de buscar, de preguntar siempre por qué, por qué, por qué…
Universitarios, dejo como herencia mi símbolo, el Cirirí insistente, persistente e incómodo que nunca ha matado un gavilán. Símbolo dedicado a todos aquellos ciudadanos del mundo, que nos convoca a cesar toda violencia, con la gratitud siempre presente por los logros de este legado que hoy ustedes reciben, en la recta final de una vida sin sentimientos de odio ni de venganza».
Fabiola Lalinde de Lalinde