David Santiago Jaramillo Urrego y Juan Manuel Jiménez Escobar fueron asesinados el 8 de noviembre de 2001 en del Bloque 6 de la Universidad de Antioquia. Los jóvenes jugaban ajedrez cuando fueron sorprendidos por un hombre y una mujer que les dispararon con una subametralladora. La historia de estos estudiantes hace parte de la memoria del conflicto que permanece en los corredores del campus.
Por Pedro Correa Ochoa
Veo esa fotografía en la amarillosa página 10a del periódico —viernes, 9 de noviembre del 2001— y, exactamente 15 años después, evoco a destajo mi propio recuerdo de los hechos: son casi las seis de la tarde del jueves y una mujer se abre paso entre el tumulto que se agolpa frente a un corredor oscuro; estudiantes noveleros —yo uno de ellos—. Se detiene, estira el cuello por encima de las cabezas de los espectadores y, en voz alta y con pasmosa fortaleza, confirma —a sí misma y de una vez a todos los presentes— la tragedia que enlutará a su familia: “sí, esos son sus tenis”.
Escudriño la fotografía. La manta con la que los custodios del cadáver mantuvieron tibia la dignidad de David Santiago Jaramillo Urrego, era pequeña. Por eso recuerdo especialmente sus piernas descubiertas. Escudriño el corredor oscuro. Del lugar donde cayó su cuerpo hasta el tercer piso hay treinta y seis escalones. Esa tarde sus piernas los desescalaron de prisa. Bajarlos a toda marcha puede tardar quince segundos, o menos si se huye de las balas.
Antes de esa cuesta abajo hacia la muerte, el muchacho —23 años, estudiante de Regencia de Farmacia— jugaba una partida de ajedrez con Juan Manuel Jiménez Escobar —trasladado a la Policlínica con dos balazos en el cabeza, herido de muerte a sus 27 años—. Los peones, las reinas, los alfiles… quedaron derrumbados sobre el piso del balcón occidental del Bloque 6, en el Campus de la Universidad de Antioquia. Hasta allí llegaron los pistoleros, armados con una subametralladora con silenciador. “Eran una mujer y un hombre”, testificaron algunos de los noveleros —recuerdo escucharlos—. La nota que acompaña la foto en la ya amarillosa página 10a de El Colombiano, acogió una versión semejante, así: “No se sabe ni cómo entraron ni cómo salieron los homicidas, dijo un vigilante de la institución, quien precisó que, al parecer, los asesinos fueron un hombre y una mujer”.
En el Acta 203-2001 del Consejo Académico, que se reunió de “manera extraordinaria” —¡cinco días después!—, quedó registrado que el rector de entonces, Jaime Restrepo Cuartas, expuso que a uno de los muchachos asesinados “le encontraron propaganda de un movimiento nombrado Resistencia Estudiantil”. También, aseguró ante el Consejo, “uno de ellos había sido detenido durante ocho meses y dejado en libertad por falta de pruebas”. En la revista Noche y Niebla —del Cinep—, y su Banco de Datos de Derechos Humanos y Violencia Política, aparece el nombre de David Santiago Jaramillo Urrego entre un grupo de “detenidos arbitrariamente en un operativo realizado durante el Paro Cívico Nacional. El hecho se presentó en el barrio La Divisa, cuando comunidades populares de la zona centro de la ciudad se disponían a realizar una marcha”. Según la publicación, en ese hecho —septiembre de 1998— miembros de la Policía Nacional, ante lo que explicaron como una emboscada, “ejecutaron a tres manifestantes y detuvieron arbitrariamente a 23, de los cuales 7 fueron heridos”.
Pese a las circunstancias anteriores, no hubo, al menos no públicamente, una asociación directa de los homicidios de David Santiago y Juan Manuel como un hecho de violencia política relacionado con las dinámicas de movilización universitaria. Tampoco hubo un reclamo contundente del movimiento estudiantil frente al suceso. No obstante, el hecho marcó lo que podría llamarse una nueva era en la cotidianidad dentro del Campus. Una afectación banal me lo recuerda: al día siguiente de la muerte de los muchachos tenía un parcial de Cálculo, a las seis de la mañana. Tras la madrugada, unas cuadras antes de que el bus llegara a la Universidad, escuché en las noticias radiales que las clases se suspenderían ese viernes y todo el puente festivo. El martes siguiente volvimos a una Ciudad Universitaria desprovista de cualquier ventorrillo informal. Eran en total 166, según los registros del allanamiento que ese fin de semana hicieron las autoridades universitarias; 66 eran propiedad de estudiantes y 100 de comerciantes que no tenían vínculos con la institución.
Antes de esa trágica noche el ingreso al Campus, tanto para los universitarios como para personas externas, se lograba con pocas restricciones. Así que tras ochenta actos delincuenciales registrados al interior de la Universidad en lo corrido de ese año, los homicidios de David Santiago y Juan Manuel fueron el punto de quiebre para justificar nuevas medidas de seguridad. El rector decretó la prohibición de ventas informales, detrás de las cuales, aseguró, se camuflaban actividades que ponían en riesgo la seguridad interna. A los vigilantes se les ordenó requisar en las porterías los morrales; y empezó a materializarse el proyecto de instalación de torniquetes y cámaras de seguridad —hoy, una realidad.
Quince años después el corredor por el que esa noche caminó el cortejo fúnebre que despidió para siempre a David Santiago es, de nuevo, un mercadillo. Hoy, ese nuevo statu quo universitario desatado tras la muerte de los dos muchachos, parece en vano. Tal vez porque la Universidad —como la memoria—, es un tiovivo indeliberado y complejo que con frecuencia, caprichoso, retorna al pasado.