El grupo de bordadores Unión de Costureros, del Centro de Memoria Paz y Reconciliación de Bogotá, se ha propuesto cubrir con sus creaciones el Palacio de Justicia en septiembre de 2020. Esta es su historia y la del proyecto más ambicioso que han emprendido hasta ahora.

Por: Adrián Atehortúa

Para que se entiendan mejor las dimensiones de su próxima proeza, Virgelina Chará se levanta de su asiento y dice “venga le muestro”. Botas de lluvia, vestido rojo, mochila wayuu, turbante, un aborrajado en una mano, un tinto en la otra —no ha habido tiempo para almorzar—. Sale del salón donde siguen bordando algunas mujeres que asisten al grupo Unión de Costureros, recorre los pasillos del Centro de Memoria Paz y Reconciliación (CMPR), atraviesa un salón donde están las exposiciones permanentes del CMPR, abre una puerta camuflada en una pared que solo ella y los empleados del lugar conocen, cruza el enorme garaje que hay a continuación y se detiene ante una puerta tras la cual está la bodega en la que guarda todo lo que han bordado y cosido estos años. Adentro todo es un caos de cosas arrumadas en un frágil equilibrio que ella domina, y con una destreza inmediata extrae del desorden una bolsa negra de plástico. Hace el mismo recorrido de vuelta y de la bolsa saca un rollo de tela naranja, como una mandarina gigante y luminosa. Mide 6 metros por 1,60 y la extiende a lo largo la mesa, sobre la que se borda todos los días, cubriéndola por completo.

En su extensión se ve un mapa de Colombia bordado, una pareja de campesinos bordados, algunos esbozos de lo que hay que bordar próximamente en retazos pegados con alfileres. “Esto es lo que vamos a hacer”, concluye Virgelina. Entonces se entiende mejor lo que ha venido explicando: la unión de muchísimas telas de este tipo (tela Tempestad #8), con medidas similares, en todos los colores, con bordados de la misma temática alusivos a la paz, al conflicto, a los acontecimientos violentos del país hechos por personas que asisten a este costurero, creará una enorme tela de dimensiones desproporcionadas, lo suficientemente grande para envolver el Palacio de Justicia.

El proyecto es una quijotada en la que vienen trabajando hace más de dos años y que por fin han empezado a ejecutar en septiembre de 2019. La idea es que, para el 21 de septiembre de 2020, Día Mundial de la Paz, la enorme colcha esté lista y todos los colombianos puedan ver en esos bordados las memorias, pensamientos y realidades que vivieron, y aún viven, colombianos de todas partes marcados por el conflicto.

Muchos de los asistentes a Unión de Costureros son víctimas. Otros son personas que desde hace seis años se han animado a pensar y reflexionar sobre las consecuencias que han dejado las violencias en el país, en un ejercicio que ellos llaman Pedagogía de la Memoria. Foto: Adrián Atehortúa.

Todo eso estará y ha estado coordinado por Virgelina Chará, una mujer de 64 años, sin asomo de cansancio por la energía de atleta con la que organiza todo lo que se hace aquí. Como casi todo el mundo en Suárez (Cauca), su pueblo natal, se dedicaba a cultivar café y otras frutas, criar gallinas y marranos, sacar oro del río a punta de barequeo. Una vida de campo que, a pesar de todo lo precario que ha sido siempre el campo en Colombia, era una vida tranquila. Hasta que en 1980 llegó el proyecto hidroeléctrico Embalse de Salvajina, el primero en su tipo hecho con inversión extranjera en el país, y Virgelina comenzó a liderar las causas de los que se veían más afectados por ese nuevo orden impuesto, que era prácticamente toda la población campesina y minera del lugar. Así, sin tener la más mínima experiencia en el tema, se convirtió en defensora de derechos humanos.

—¿Cómo aprendiste todo lo que sabés de derechos humanos?

—Pues denunciando… Como no nos hacían caso, pues tenía que averiguar que era todo lo que tenía que hacer para defendernos… Si íbamos y denunciábamos los abusos de las autoridades o del ejército nos trataban de calumniadores.

Por esa vocación social que el Estado colombiano nunca apoyó, sino todo lo contrario, en 1985 tuvo que huir a Cali con su familia y muchos de sus coterráneos para proteger sus vidas de las miserias en las que quedaron al perder sus tierras por cuenta del megaproyecto hidroeléctrico y las amenazas que no tardaron en llegar. Lejos de cualquier cosa que se pareciera al campo, que era lo que sabía hacer, vendía chontaduro en una carreta para ganarse la vida. “Imaginate… tener que vender una cosa que nosotros cogíamos del suelo y de los árboles para alimentar a los cerdos porque allá en el campo eso sobraba… Imaginate lo que era eso para mí”, recuerda sobre esos días. En el tiempo libre que le quedaba, si lo había, continuaba su causa para poder conseguir un techo digno para los suyos y mil 200 familias más que como ellos habían llegado desplazados a la ciudad y terminaron asentados en Aguablanca, un distrito periférico y sin servicios públicos que la ciudad se empeñaba en desatender. Solo fue en una toma del M19 que llegó por primera vez la atención que pedían. Sin embargo, Virgelina y otros líderes que trabajaron en la causa barrial terminaron señalados de guerrilleros.

Poco tiempo después, en 1987, por denunciar los abusos de las autoridades contra los de su comunidad, fue capturada junto a su hija de nueve años y ambas fueron torturadas en clandestinidad por el entonces organismo de inteligencia B-2 de la Fiscalía. Tuvo que regresar a Cauca, esta vez en la zona sur del departamento, y ahí vivió al margen de la zozobra hasta que las amenazas regresaron cerca del año 2002, cuando comenzó a denunciar la desaparición de hijos de varias mujeres, que eran reclutados a la fuerza por grupos ilegales o que eran llevados por miembros del ejército y nunca regresaron. Nuevamente, para proteger su vida y la de los suyos, tomó lo que tenía y huyó hasta llegar a Bogotá en 2003. Ya en la capital, con siete hijos y dos desplazamientos encima, creó la Fundación Asomujer y Trabajo, dedicada a atender a mujeres víctimas del desplazamiento forzado, familiares de víctimas de desaparición forzada, o que se han visto obligadas a ejercer la prostitución en el marco del conflicto. Desde entonces, su nueva vocación social corrió paralela a una cantidad de oficios de toda índole para ganarse la vida, entre ellos el de bordar, que había empezado con mujeres de Cartago como una forma de sustento.

Cuando se creó el Centro de Memoria Paz y Reconciliación en Bogotá, en 2012, Virgelina ya era una de las líderes con más trayectoria y su voz era infaltable a la hora de hablar sobre víctimas. Hoy domina el tema con un conocimiento tan amplio que, sin duda, la convierte en una de las personas que más sabe sobre la historia de la lucha por los derechos de las poblaciones afrodescendientes del país. Combinando una cosa y la otra, buscando una forma en la que las historias de todos los afectados no quedaran en el olvido, creó una serie de costureros en diferentes puntos de Bogotá, con sede central en el CMPR, donde también tienen lugar los costureros Kilómetros de Vida y el de las Madres de Soacha.

Hace dos años Virgelina decidió abrir las puertas de sus espacios para que cualquier persona, no solo víctimas, se unieran a coser y reflexionar sobre el conflicto y las consecuencias de la violencia en el país. “Yo siempre lo he pensado de una manera diferente, porque ya había empezado a bordar con Asomujer y Trabajo hacía más de diez años… para mí era una forma de rescatar las memorias colectivas que empiezan a perderse con el despojo que produce el desplazamiento y la desaparición, porque con la gente que se va también se van todos sus conocimientos. Hay que compartirlo con otros para que no desaparezca, no podía quedarse entre nosotros nada más”, dice Virgelina. El experimento podía ser desastroso o salir bien.

Pasó lo segundo. En menos de tres meses, habían llegado mil 200 personas nuevas. A esta mesa enorme donde solo venían a coser víctimas, empezaron a acompañarlos jóvenes, jubilados, docentes, universitarios, vecinos de barrio que querían unirse a bordar y vivir un costurero en todo  su rigor y como en los viejos tiempos: sentarse a echar hilo, aguja, puntadas, chisme y parla a punta de tinto y aborrajado. Lunes, martes, miércoles y sábados, de nueve de la mañana a siete de la noche, las horas pasan entre murmullos, reflexiones, risas y miles de miles de puntadas de desconocidos que se tratan como amigos hasta que se vuelven amigos de verdad. Los nuevos asistentes multiplicaron el mensaje y ahora la dinámica de Unión de Costureros es una experiencia apoyada oficialmente por 12 universidades y 3 colegios de Bogotá, como un ejercicio valioso de memoria del país.

Así fue que llegó Tatiana Cantor a este salón. Ella tiene 21 años, ha vivido toda la vida en Chía y está en los últimos semestres de Psicología en la Universidad Minuto de Dios. Dice que después del costurero ya no se es la misma. Empezó a estudiar la carrera por no dejar, porque en realidad quería se parte de la Fuerza Naval pero sus padres le dijeron no, que fuera a la universidad. Ella fue a la Fuerza Naval pero no desobedeció a sus padres: buscó cuáles carreras ejercían con más frecuencia los integrantes de la Naval y la que más le llamó la atención fue Psicología. Entonces entró a la Uniminuto para ser psicóloga, para luego entrar a la Naval y así todo el mundo contento.

Hace un año matriculó el curso de Responsabilidad Social que obligatoriamente deben cursar todos los estudiantes de la universidad y entre los programas que había aplicó al de Memoria Histórica. “Yo veía a algunos compañeros bordando en la universidad. En cualquier rato libre que tenían, entre clases, sacaban ahí la tela, los hilos, las agujas y aprovechan para avanzar un poco porque como toma tanto tiempo… les pregunté que qué era eso y me explicaron que era del programa que habían elegido para Responsabilidad Social. Entonces inscribí esa, pero resultó que no era nada de lo que me imaginaba”, recuerda.

Lo que se imaginaba era, más o menos, llegar a un lugar donde había personas que necesitarían de su ayuda como futura profesional, como persona que no ha sido azotada directamente por el conflicto. Su “nueva clase” sería en el CMPR y el primer día fue con su mamá porque podían llevar un acompañante. Lo que pasó fue un tour por los rincones del recinto, conocer cada una de las piezas que simbolizan con arte las cifras de atrocidades de la violencia del país y dos horas después, por fin, mesa redonda con el grupo de nuevos compañeros para entrar en materia.

Para ese momento Tatiana ya estaba abrumada por toda la información que había recibido, que era dolor e injusticia en todos los sentidos. Cuando comenzaron las preguntas se descolocó aún más. Le preguntaron qué era la violencia, por cuáles había pasado, qué casos cercanos conocía, cuáles habían sido los episodios más duros de violencia que había presenciado. Todas las respuestas conducían a una enorme respuesta: ella también estaba tocada por la violencia del país y también todos los que conocía. Estaba ahí para darse cuenta. Ese sería su trabajo de responsabilidad social. “Si estás en Colombia ¿cómo no vas a tener que ver con el conflicto, con la violencia?”, dice durante una pausa.

Como todos los presentes, Tatiana pasó por el proceso que ya está establecido en Unión de Costureros y que es lo que conforma su Pedagogía de la Memoria. Después de socializar con los demás integrantes y hablar —darse cuenta— de la violencia, plantean una propuesta de un primer bordado al que llaman “la tela personal”, que es aquella en la que plasmarán algo que simbolice su historia relacionada con la violencia. Eso era lo que veía bordar a sus compañeros en la universidad en los ratos libres: las memorias de dolores y violencias por las que cada uno y a su manera había vivido. Luego, por etapas, aunque sin un orden necesario, conocen las formas en que también se pueden rescatar la memoria colectiva que, en el caso del grupo de Unión de Costureros, recurre a líneas temáticas y de exploración como la gastronomía, la medicina tradicional y expresiones artísticas como el baile, la escritura, la música, las artes escénicas.

Tatiana bordó una tela dedicada a su madre, porque fue entonces que se dio cuenta de muchas cosas que antes eran automáticas en su entorno, como por ejemplo el constante ninguneo que a veces es tan normalizado hacia las mujeres. “Cuando te dicen ‘no, usted no opine’, cuando no te tienen en cuenta por ser la mujer de la casa… y uno lo acepta así nomás… y lo mismo pasa con el conflicto, uno piensa que no le toca porque piensa que está como por allá muy lejos”, explica. Después de pasar por todas las etapas y cumplir con el requisito universitario siguió asistiendo al costurero, como pasa con muchos de los que llegan acá.

Prácticamente, sin que alguien lo haya delegado oficialmente, podría decirse que Tatiana es una especie de coordinadora del costurero, esa persona a la que hay preguntarle por las cosas que a los demás se les escapa, que está al pie del cañón tres días de la semana y conoce al derecho y al revés las dinámicas, los procesos, las personas, sus historias, todo el espíritu y las razones que sustentan la existencia de un grupo tan heterogéneo como Unión de Costureros. Por esas cosas piensa que ya no es la misma. Por eso y porque ya no quiere irse a la Fuerza Naval. Siente que lo suyo es algo como esto. “Ahora, en serio, me pregunto yo dónde estuve todo este tiempo, que no me di cuenta de todo esto”, dice.

Entre las cosas más complejas en las que ha participado siguiendo a Virgelina Chará está el arropamiento del Memorial de la Vida, el enorme monolito que recibe a los visitantes del CMPR. Hicieron lo mismo que ahora pretenden hacer con el Palacio de Justicia, pero en una escala menor. “Lo del Memorial de la Vida fue el abrebocas de lo que será lo del Palacio. Ahí nos dimos cuenta de qué telas tenemos que usar y de cuánta plata se nos va a ir para esos tres días el otro año. Es que todo es planeado”, explica Virgelina.

Calcula que esta vez, para el arropamiento del Palacio de Justicia, necesitarán más de 2 mil metros de tela, una incalculable cantidad de hilo, agujas, alfileres y tijeras y unos 650 millones de pesos solo para los tres días de logística que requerirá el montaje. En parte también por eso abrió las puertas de su costurero a todo el que quisiera unirse, en contra de lo que los otros costureros le recomendaban. Pero también por una razón de fondo: “Otra cosa que pasa es que, si nos quedamos bordando solo las víctimas, lo único que sucede es que nos van a poner en una casilla que es la de víctimas y luego entre nosotros nos van a decir qué tipo de víctimas somos. Y eso es muy difícil, yo conozco gente que ha pasado por cosas que vos no te alcanzás a imaginar. Entonces era mejor que diéramos ese paso que tenemos que dar para superar lo que nos ha pasado, porque si nos quedamos cosiendo solo entre las víctimas nos vamos a pasar muchas veces solo en eso, y nos van a tener solo para eso. Así las víctimas no avanzamos para poder salir de esto.”, explica Virgelina. Si tiene o no razón, el hecho es que ha encontrado muchos simpatizantes y ahora la idea del costurero se ha replicado en Chile, Brasil, Argentina y Canadá y están por abrir otro en Inglaterra. Todos coordinados para arropar el Palacio de Justicia.

Virgelina Chará, líder comunitaria y defensora de los derechos humanos, quiere envolver con sus bordados el Palacio de Justicia en septiembre de 2020. Foto: Adrián Atehortúa.

Una de las personas que más cree en las ideas de Virgelina es Carlos Andrés Alberto, licenciado en Filosofía de la Universidad Nacional, con Maestría en Filosofía del Derecho en la Universidad de Buenos Aires y profesor del área en la Universidad Agustiniana de Bogotá. Vio por primera vez a Virgelina en una conferencia sobre multiculturalismo a la que fue invitada en la Agustiniana. Se vieron por segunda vez en el CMPR, donde fue invitado como experto a una charla sobre el relato, la memoria y la configuración del yo desde la hermenéutica, un tema que ha estudiado en toda su carrera. En esa ocasión, dice, las lecciones se las dieron a él: “la academia siempre está en la pretensión de que somos los académicos los que pensamos, los que proponemos soluciones. Vine como experto y pensaba ‘voy a iluminarlos’. La realidad fue que eso que yo tanto teorizaba se dio vuelta. Ellos ya tenían conceptos más sólidos frente al conflicto en Colombia, con más matices sobre la realidad. Quería ilustrar y fui yo el que se fue ilustrando”, recuerda.

El profesor Carlos, experto y todo, también se quedó, también bordó y también volvió al grupo una y otra vez. Como cualquiera de los demás mortales de Unión de Costrureros, también pasó por cada una de las etapas de Pedagogía de la Memoria que ha planteado Virgelina. Hoy sigue asistiendo, entre otras cosas, para cumplir otra proeza de las tantas que Virgelina se empeña en sacar adelante y que para él es una de las mejores formas de materializar todo eso que ha pasado años pensando en aulas: crear un programa académico con toda la sustentación del caso para hacer que la Pedagogía de la Memoria sea una cátedra que se dicte en los colegios del país, tal como matemáticas, castellano o educación física.

“Conocer el trabajo que hace Virgelina ha sido muy enriquecedor. Ella es uno de esos personajes que tiene un magnetismo con las personas que logra convocar y eso es muy importante: Virgelina ha logrado poner a dialogar a la sociedad con las víctimas del conflicto y ha transformado esa conversación. Eso es un avance enorme. Es muy terca, en el buen sentido. Va pensando y va actuando”, dice el profesor.

Sí: Virgelina es imbatible. La jornada de este sábado, por ejemplo, la empezó a las ocho de la mañana. Llegó al CMPR con una canasta llena de empanadas, aborrajados y un ají de ceviche que hace su hija para cada sesión del costurero.

Siendo casi las tres y media de la tarde, Virgelina toma un aborrajado y sin que le pregunten empieza a hablar de cómo lo preparan y de todas las formas en que las comunidades del Pacífico han preparado esa delicia a lo largo de los años. Ese es su almuerzo de hoy porque no hay más tiempo: fue al Parque Nacional a un encuentro sobre Paz y Víctimas donde habló sobre su experiencia. Regresó al CMPR a terminar de coordinar las actividades del costurero y programará una charla con una estudiante de la Javeriana que lleva horas esperándola para decirle que quiere incluirla en la presentación de su tesis. Luego atenderá entrevistas, todo eso mientras avanza en la redacción del plan inicial de Pedagogía de la Memoria con el profesor Carlos. Y más tarde tendrá que salir a comprar telas con el dinero que han donado esta semana para el arropamiento del Palacio de Justicia.

Este es su único tiempo libre y en vez de almorzar, ha tomado un aborrajado y un tinto como todo alimento y aun así deja de comer para levantarse e ir a sacar unas enormes telas del rincón donde están guardadas para ser bordadas al día siguiente, solo para que se entiendan mejor las dimensiones de lo que hacen todos los que a esta hora siguen bordando y de su nuevo y ambicioso plan para 2020.

— Paz es garantías de derechos humanos y eso lo debe entender la gente, para que empiece a informarse bien —explica Virgelina con una voz que domina todo el salón mientras desenvuelve una enorme tela morada—. Acá lo que hacemos es un ejercicio para hablar y sanar. Y es importante que ya sanés ese odio, ese rencor, para que empecés a ver qué camino tomás para rehacer tu vida.

—¿Qué sentís cuando cosés?

— Es muy relajante. A vos se te va el tiempo tranquilo… Lo único que no me gusta es coser a dos agujas porque no aprendí. No me gustaba. Y bueno, además cuando era niña las monjas que me enseñaban me pegaron porque no me gustaba. Y a mí, si me pegan por algo que no me gusta, pues como que conmigo no es la cosa. Entonces nunca aprendí. Siempre fui rebelde, desde niña. Y todavía.

Las mujeres a su alrededor se miran y se ríen. En eso también están todos de acuerdo.