Alicia Giraldo es una de las víctimas que dejó el conflicto armado en el municipio de Granada, oriente antioqueño. A su esposo lo asesinaron y su hijo mayor está desaparecido. Fue muy difícil rehacer su vida y la de sus hijas. Trabajó recogiendo moras y aprendió a leer y escribir. El periodista Hugo Tamayo escuchó su historia.
Por Hugo de Jesús Tamayo
Doña Alicia Giraldo apareció en uno de los cuatro balcones pocos segundos después de que le toqué la puerta. Al inclinar su cabeza por entre dos materas con flores rojas, que colgaban del herraje metálico de ese balcón, dijo: «¡Ah!, ¿es usted? Espéreme un momentico ya le abro». Las palabras se le escucharon con el deje campesino intacto. Su voz era decidida y con energía, igual que cuando saludó al abrir la puerta. Como si el tiempo ya fuera otro. Como si el dolor que tuvo que soportar por la desaparición de su hijo y el homicidio de su esposo, hace más de diez años, no lo llevara en su alma. «¡Pase, bien pueda!», me dijo de inmediato.
“¡Noooo, a mí ya no me choca contar eso. Y siendo verdá!”, fue lo primero que contestó doña Alicia, después de que nos sentáramos en un mueble de la sala, cuando le dije que si le molestaba alguna de mis preguntas, de antemano, le ofrecía mis disculpas. Con la misma fuerza en su voz, volvió a decir: «¡Pregúnteme lo que quiera!».
Con el primer interrogante, empezó a narrar su historia:
Arnoldito, el esposo mío, me mandó aquí paʼl pueblo para darle colegio a los niños que paʼ que salieran adelante. Entonces yo me vine con los más pequeños y con él se quedó el grandecito. Y de la finca me mandaba revuelto, panela y plata que paʼ que comprara la carne y por ahí cositas. La comida no se embolataba.
Y un día me dijeron que mi esposo llamó al muchacho del cafetal, que venga desayune. Bueno, él vino —como ya le habían dicho en una reunión que el que no colaborara se lo llevaban—, y que había una gente por ahí escondida en la estancia y ahí mismo que llegó lo apelotiaron. Entonces ya dizque el niño se arrodilló, sin desayunar ni nada, y que le dijo: «papá écheme la bendición que ya nunca me va a volver a ver». Entonces ese hombre todo asustado le echó la bendición. Ese es Edis Norbey, el que no volví a ver.
Y desesperao se abrió a buscalo. Y al ver que búsquelo y búsquelo y nada, ya en Semana Santa él le habló a esa gente que por favor le entregaran el niño, que estaba cansado de esperarlo. Y que le dijeron, corra paʼllí si ta cansaíto. Y en medio de la iglesia y de onde hay un centro de salud, ahí lo cuadraron y lo mataron.
Hacía como tres meses que no lo veía, entonces le había mandao a decir con mi suegro que si iba a venir a Semana Santa, que si no paʼ mandale la ropita paʼ que tuviera bien pinchaíto. Y la razón fue que él venía. Entonces yo lo estaba esperando y le compré ropa: pantalón, camisa, medias. Y hasta unos zapaticos. Y el viernes santo llegaron con él. ¡Ay!, a mí me dio muy duro eso. Cuando a él lo trajeron matao le eché esa ropa paʼ que se la pusieran. Con la ropita nueva lo enterramos.
Desde que mataron a mi esposo me iba muy mal paʼ la comida. Y lo que más duro me daba era despachar a los muchachitos paʼl colegio sin tomar siquiera traguitos. ¡Ay!, eso era muy duro, uno sin una garra de panela. Yo bregaba que ellos no echaran de ver. Yo era callaíta. Pero al ver que mis niños cogían camino a la escuela con hambre, quedaba en un solo llanto.
Y como me daba ese desespero velos salir así, entonces a veces yo me levantaba, los dejaba arreglándose y me volaba ponde mi mamá a ver si tenía un pedacito de panela que me diera. Y ella, hasta bien pobre también, me decía: «ahí en la cocina hay una librita, pártala en la mitad y llévese un pedazo paʼ usté». O a veces tenía un par y me decía, coja una enterita. Y ya me venía toda contenta a haceles el desayuno —pues, la aguapanelita— a los niños paʼ despachalos. Y en algunas ocasiones sacaba en la tienda unas tostadas fiadas, pero eso me daba pena hacelo seguido, ¡porque paʼ pagar cuándo por Dios!
De pronto, cuando mi Dios me mandaba un angelito, me daban por ahí mil pesitos o así, iba y pagaba en la tienda. También hacía fila los lunes en San Vicente y allá me daban una panela y una libra de arroz, y muchas veces eso era lo que tenía paʼ los niños en toda la semana. Pero a veces, sin terminase la fila, decían: se acabó todo, no hay más. En otras ocasiones me ponía a lavarle ropa a una vecina y me daba arroz, papa, panela. Plata no, pero mercaíto sí.
Al tiempo que nos pasó todo eso, dijeron que por allí iban a abrir una casa paʼ reunir a los niños huérfanos por la violencia. Y yo me volé a ver qué era, y los iscribí. Y ya yendo allá, vi a mi niña más animaíta, porque ella mantenía muy triste por la muerte del papá y el hermano que no apareció. Mónica era desesperadita paʼ irse el día que le tocaba ir a la fundación la Casa del Niño y la Niña. Y yo también, porque sabía que allá le daban alguna cosita.
Y también metí a la niña al internado por la mera comidita, paʼ yo pagásela a las monjas con trabajo. Tenía que coger moras. Y me ponían a desyerbar esas matas y eso me clavaba las tunas por aquí, por entre las uñas. ¡Más horrible! Después tenía que mochar ese tunero y recogelo en unos costales paʼ uno echáselo al hombro y pasalos paʼ otra parte, paʼ hacer montones y después quemalos. Vea, yo venía a la casa con estas manos todas rayadas y ni qué decir la espalda. Y mi niña me veía así y me decía: «Mamá, yo mejor me voy a salir del internado paʼ que usté no le toque matase tanto. No trabaje allá, ¡ah!, qué pesar». Y yo cómo ponía a pasar hambre a mi muchacha.
Allá a mí me tocó hacer de todo: aporcar frijol, me mandaban por canastaos de mierda de esas vacas paʼ que la llevara paʼ unas matas de plátano… Y uno, entre más trabajaba, mejor paʼ esas hermanas.
Al principio me daban el desayuno y el almuercito, pero después me dejaron de dar comida que porque el presupuesto no alcanzaba. Y con esos calores tan machos, ¡bendito!, ni bogao tan siquiera me daban. Yo tenía que llevar, cuando había, porque, cuando no, tenía que aguantar hambre. A veces desayunaba con un trago de agua de panela o si acaso con una tostada y salía a las siete y media de la casa paʼ irme todo el día paʼllá. Y cuando esas viejitas se descuidaban, iba y cogía un vaso de por ahí y les robaba agua y tomaba.
Y a las cinco me iba a ir y me decían: «¿Y es que ya se va? Mire que todavía está de día». ¡Y no les gustaba! A la mandona, la hermana viejita, era a la que más le daba rabia porque me iba a esa hora. Y ya después me les empecé a ir a veces hasta a las cuatro de la tarde, paʼ llegar a hacer alguna cosa paʼ comer, porque yo llegaba muerta del hambre. Y paʼ darle a los otros muchachitos.
Como yo venía a la casa toda reventada estas manos, porque me mandaban a cargar viajes de Kingrass —de esa yerba paʼ las vacas—, y como pica esa pelusa que lo desespera a uno, entonces un sábado —porque los sábados también les trabajaba— le dije a Mónica qu yo me veía muy enferma, que no voy a aguantar, yo me voy a morir en ese trabajo donde ni comidita me dan. Y ella me contestó: «Mamá, yo tengo mucho pesar con usted, mejor sálgase. Tranquila que ahí comemos lo que podamos». Y yo pensaba que qué pesar de mi muchachita, será que otra vez la voy a poner a pasar hambre. Ya llevaba como cuatro años matándome. ¡Ah!, y me salí de allá.
De lo malo que me pasó aprendí otras cosas. Con eso que aprendí, ya como que uno mantiene más entretenido y se le van yendo los pensamientos malucos. Porque cuando tenía a Mónica en la Casa del Niño y la Niña me citaban a reuniones, pero me daba pena ir, pues allá lo ponen a uno a escribir y yo no sabía. Y no iba. Ya después, cuando ella estaba jovencita, entró a Granada Siempre Nuestra —G.S.N.— como aprendiz, pero ahí sí tenía uno que ir a las reuniones por obligación. Y fui, y en un ejercicio de esos me pasaron un papelito y yo no hacía nada. Entonces la encargada se me arrimó, y le dije pasitico: «es que yo no sé escribir». Que es por eso que me daba pena venir a reuniones. Entonces Yaqueline, que es la que dirige en G.S.N., me dijo que si me provocaría aprender a leer y a escribir, y le contesté que yo sí, pero que qué pena. ¡Que yo qué voy a aprender. Uno ya viejo! Entonces me dijo: Le voy a poner una profesora a su gusto.
Cuando fui a ir el primer día, en el camino me acordé cuando hice en la vereda Los Medios el primero de escuela; que era muy rico estudiar, pero a uno le daba miedo de la profesora porque ella cascaba muy duro. Me dejaba estas manos rojitas de los golpes con una regla. Y bueno, entré. Y cuando llegué que a clase, ¡ay!, y vi que era no más yo, ahí mismo dije: «¡Cómo así que a mí me van a enseñar solita. Qué pena!» Y la profesora me dijo: «No, eso no es delito, venga siéntese». Y yo no era capaz de hacer nada, como achantada. Y yo volvía y le decía que yo qué iba a aprender.
Ya me puso como a juntar letras, palabritas, y yo por hacer una letra hacía otra. ¡Ah!, muy tapada. Me fue muy mal esa primera vez. Y llegué a la casa y le dije a Mónica que yo no iba a volver. Y ella me dijo: «Mamá, vuelva». «No, qué pena paʼ uno de pronto no llevar las tareas».
Y al otro domingo mi niña me dijo: «No mamá, arréglese y váyase». No, que me dolía la cabeza, le dije yo. Que qué mentirosa soy, me dijo, y ahí mismo me empacó la maleta. Y ya la segunda vez salí de estudiar más contenta. Ya estaba segura de lo que me había enseñado Camila, la profesora. Y me dijo que yo aprendía muy fácil.
Entonces ahí sí me alegré. Ya iba más animada. Y como a la tercera clase me pusieron de tarea que trajera los nombres de todos los hijos y del esposo —pues, del finaíto Arnoldo— escritos. Y yo le decía a Mónica: «¿Cómo es que se escribe la primera letra?» Que porque dizque la primera letra del nombre tiene que ser más grandecita. Por ejemplo la A, de mi hija Aidé, tiene que ser más grande. Y mi niña toda linda se sentó conmigo a hacer la tarea.
Cuando escribía los nombres pensaba en mis cinco hijos vivos. Después el de mi esposo. Ese fue duro; al escribilo pensé cosas. Pero cuando estaba escribiendo el de mi hijo desaparecido, con ese sí dije por dentro: cuánto hace que no veo a mi niño, saber que me sacaron sangre que por si de pronto resultaba en una de esas fosas que encontraban. Y espere noticia y nunca me volvieron a decir nada. Hasta pensé: qué rico uno morise, porque dicen que uno en la otra vida se ve con ellos. ¡Ah!, pero qué pesar también dejar a mis otros hijos. Yo no sabía por cuál de los dos lloraba más. Yo pensaba en el uno y en el otro. Pero creo que se sufre más por un hijo, y más que nunca apareció. Bueno, al fin terminé la tarea de anotalos a todos. ¡Bendito sea Dios!
Ya me pusieron a leer en un libro un cuento, y yo me gustó mucho leelo. Y ya por ahí a los cuatro meses leía de corrido. Ese año estuve contenta y que, como ya había aprendido a leer, paʼl otro año me seguían enseñando números y divisiones, dijo la muchacha. Y nunca le falté a la profesora con las tareas.
Ya después me pusieron fue un profesor paʼ los computadores. Y ese me dijo que tenía que aprendeme las tablas que paʼ las otras dos semanas. Y a los quince días le llevé las tablas aprendidas en desorden. Y él también dijo que yo aprendía muy fácil. Yo quedé muy contenta con él también.
Y los otros hijos: «Jm, ¡ay, dizque mamá estudiando!» Todos contentos venían y me abrazaban. Que tan linda mi mamá. Y yo feliz que mis hijos me abrazaran. Aquí nos entrevistaron a Mónica y a mí. Yo saliendo y ella despidiéndome paʼ irme a estudiar.
Pero yo le di gracias a Dios cuando mi niña sacó los grados. ¡Ay!, yo pensaba que no iba a ser capaz. Uno lo ve y no lo cree. Aunque el menor salió muy rebelde y no quiso estudiar, saqué a todos adelante. Ya tienen su trabajito, unos se casaron… Y Mónica, desde que empezó a trabajar, me da plata y me dice: «Vea mamá paʼ que compre lo que necesite».
Ya con mi edad solo le pido a Dios que me dé salud paʼ seguir luchando. Vea que ya tengo el otro esposo. Me da, gracias a Dios, buena vida, y la comidita no se pierde.
Doña Alicia, antes de despedirme, me dijo: “¡Yo ya me he recuperado mucho! Pero ¡ay, Dios mío!, qué rico que aparecieran los restos de mi muchacho”; y fue bajando la voz a medida que pronunciaba esta frase. En ese instante, con la mano derecha impidió que las lágrimas rodaran por su rostro, igual que ocurrió cuando narraba la historia en la que sus niños salían a estudiar. Para contar sus otras experiencias, siempre tuvo la misma energía con que me saludó al abrirme la puerta de su casa, sin que se le notara ningún dolor y, menos, resentimiento.