La periodista Silvia Duzán fue asesinada por paramilitares en la tercera masacre de Cimitarra, el 26 de febrero de 1990, cuando se encontraba rodando un documental para la BBC sobre el trabajo de la Asociación de Campesinos del Carare. Sobre la impunidad de su asesinato y el de los líderes sociales a los que acompañaba aquel día, María Jimena Duzán escribió Mi viaje al infierno, en gran parte para sanar la deuda personal y el dolor que tenía consigo misma. María Jimena habló con Hacemos Memoria de las cosas que más recuerda de su hermana.

Entrevista: Adrián Atehortúa

Crecimos en una casa del barrio Chicó, en Bogotá. Yo era la mayor, pero apenas le llevaba un año y un par de meses a Silvia. Desde entonces anduvimos juntas y a la una siempre se le tenía en cuenta en tanto la otra. Éramos prácticamente inseparables. La casa era enorme y nos encantaba bajar las escaleras deslizándonos por el pasamanos. Un día, cuando yo tenía 5 y ella 4, Silvia se cayó del pasamanos y se fracturó el cráneo. Aunque yo era muy niña, recuerdo que todos pensaban que se nos iba a morir. Mi padre, desesperado, llamó al doctor Salomón Hakim que la revisó y, milagroso como era, la salvó. Podría decir que era la primera vez que Silvia le salía adelante a la muerte: ni si quiera ese accidente tan grave pudo matarla.

Recuerdo que tuvimos una infancia tranquila y feliz. Nuestra casa estaba siempre llena de todo tipo de personajes con posiciones políticas de toda índole y por eso Silvia y yo crecimos con una mente abierta a todas las posibilidades sociales que había en el país. Recuerdo que mi padre, Lucio Duzán, nos llevaba los sábados a El Espectador para entregar la columna de opinión que escribía. Mientras él hablaba con Guillermo Cano, nosotras nos íbamos directamente a ver las rotativas: nos fascinaba ver la magia de las máquinas en marcha. Era como un juego para nosotras.

Silvia fue mi gran compañera de lecturas en la infancia y la adolescencia. Nos la pasábamos en la enorme biblioteca que papá y mamá tenían en casa. Juntas leímos todo tipo de libros en jornadas eternas en las que no nos despegábamos de los tomos. Los favoritos de Silvia eran las novelas negras y las policíacas. Su predilecta era Patricia Highsmith: devoró todas sus obras y esa sección era prácticamente de su propiedad y exclusividad. Recuerdo en especial que nos aventuramos aún muy adolescentes a leer Rayuela y en el colegio le pedimos ayuda al profesor Miguel para que nos ayudara a entender. Se convirtió en nuestra especie de miniclub de lectura.

Estudiamos en el mismo colegio, el San Patricio, y ahí también fuimos muy unidas, aunque muy diferentes. Yo iba un año adelante y era una nerd irremediable. Silvia, en cambio, era completamente despelotada: no era mala ni buena estudiante, despistada por vocación, siempre llegaba tarde a todo. Mis amigos eran los suyos, sus amigos eran los míos. Siempre fue sencilla y modesta, aunque díscola en sus mejores facetas.

Silvia amaba la rumba. Bueno, las dos amábamos la rumba, pero Silvia amaba muchísimo la rumba. Era de campeonato. Podía bailar hasta el amanecer. Era una mujer alegre de tiempo completo.

Estudiamos juntas en Los Andes y también en Oxford, ella Economía, yo Ciencias Políticas. En un momento, Silvia me alcanzó y cursamos juntas. Empecé a trabajar como periodista desde los 16 años de la mano de Guillermo Cano. Un día, cuando yo tenía 17 años, regresé a casa de trabajar. Al abrir la puerta, una bomba explotó. En medio del caos y el humo, lo primero que vi fue a Silvia que llegaba asustada a ver qué pasaba. En ese momento el teléfono empezó a sonar, me levanté a contestar. La voz de un hombre me dijo: “Esta es una bomba del MAS. A la próxima, la matamos”. Después de eso, Silvia dejó la Economía y se hizo periodista.

Recuerdo, en especial, cuando nos aventuramos a crear el periódico El Escalón, el primero de la Universidad de Los Andes. Juntamos a un grupo de amigos y nos tomamos nuestra casa como sala de redacción. Éramos unos chinos y nos la pasábamos tomando y haciendo el periódico. Durante días nuestro comedor pasaba a ser una mesa de trabajo y de pruebas y la casa vivía llena de gente entrando y saliendo como en los diarios más activos, cortesía de nuestras ocurrencias.

Se casó muy joven  y con un hombre veinte años mayor que ella, Salomón Kalmanovitz. Como ella no era católica y él era judío pero no practicaba, el matrimonio fue por lo civil. Yo era la testigo de su parte. En la notaría, el testigo de él era un hombre de su edad, queridísimo, que durante toda la ceremonia se la pasó mamando gallo y, hablando muy en serio, intentaba persuadir a Silvia de no casarse. Le decía: “mire que está a punto de salvarse. ¿Está segura de casarse con este tipo? Piénselo bien, está a tiempo de recapacitar”. Silvia solo respondía con la sonrisa que siempre la caracterizó. Estaba decidida. Se casó, por supuesto.

Recuerdo que nunca aprendió a cocinar. Silvia era un completo y real desastre para la cocina. Ya después de casada intentó aprender algo pero todo lo hacía mal. Cuando nos veíamos, era yo quien cocinaba. Recuerdo que lo único que le quedaba bien eran las papas.

Foto publicada por Reconciliación Colombia.

Desde el principio, a Silvia le gustó el periodismo de inmersión a una profundidad y un compromiso que he visto muy pocas veces. Muy pronto empezó a interesarse por el entonces inexplorado mundo de las tribus urbanas. Uno de sus mayores trabajos fue el de las pandillas en Bogotá. En su inmersión, prácticamente, se camuflaba entre ellos como si fuera una más. Sin duda, su enorme carisma la hacía acercarse sin problemas. Ella misma llegaba a las historias haciendo sus propios contactos. Recuerdo que yo la llevaba en el carro hasta la entrada de los barrios y en el recorrido se iba “disfrazando” para su reportería. Al final siempre se ponía unas manoplas. Un día le pregunté que por qué se ponía eso y me dijo que se las habían regalado los de la pandilla y ella las atesoraba: era el objeto que la hacía parte de ellos. Las usaba con toda propiedad y las lucía sin problema. Una vez manoplas en mano, se bajaba del carro y se metía calle arriba en los barrios.

Fue una gran productora, especialmente de documentales. Su incursión en el cine lo hizo con La Estrategia del Caracol, cuyo productor general era Salvo Bassile. La producción duró casi seis años y durante todo ese tiempo, Silvia, comprometidísima como era con sus proyectos, prácticamente saqueó toda nuestra casa de a poco para poder hacer la película. De repente, me veía buscando alguna cobija, alguna silla, algún mueble, alguna olla y no los encontraba porque Silvia se los llevaba para los rodajes. Cada semana yo estaba llamando a Sergio Cabrera preguntándole “vea, ¿se acuerda de la almohada que llevó Silvia?”. A todos los que ven la película les recuerdo que casi todos los objetos que aparecen ahí eran los de nuestra casa: mire, ahí está mi silla, mis sábanas, mis platos… Al final de la película aparece una dedicatoria muy sentida que Sergio le hace Silvia. Ella nunca pudo ver la película finalizada.

Recuerdo que en uno de sus viajes como reportera a Chocó le dio paludismo. Y paludismo del peor, del cuarto tipo. Creo que con el tiempo eso hubiera deteriorado su salud considerablemente. En un momento adelgazó bastante. Pero Silvia no se dejó. Siguió tan activa como siempre. Ni siquiera el paludismo pudo con ella: su alegría y su sentido del humor eran inagotables.

Imagen tomada del informe El orden desarmado. La resistencia de la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare, publicado por el Centro Nacional de Memoria Histórica.

 

Sin duda, Silvia fue la primera en explorar a profundidad y de primera mano el fenómeno de los sicarios. No lo pensó dos veces y se fue a vivir durante un buen tiempo a los barrios más pesados de Medellín y allá trabajó con Alonso Salazar. No sé cómo —esas eran las cosas increíbles de su trabajo— llegó a contactarse y estar con ellos cuando nadie lo había hecho. Después de unos reportajes brillantes, siguió inmersa en ese mundo y ya me estaba preocupando. Hasta que pude sacarla de allá pidiéndole que se viniera a Bogotá para empezar un nuevo documental sobre el Magdalena Medio, en Cimitarra.

Desde el comienzo y, como siempre, Silvia se comprometió con su trabajo en Cimitarra de manera sobrehumana. Sentía un gran aprecio y admiración por el trabajo de la Asociación de Campesinos del Carare, que buscaban una resistencia pacífica a la guerra que vivía el Magdalena Medio. Silvia llegó incluso a llevarlos ante Rodrigo Pardo, que era ministro por entonces, para exigirle que los ayudara. Recuerdo que en la mañana del 25 de febrero, nuevamente llegó a El Espectador una amenaza de muerte en mi contra. Tenía que salir ese mismo día a Nueva York por mi seguridad ya que había recibido amenazas de alias ‘El Mexicano’ y esa tarde habían pasado dos tipos a preguntar por mí a mi casa. Llamé a Silvia y nos encontramos en casa de mamá para cenar. Ella estaba en la última etapa del rodaje e iría a Cimitarra a grabar al siguiente día. Recuerdo que le dije que no se fuera, que esperara, que allá la cosa estaba pesada. Cuando aterricé en Nueva York recibí la noticia de su muerte. Tomé un avión de nuevo y me devolví inmediatamente a Colombia.

De Silvia lo que más recuerdo es su sonrisa. Seguramente todos los que la conocieron recuerdan su sonrisa. También recuerdo mucho sus pintas. Tenía un gran estilo de lo que hoy llaman vintage. Silvia era muy vintage: nunca compraba ropa de marcas reconocidas, se la pasaba en los almacenes de la Caracas y la 60, de ahí salía toda su indumentaria.

Tuve que editar el documental que Silvia no pudo terminar para la BBC. Viajé a Londres con el material y fue doloroso: tenía que ver todo lo que había grabado y era como ver un recorrido de lo que habían sido sus últimos días a través de sus ojos. El documental terminó siendo raro, inconcluso.

Ha pasado mucho tiempo y yo nunca he dejado de pensar en Silvia. Me fui del país, volví, pero nunca hablé de Silvia. Veinte años después de su muerte tomé el valor para indagar en lo que había pasado con ella y por eso escribí Mi viaje al infierno (2010). Lo hice, principalmente, para hacerme cargo del duelo que no había hecho y también para que mis hijas conocieran quién era esa mujer maravillosa que era su tía y nunca pudieron conocer. Creo que todas las víctimas deben permitirse ese viaje, esa búsqueda, es una forma de que podamos recordar, decir “de aquí vengo, esto nos pasó”. Es doloroso, a mí me tomó años. Pero creo que después de muchos procesos también es un derecho que no se les puede negar a las víctimas: que cuenten lo que les pasó, porque es su historia y es nuestra historia.