Un grupo de campesinos de San Francisco, Oriente antioqueño, decidió erradicar voluntariamente los cultivos de coca de sus veredas. Ese es su aporte a la construcción de paz, dicen, porque no quieren volver a vivir en medio de la guerra.
Por Juan Camilo Gallego Castro
Fotografías: Diego González y Juan Camilo Gallego Castro
La niebla huye despavorida apenas el sol nace justo sobre el río Magdalena. Arcesio López no lo ha visto esta mañana pero conoce de memoria la brizna amarilla que se entremezcla con las nubes, como si se tratara de una veta de luz que se sobrepone al gran valle que se difumina a lo lejos.
En las noches de Aquitania, un pueblo a 170 kilómetros de Medellín que fue camino y ruta comercial entre el río Magdalena y la capital de Antioquia en los siglos XIX y XX, las luces de los puertos sobre el río se divisan como estrellas en la noche oscura. En el día se pierden en la lejanía o se visten de blanco con el viento frío que sopla desde el páramo de Sonsón.
En lo profundo de una cañada Arcesio mira el cielo y luego seca el sudor de la frente con un poncho a rayas blancas y negras. Tiene una camiseta amarilla con el número once a su espalda y sobre él se lee Pocitos, el nombre de su vereda. Lo miro y sonríe, a grandes dientes.
—Esto era lo que quería, hermano.
A su alrededor seis campesinos de la vereda arrancan de raíz con sus azadones las matas de coca gigantes, de más de dos metros, que ahora compiten con la maleza en uno de sus predios. En lo profundo de esta cañada no habría manera de hallar el cultivo desde el aire: el bosque se cierra en estas montañas como paredes y no asomaría ni un fantasma.
—Tornillo, tiene que darle más en la raíz, más afuera —dice César Pamplona, concejal de San Francisco, al más joven del grupo.
César es moreno de tanto sol, tiene 38 años, una esposa y un hijo. A veces hace de mototaxista, otros días corta madera, va a su huerta o asiste a las sesiones del Concejo del municipio San Francisco.
—A mí raspar sí me tocó, porque no había más que hacer, si no me tocaba aguantar hambre —dice, mientras ayuda a arrancar una mata a Faver Jiménez, un campesino de azul: gorra, camiseta y jean.
Arcesio, César y Faver acordaron hace un par de semanas arrancar los cocales de sus predios. Ya han escuchado en la vereda que se van a meter en problemas si siguen invitando a los campesinos a erradicar la coca de Pocitos. No vaya a ser que se enteren algunos de los antiguos paramilitares del Frente José Luis Zuluaga de las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio, que se desmovilizaron en el 2006 pero que ahora visten de civil.
Arcesio López, erradicador voluntario de cultivos ilícitos en Aquitania.
Al final de la mañana habrán limpiado poco más de una hectárea. Y como el sol se desnuda de la niebla, el clima será perfecto para un partido de fútbol en La Mesa, una vereda a dos kilómetros por la carretera que conecta a Aquitania con la autopista Medellín-Bogotá, la más importante del país. Pocitos perderá 1-2 con el equipo de Aquitania. Algunos de sus jugadores, erradicadores en la mañana, beberán cerveza el resto del día.
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Justo en esta vereda en donde los campesinos arrancan la coca, los gallos no cantaron anticipando la madrugada del 20 de julio de 2003. En el amanecer todas las familias fueron reunidas por guerrilleros de las Farc y el Eln. Horas después pronunciaron la noticia que se esparció por estos bosques como un huracán: desplazarse. La orden de expulsar a los campesinos era una reacción ante la Operación Marcial, que había iniciado cinco meses atrás durante el gobierno del expresidente Álvaro Uribe Vélez, y que pretendía acabar con uno de los santuarios de los frentes 9 y 47 de las Farc y los frentes Carlos Alirio Buitrago y Bernardo López Arroyave del Eln.
En tres días, obedeciendo a las guerrillas y contrariando a los paramilitares, que no permitían la huida, alrededor de dos mil personas abandonaron Aquitania. La mayoría huyó hasta San Luis, el pueblo más cercano. Los demás, a otros municipios de la región como San Francisco, Marinilla, Rionegro y Medellín. El pueblo quedó susurrando soledades.
César Pamplona huyó en una volqueta con su esposa de cuatro meses de embarazo. Pocos meses atrás se había casado con ella en la capilla de la vereda. No hubo vestidos ni trajes; el sacerdote les prestó los anillos y una vez dijeron sí, acepto, los reclamó y se fue con ellos de regreso hasta Aquitania. Ya en embarazo, ya casados, huyeron hasta Barbosa, un pueblo cercano de Medellín; Faver Jiménez se había marchado meses atrás para no seguir siendo botín de varios de sus amigos de infancia, guerrilleros del Eln, que lo buscaban para que les comprara comida. Al sentir el acecho de los paramilitares, que ya trabajaban con el Ejército, decidió abandonar su tierra y terminó en el Bajo Cauca antioqueño como raspachín; Arcesio, por su parte, agobiado por una pena de amor se había marchado del corregimiento con destino a Zaragoza, otro pueblo de Antioquia, en donde se enamoró. No lo sabía entonces, pero regresaría años después a su vereda con su esposa y tres hijos. Lo recibió una masacre en una vereda cercana. Esto le hizo recordar la muerte de su hermano Ever a manos de los paramilitares. En un retén lo detuvieron, lo amarraron “por sapo de la guerrilla” y le dispararon dos veces delante de los hombres que iban en un chivero hasta San Luis. Le robaron los zapatos, la correa y una moto Yamaha DT negra.
Arcesio se fue de nuevo para Zaragoza, en donde sembró coca. Llegaron las fumigaciones y entonces tomó la decisión de cultivar cacao en Anorí, gracias a un crédito que obtuvo con el Banco Agrario. Siempre había soñado volver a su vereda manejando un carro, con dinero en su bolsillo. La guerra no dejó de perseguirlo, entonces regresó a Aquitania en el 2012. Y volvió a empezar, ahora con el cacao, sin carro y sin plata.
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—¡Vea esto tan bonito, mire, vea! Tanta plata que nos dio y tanta violencia que ha generado esto, ¡horrible! —me dice Juan de Jesús Jiménez, uno de los cinco campesinos más que salió esta mañana, el segundo día de erradicación. En su mano agarra una mata y la levanta como un trofeo después de que Arcesio haya clavado el azadón bajo la raíz.
—Muy horrible como el dicho —agrega Arcesio.
—Cuando el apogeo daba buena plata, pero ahorita esto solo da problemas, violencia… Y a uno lo encuentra la ley y lo cogen y se lo llevan. Esto era en unos tiempos que daba platica, esto ya no sirve.
Dice Arcesio que la siembra de la coca en Aquitania se remonta a los ochenta, cuando el Cartel de Medellín tenía varios cultivos y laboratorios para procesar la pasta; el verdadero apogeo de la coca en el corregimiento se dio hace casi catorce años, una vez inició el retorno de cientos de familias que no tenían cómo empezar de nuevo, mientras él vivía su propia tragedia en Zaragoza y Anorí.
En el 2003 la Oficina contra la Droga y el Delito de la ONU identificó por primera vez que en San Francisco y su corregimiento Aquitania había sembrada coca. Se convirtió en uno de los 44 municipios de Antioquia con presencia de cultivos ilícitos. En los años siguientes los cultivos fueron en aumento hasta que, en el 2008, representaban el 3.9% del departamento con 235 hectáreas. Algo así como 235 canchas de fútbol en línea recta.
—Nosotros queremos acabar esto —agrega Arcesio—. Qué bueno que el gobierno en vez de estar gastando esos infiernos de plata nos ayudara a nosotros los campesinos con algo, y nosotros mismos acabamos con estos cultivos. Si esto durara unos días más, sería más gente… De pronto se nos van a venir problemitas de gente que dice bobadas que nos vamos a embalar.
—¿Qué han dicho?
—Han dicho cositas, porque les da miedo que otros que tengan palos [de coca] se unan a nosotros. Sé que con esto vamos a conseguir proyectos. Montamos un grupito de trabajo porque esto hay que acabarlo. Y esto me alegra mucho. Se han unido de ayer a hoy cinco personas más. Que esto se vuelva grande y que luego se una toda la comunidad porque la violencia que vivimos hace muchos años no se le desea ni al mismo enemigo.
A pocos metros de nosotros Agustín López, el dueño de este predio de dos hectáreas, al lado de una cañada, sumergida entre dos montañas que respiran el mismo aire, levanta su machete de mango naranja y corta por lo bajo los cocales. Tiene una gorra gris desteñida que antes fue negra, con las iniciales de los Yankees de Nueva York. El cabello entrecano se le trepa como enredadera sobre las orejas.
—Tengo platanito —dice—, por eso quiero acabar con esto para seguir trabajando la agricultura, mijo, que es lo de nosotros… No más.
—¿Por qué acaban esto?
—Porque vamos a seguir trabajando agricultura, queremos acabar eso. Por aquí hubo erradicadores pero no vinieron a estas cañadas.
La erradicación inició en el 2008 justo en el momento de mayor cultivo en la zona. Dos años atrás las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio se habían desmovilizado, de manera que el territorio que conquistó el Ejército con el apoyo de los paramilitares en las operaciones Marcial y Meteoro, empezó a coparlo el Estado y otras organizaciones internacionales que intervinieron el territorio con sus proyectos.
Terminamos en el predio de Agustín y bajamos hasta la cañada y ascendemos en la montaña del frente. Sigifredo Gutiérrez, su propietario, ha dormido poco. Ayer se tomó cuatro cervezas antes de jugar el partido de fútbol. En el entretiempo se hidrató con más cervezas y solo se recostó en su cama a las cinco, antes del amanecer. Se levantó dos horas después y por eso a veces suspende su trabajo con el machete y se echa sobre el rastrojo para recuperar el sueño.
En poco tiempo los once campesinos terminan con la media hectárea que tiene cultivada Sigifredo con cacao, yuca, plátano y coca. En unos días, dice, sembrará tomate para remplazar sus matas. En los mejores tiempos les pagaban 2500 o 3000 pesos (un dólar) por gramo de pasta de coca.
—Hay que arrancar esta mata porque genera mucha violencia —dice Sigifredo—. Este es el fin de estas matas, arrancarlas.
La erradicación y sustitución de la coca no ha sido gratuita ni un golpe del destino en Aquitania. Primero lo hicieron organismos como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud) que llevaron el cacao y que motivaron a campesinos como Arcesio para reemplazar los cultivos ilícitos.
Semanas después, la Unidad Administrativa para la Consolidación Territorial, encargada de que el Estado haga presencia en zonas que antes tenía abandonadas por el conflicto armado, se comprometerá a acompañar a los campesinos con un proyecto de cacao, siempre y cuando no tengan coca sembrada.
Por eso César, Faver y Arcesio acordarán reunir de nuevo a los campesinos para acabar con la coca de Pocitos. Para empezar, 64 familias de la vereda recibirán subsidios para empezar a sembrar cacao.
Ahora mientras Arcesio toma una cerveza en la fonda de la vereda para celebrar las dos jornadas de trabajo, dice que la coca les ha generado un problema gigante en su corregimiento y que no es suficiente que él involucre más campesinos en la siembra del cacao si el Estado no les ofrece las oportunidades que durante años les ha negado.
—Y este es el motivo que nos está llevando en este momento a terminar con esto, creyendo en otros proyectos que nos generen cosas mejores, y lo mejor es la paz que nos van a generar otros proyectos de cultivos de cacao, de café, cultivos de aguacate, borojó, plátano, la yuca… y sin problemas con el gobierno. Hombre, este es nuestro aporte como campesinos: estos cultivos lo que producen es guerra y lo estamos acabando. Ese es un esfuerzo grande y una ayuda que le damos al gobierno. Nuestro aporte a la construcción de paz es eliminar los cultivos de coca y creer en los de cacao y café.
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