La historia del desplazamiento forzado de Yadis Sosa y su permanencia en Medellín a través del arraigo a la tierra
Por Juan Camilo Castañeda Arboleda
Al ¡tun! ¡tun! ¡tun! que provoca el choque de la almádana con la estaca que clava Yadis Sosa en la tierra, lo acompañan los trinos de los pájaros y la voz de un locutor de una emisora local. La huerta de Yadis, quien para su jornada de trabajo viste una gorra, una camisa de manga larga, una sudadera y botas de caucho hasta las rodillas, no está desordenada como me lo había advertido. En las dos horas que lleva trabajando ha logrado organizar lo que ella misma describió como un desastre. Allí siembra cebolla de huevo y de rama, tomate, lechuga, albahaca, cilantro y otras hortalizas. Algunas ramas de auyama se enredan por el cerco que marca el límite entre las parcelas. Por entre los claros que no cubre la vegetación se puede observar el otro lado de la montaña, donde está ubicado el barrio Buenos Aires de Medellín.
Yadis nació en Amalfi el 27 de octubre 1975. Su abuelo paterno, don José Sosa, repartió entre los diez hijos la finca que tenía en la vereda Arenas Blancas de este municipio del nordeste de Antioquia. “Sembrábamos –recuerda Yadis– yuca, plátano, frijol, maíz, café y caña”.
Ahí vivió con su familia –su papá José, quien falleció cuando ella tenía nueve años, su mamá Margarita Chica y su hermana Heidy– hasta que en el 2001 un actor armado del conflicto colombiano que ella no especifica –tal vez por la turbulencia que genera la guerra, porque no lo supo distinguir, por miedo o porque simplemente no lo quiso nombrar– irrumpió en Arenas Blancas, asesinó a su tío y a los demás integrantes de la familia les dio un plazo de dos horas para dejar su tierra. Ella salió de su casa con las prendas que vestía. Iba con su hijo Daniel, que tenía 6 años, y en los brazos cargaba a Ángela, su hija menor, quien apenas tenía 4 meses. “Hay gente que dice que uno debe olvidar, y eso es imposible, eso está siempre en la memoria de uno”, asegura.
El viaje hasta Medellín duró dos días, pues desde la vereda caminaron entre el monte, abriendo trocha con machetes, para evitar cruzarse con los armados en la carretera hasta el corregimiento de El Tigre. Desde ahí viajaron en bus hasta la capital de Antioquia y se demoraron 10 horas. “Cuando llegué a esta ciudad y la vi tan grande yo pensé que me iba a comer. Uno llega desubicado y sin estudios, uno no encuentra empleo fácil”.
La familia de Yadis fue la tercera que llegó al barrio Pinares de Oriente, en la parte alta de la comuna 8 de Medellín, justo en el límite con el cerro Pan de Azúcar. “La verdad es que esto no parece Medellín. Medellín es abajo en el centro, esto es como el campo”, comenta Yadis. Su afirmación toma sentido si se tiene en cuenta que en el barrio hay una iniciativa de huertas comunitarias para la población víctima de desplazamiento forzado. A ella le entregaron un pedacito de tierra el 16 de abril de 2012. “Esto era un tierrero amarillo. Muchos decían: qué se va a cultivar ahí, y mire cómo está. La gente dice que yo tengo buena mano y paciencia”.
Para Yadis su huerta es una forma de conectarse nuevamente con la tierra. “Esto me trae la memoria del campo. A uno no se le olvida la tradición. Yo soy campesina y la huerta me ayuda no aburrirme tanto en esta ciudad tan grande”.
Memoria, resistencia y seguridad alimenticia
Es 10 de junio de 2016. Los 40 representantes de las familias que poseen una de las huertas del barrio Pinares de Oriente, están citados a una reunión en la Casa Vivero Jairo Maya, ubicada en el barrio Sol de Oriente, en la que definirán las personas que estarán al frente de un proyecto productivo que pretende instalar una plantuladora.
A la reunión llegan 24 personas, entre ellas Isela Quintero, lideresa comunitaria quien, según cuenta Yadis, “es la persona que, mientras nosotros estamos sembrando, se encarga de gestionar recursos y promocionar nuestros productos”.
Isela llega poco después de las dos de la tarde, acompañada por su perro. Viste una camisa rosada de mangas largas, jean y sandalias azules, y lleva un bolso de cuero. Mientras esperan a dos funcionarios de la Alcaldía de Medellín que acompañarán la reunión, Isela toma la vocería del grupo y pide que los interesados en participar en la plantuladora levanten la mano. Al ver que ninguno de sus compañeros se postula, manifiesta su decepción con una frase que causa un silencio incómodo en el lugar: “Así no podemos seguir, todos tenemos que aportar algo, de lo contrario yo sola no puedo seguir liderando”.
Isela, desplazada del municipio de Cocorná, emprendió con algunas personas de la comunidad de Pinares de Oriente la iniciativa de las huertas comunitarias en el año 2009, con el objetivo de generar memoria, resistencia y seguridad alimentaria para las familias desplazadas que viven en el barrio. “Nosotros somos campesinos desarraigados. Sabemos trabajar el campo y con las huertas recordamos nuestra tradición. También le decimos a la gente de Medellín que aquí estamos, nos visibilizamos y esa es una forma de resistir, y con los alimentos que producimos complementamos la alimentación de nuestras familias”, explica.
La Alcaldía de Medellín le entregó el terreno en comodato a la Unidad de Víctimas, institución que ha apoyado la iniciativa. “Actualmente, cuarenta familias se benefician de las huertas comunitarias, y cada una tiene a su disposición 40 metros cuadrados. El 90% de los participantes son madres cabeza de familia víctimas de desplazamiento”, dice Isela.
El saber campesino
Berta Alicia Vásquez vive en la parte alta de Pinares de Oriente. Su casa tiene dos plantas. En el segundo piso está su habitación donde hay varias figuras religiosas, una cama y un colchón enrollado y atado a una de las paredes de madera. En el primer piso hay una nevera, un mesón y una estufa. Este espacio, que mide 3 metros de largo por 2,80 de ancho, le sirve, además, como lugar de trabajo, pues ahí prepara galletas de limón, carnes vegetarianas y un chimichurri, de receta especial y secreta, que vende a sus vecinos y a otras personas que ha conocido en espacios como la Casa Museo de la Memoria.
Nació en Liborina, pero ahí solo estuvo de paso. Su acento es una mezcla entre paisa y costeño, pues vivió 17 años en el departamento de Córdoba. Allá ocurrió su primer desplazamiento, cuando hombres armados la sacaron de su tierra en el corregimiento de Juan José, Montelíbano. Llegó al barrio Santo Domingo de Medellín donde vivió durante 17 años; en esta ocasión, fueron los grupos armados urbanos los que la obligaron a dejar el territorio.
Regresó, entonces, a la costa, esta vez al municipio de San Bernardo del Viento. De allí, asegura, no se desplazó por la violencia. “Me vine porque allá hay mucha plata pero está mal distribuida”.
Los alimentos que cosecha en su huerta no son los mismos que cosechaba en Córdoba, “esto porque el clima es muy distinto; aquí, por ejemplo, no hay ñame”. Sin embargo, afirma que ha podido recuperar su relación con la tierra gracias las huertas y que le ha cogido cariño al cultivo de plantas aromáticas, “a la menta, sobre todo, que es una vagabunda, ella crece donde usted la siembre”.
En la finca que tenía su papá en el corregimiento de Juan José, Berta aprendió la crianza del ganado y el cultivo de arroz, yuca, ñame, frijol y maíz. “Yo peleo mucho con mis compañeras de las huertas de acá de Pinares porque no saben sembrar el maíz. Aquí hay que sembrarlos separaditos porque el clima es frío, sino no crecen” explica.
Para Berta las huertas no resuelven por completo la alimentación de las familias. Sin embargo, ha entendido que, además del consumo, a los productos que cosecha puede sacarles otros beneficios. “Por ejemplo –comenta mientras fuma un cigarrillo- con mis hortalizas, que son orgánicas, hago el chimichurri y la carne vegetariana, si me falta algo se lo compro a una vecina, y con la venta de mis productos compro el arroz, el aceite y las cosas que aquí no se cultivan”.
Doña Berta se convirtió, además, en una experta en los usos que tienen las plantas. Las utiliza para curar y prevenir enfermedades, incluso, para tratamientos estéticos. “La jamaica sirve para los riñones; el cilantro, para el insomnio; la rúgala con hojas de zanahoria y remolacha, para adelgazar; la albahaca, para el corazón; la penca sábila, para la piel y el cabello”.
En Yadis y en Berta pervive el anhelo de regresar a los territorios que tuvieron que abandonar. Sin embargo, aunque han pasado largos años en el destierro, ese es un sueño que no ven cercano. A Yadis le da miedo que al volver los actores armados sigan presentes y Berta cree que las condiciones económicas en el campo son difíciles. Las huertas comunitarias, de algún modo, como dice Berta, representan algo de la paz que anhelan y que les arrebataron con sus tierras.
Sin comentarios